domingo, noviembre 08, 2015

XXXII Domingo del Tiempo Ordinario -B- Reflexión


 El texto de este domingo nos trae la deliciosa escena de un Jesús que observa lo que está ocurriendo a la entrada del Templo de Jerusalén, y hace de su observación una hermosa enseñanza. Ante sus ojos aparecen los letrados y fariseos, que iban y venían al Templo dándose una importancia arrogante. Jesús señala no sólo el uso que estos personajes hacían del dinero, sino también el abuso injusto que ellos practicaban aprovechándose de las capas más bajas de aquella sociedad, como eran las viudas.

Y junto a este grupo que así usa y así abusa, el Señor observa precisamente a una viuda que llega al Templo sin alarde ni presunción, y allí, frente al arca de las ofrendas, ella contrastaba con otra gente rica y principal que echaba en abundancia. Aquella pobre mujer no: tan sólo echó dos monedas.

Además de viuda era pobre. Que en aquel tiempo ambas cosas solían ir unidas. Las viudas de entonces no disponían de protección alguna, el mañana era imprevisible, no tenían seguridad económica alguna. Dependían casi siempre de la caridad de algunos o de trabajos muy humildes y muy mal remunerados. Su única esperanza era el Señor, “que sustenta al huérfano y a la viuda” (Sal 145). 

La viuda del evangelio, cuyo nombre desconocemos, acude al templo para cumplir con sus deberes religiosos. Y uno de estos deberes era contribuir al sostenimiento del culto y del templo. Ella, “aunque necesitada, ha depositado cuanto tenía para vivir”. Se queda materialmente sin nada, pero sale del templo llena de Dios, la única verdadera riqueza, y en él y en su providencia, encontrará razones para vivir dignamente, porque, al darse del todo, se ha puesto en sus manos y sabe que Dios no le va a fallar.

Su gesto se lleva a cabo en la oscuridad y simplicidad de su fe. Es un gesto sólo entre ella y Dios. A los ojos de los hombres ha pasado totalmente desapercibida. Y no faltaría quien, en ese momento, la subestimara, por decir lo menos, por depositar tan sólo dos monedas de poco valor. No pasarían desapercibidos los ricos cuando depositaban ostentosamente delante de todos una buena cantidad de dinero. Naturalmente, de lo que les sobraba. No se cuestiona la viuda el uso que harán de su dinero, ni le preocupa ni le interesa saber si alguien ha notado su sacrificio.
Pero Jesús ve mucho más adentro de lo que los ojos de los hombres pueden ver. El Señor conoce el interior de cada cual, sabe cómo piensa y por qué hace o deja de hacer lo que se propone. Los ojos de Dios, que son los del amor, penetran hasta lo más profundo de la conciencia.

Conoció con ojos de amor y misericordia el interior y la conciencia de esta pobre viuda, que ninguno de los presentes podía ver. También se dio cuenta de su profunda religiosidad, de su conciencia recta, de su extrema pobreza, de su generosidad sin alardes, de su fe sencilla y fuerte. Y se dio cuenta también de que las dos monedas que depositó en el arca de las ofrendas era todo lo que tenía para vivir. 

No la elogió públicamente estando ella presente. Pero su elogio quedó grabado para siempre en el evangelio para ejemplo de todos y, sobre todo, el gesto de esta pobre viuda quedó escrito en el Libro de la Vida. 

El gesto de la viuda nos invita a practicar el desprendimiento total, hasta de lo necesario cuando está en juego el bien o la necesidad de otros, de los más pobres, en los que está Dios. “Lo que hagáis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hacéis” (Mt 25, 40). 

Quien, por ser de espíritu generoso y desprendido, no se apega a lo que tiene –poco o mucho, no importa-, sabrá desprenderse muchas veces hasta de lo necesario, hasta “de lo que le hace falta para vivir”. Como nuestra viuda. 

Dar o darnos, sin esperar recompensa y sin alardes. Quizás no tengamos cosas y ningún bien de fortuna, pero sí tenemos otros “bienes” muy valiosos que podemos, y debemos, poner en servicio de los demás: la salud, el tiempo, los propios talentos y capacidades, un bagaje cultural, la experiencia de Dios, la propia fe, las cosas de uso personal, etc. 

Cristo, además de dar, se dio a sí mismo. No contento con darnos lo mejor de sí, se nos dio a sí mismo. Se vació del todo por nosotros. Se entregó a la muerte, o mejor, entregó su vida, para que tuviéramos vida. Murió como el grano de trigo, pero resucitó en espiga de más de cien granos. Y si morimos con él, resucitaremos con él, multiplicados también en espigas llenas de granos que son vida. Desde que murió y resucitó, tenemos vida nosotros, la verdadera vida, una vida que no acaba con la muerte, sino que se plenifica en ella.
 P. Teodoro Baztán Basterra



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