miércoles, noviembre 18, 2015

Sermón de la Montaña (7): Dichosos los que trabajan por la paz, porque se llamarán hijos de dios (Mateo 5, 9)

1.  La historia del mundo es una historia de guerras     
     La historia del mundo, desde el principio de la humanidad, es una historia de guerras. Y, tal como van las cosas, seguirá siendo así. Una pena. Y seguirá así porque, entre otras muchas causas, la ambición del hombre no tiene límites, porque  usa el poder para dominar y no para gobernar y servir, porque impera la ley del más fuerte, porque la injusticia campea a sus anchas. 
     Y llaman paz al orden impuesto por el más fuerte, por el que ha vencido; pero, como no se han eliminado las causas del conflicto, el orden se romperá en cualquier momento, y la paz será de nuevo pisoteada. Repasa las páginas de la historia, y verás que es así.
     Y se rompe la paz frecuentemente en las familias, por un pedazo de tierra, por una herencia mal distribuida; entre los vecinos, por chismes y habladurías;  entre compañeros de trabajo, por recelos y sospechas; entre matrimonios, por mil mo-tivos…
    Todos deseamos vivir en paz, todos necesitamos gozar de paz, y, en ocasiones, en vez de paz hay resentimiento, negación de la palabra, deseos de venganza… Se vive bajo amenazas, con calumnias, falta de respeto a los derechos humanos, explotación del más débil, miedo, etc.
2.  ¿Qué paz?
       La paz es don de Dios, pero también logro y conquista del hombre. Es el regalo de Jesús después de su resurrección: “Paz a vosotros”;  así saluda cuando se aparece a sus discípulos. Y dice en otro lugar: “Pero no os la doy como la da el mundo” (Jn 14, 27). La paz del mundo es inestable, frágil, precaria, nunca duradera. Suele ser una tregua más o menos prolongada, pacto de no agresión, armisticio después de una guerra. Suele ser una paz falsa.
      La paz de Cristo es fruto del amor y la justicia. Una paz sin amor sería sólo neu-tralidad y ausencia de conflictos. Una paz con amor será comunión de vida, con-vivencia fraterna, acogida y perdón. Una paz sin justicia será una gran injusticia, opresión y sólo apaciguamiento. No será paz verdadera, sino falsa. Una paz fruto de la justicia será convivencia tranquila, respeto mutuo y participación en el bien común. 
      “¿Anhelas esta paz?, se pregunta san Agustín. Y añade: Cumple la justicia y tendrás la paz. Y se cumplirá lo que está escrito: ‘La justicia y la paz se besan’. Si no amas la justicia, no conseguirás la paz” (En. in ps. 84, 12).
San Agustín define la paz como la “tranquilidad del orden” (De civ. Dei 19, 13). No del orden impuesto por la fuerza de la ley o de las armas, sino del orden que es la verdad, es decir, la coherencia entre la fe y la vida, entre el amor y las obras, la conformidad entre la conciencia y el espíritu que la anima.
       Esta es la paz que el mundo no puede dar, pero tú sí, que has acogido la paz de Cristo y su encargo de darla a otros y construirla donde falte. 

