Domingo IV de Adviento (Ciclo C) Reflexión
Se encuentran dos mujeres embarazadas, Isabel y María, y lo normal es que hablen del hijo que esperan. Es el evangelio de la Visitación, uno de los misterios del rosario. ¿Qué parentesco había entre ellas? No se sabe. Parientes, sí, pero primas parece que no, ya que María tiene apenas unos dieciséis años e Isabel es, según el evangelio, de edad avanzada.
Pienso que es importante resaltar dos cosas del evangelio. Una: la visita de María. La otra, el elogio que hace Isabel de la fe de la Virgen. Isabel vivía, montaña arriba, a unos ciento veinte kilómetros de distancia. María, en Galilea, Isabel en Judea. La comunicación entre ellas no era fácil en aquel tiempo. Y si alguien, alguna persona, le hubiera dicho a la Virgen que Isabel estaba encinta, no lo hubiera creído, ya que se le había pasado el tiempo. Pero se lo dice el ángel, el mismo que le anunció que de ella nacería el Mesías, el esperado desde siempre.
Creyó, ¡cómo no!, al ángel y, en seguida y a toda prisa, se puso en camino para acompañar y ayudar a su pariente Isabel. Enseguida y a toda prisa. No se lo pensó dos veces. O mejor, no pensó en sí misma, sólo en su pariente. No tuvo en cuenta la distancia -un viaje a pie de tres o cuatro días-, ni las dificultades y peligros del camino que no eran pocos, ni en sus pocos años -apenas dieciséis-. Le movía únicamente el amor y la necesidad de ayudar a Isabel en los últimos meses de su embarazo.
María era y estaba llena de gracia. O lo que es lo mismo, llena de fe y amor, porque el AMOR, su hijo, ya habitaba en ella. Un amor que ella no quería retener para sí sola, sino para entregar lo que tenía y entregarse ella misma. Con Isabel permaneció tres meses, hasta el nacimiento del hijo de Isabel, mientras en ella se iba gestando la vida de su hijo Jesús.
El amor no existe en sí mismo si no se traduce en hechos concretos, en detalles pequeños o grandes, en gestos prácticos. Bien lo sabéis vosotros. Porque un amor que no se entrega o que no se da, es cerrazón, o, lo que es lo mismo, deviene en egoísmo. Si fuera así, el
amor que se dice tener o el amor inicial, moriría. Y estos gestos o
detalles pueden ser la ayuda siempre, el respeto por encima de todo, el
servicio a quien lo necesita, la generosidad, la acogida y el perdón sin
reserva. Y mil más. Recordemos el cap. 25 de san Mateo.
Y el amor es o se hace fuerza -sale de muy adentro- para ir al encuentro del otro, abrirle el corazón, dar y darse. Pero la fuerza la pone el Espíritu Santo que todos hemos recibido como regalo del Padre. El Espíritu Santo vendrá sobre ti, le dijo el ángel a María. De ahí su arranque y su decisión de ir a ayudar a Isabel.
Y hay un segundo aspecto en este evangelio: el elogio que hace Isabel de la fe de María: Feliz tú porque has creído. María es la primera de las creyentes. Y no pensemos que le quedó fácil creer al ángel. ¿Por qué iba a ser ella la escogida por Dios para ser madre del Mesías esperado, una de las tantas muchachas de Nazaret (¿De Nazaret puede salir algo bueno?, dice Natanael a Felipe), sin mayor relevancia en lo exterior, pobre y en cierto modo insignificante a los ojos de los demás?
Después de una primera turbación y sorpresa (¿Cómo puede ser esto puesto que no conozco varón?), creyó y dijo: Aquí está la esclava del Señor, que se cumpla en mí tu palabra.
Somos o nos consideramos creyentes, pero ¿somos felices con nuestra fe? ¿Encontramos en ella gozo y felicidad aunque nos golpeen los problemas y contratiempos, ilusión por la vida a pesar de la muerte que nos ronda y nos quita lo mejor que tenemos, amor del bueno aunque encontremos corazones cerrados y egoístas, paz interior aunque nos a pesar de los golpes que podamos recibir…?
María sufrió -y mucho-, pero su fe y su gozo se mantuvieron siempre firmes y fuertes. El exilio en Egipto, la pobreza en el hogar, la separación de su único hijo, la semana de la pasión y la muerte de Jesús, la soledad en que quedó… Pero su fe, siempre inquebrantable, la hacía feliz y dichosa. Recordemos algunas palabras del Magnificat, su canto: Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador. Desde ahora me llamarás dichosa todas las generaciones.
Es el ejemplo de María para todos nosotros. Esperemos a su hijo…
La fe en Dios nos empuja necesariamente a amar a los hermanos con todo lo que ello significa. Es el ejemplo de María.
P. Teodoro Baztán Basterra
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