3.   Bienaventurados los que trabajan por la paz
      No se refiere esta bienaventuranza a los pacíficos, sino a los pacificadores. Aunque está claro que alguien difícilmente podrá ser pacificador, si no posee la paz en él, si no ha logrado dominar sus impulsos violentos, su carácter agresivo y su mal genio.
      San Agustín, pastor, clama por la paz en su rebaño. En uno de sus sermones dice a sus fieles: “Tened la paz, hermanos. Si queréis atraer a los demás hacia ella, sed los primeros en poseerla y retenedla. Arda en vosotros lo que poseéis para encender a los demás” (Serm. 357, 3).
       Siguiendo el consejo del santo, tu primera tarea, en orden a la paz, será hacia dentro de ti mismo. Pregúntate a qué se deben tus reacciones violentas ante si-tuaciones o palabras que te hieren o molestan, tu tensión nerviosa más o menos permanente o frecuente, tus momentos de depresión, tu resentimiento para con alguien que te ha ofendido, tus brotes de mal genio, tus respuestas airadas y ofensivas, tus antipatías.
       Acepta el regalo de la paz que Cristo te ofrece, hazlo tuyo, haz que viva en ti, goza con él, domina con la fuerza de la gracia tus impulsos y tus reacciones bruscas y airadas, sonríe aunque te cueste, reza por quien te ha ofendido, pide perdón si has sido tú el ofensor, reza al Señor y pídele una y otra vez el don de la paz. Pacifícate. Y recuerda que la tarea de la paz pasa por el camino de la conversión.
4.   Construir la paz a tu alrededor
      En segundo lugar – y aun al mismo tiempo -, trabaja por la paz en tu entorno. Posiblemente veas o conozcas situaciones conflictivas, pequeñas o grandes injus-ticias, maltrato, familias rotas por el motivo que sea y que se han negado la pa-labra, ánimos encrespados, incluso agresiones físicas. Es ahí, en ese campo, donde el Señor quiere que seas instrumento de su paz.
      No podrás evitar o detener una guerra entre países, pero sí, posiblemente, entre personas o grupos cercanos a ti. No podrás eliminar la injusticia de quienes oprimen a los más débiles, pero sí intentar que desaparezcan las causas de las pequeñas o grandes rencillas entre tus amigos, en las familias, entre tus vecinos y conocidos.
      Dios quiere que ejerzas el ministerio de la reconciliación (2 Cor 5, 18). Jesús te envía a proclamar y ofrecer la paz (Lc 10, 5). Será una hermosa manera de evan-gelizar, ya que la paz que vives y ofreces lleva consigo el amor y la misericordia. No es como la que da el mundo (Jn 14, 27), sino que surge del corazón donde habita Dios, que es amor.
5.   Porque se llamarán hijos de Dios
     “Mirad qué gran amor nos ha dado el Padre al hacer que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos de verdad” (1 Jn 3, 1). Así se expresa san Juan en su primera carta. Si trabajas por la paz, te llamarás hijo de Dios y lo serás en verdad. Te lo dice el Señor. No cabe don más excelente. No eres capaz de merecerlo, pero Dios, tu Pa-dre, te lo da.
       Ser hijo de Dios significa, entre otras cosas, entrar en la esfera de divinidad, compartir su misma vida, ser salvados por su gracia, formar parte de la familia de Dios. Si no lo hubiera dicho Cristo, sonaría a blasfemia. Pero lo ha dicho y es una realidad nunca soñada, inmerecida ciertamente, pero ofrecida y regalada por pura gracia, por el inmenso amor de Dios, padre bueno. 
       Nunca olvides que la paz no es sólo fruto de tu empeño esfuerzo por conseguirla, sino también, y especialmente, don de lo alto. De ahí que tendrás que pedirla también con empeño y esfuerzo. A esto nos invita san Agustín cuando dice: “Os ruego que dirijáis a Dios vuestras oraciones y súplicas en paz y que os acordéis de que sois hijos  de aquél de quien se dijo: Dichosos los que trabajan por la paz, porque se llamarán hijos de Dios” (Serm. 358, 6).
 
6.    Palabras de Agustín
     “Dichosos los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios. ¿Quiénes son los pacíficos? Los que construyen la paz. 
        ¿Ves a dos personas discordes? Actúa en medio de ellos como servi-dor de la paz…
         Pero si quieres ser artífice de la paz entre dos amigos tuyos en dis-cordia, comienza a obrar la paz en ti mismo: debes pacificarte interiormente, donde quizás combates contigo mismo una lucha cotidiana” (Serm. 53 A, 12).
7.    Ora
       Entra dentro de ti mismo. Pregúntate: ¿Por qué pierdo tan fácilmente la paz in-terior? ¿Qué es lo más me altera y me pone tenso y nervioso? 
        Acoge el regalo de paz que te ofrece Cristo resucitado. Hazlo tuyo. Consérvalo. Pídele que no lo pierdas nunca.
       ¿Qué puedo hacer para poner paz ahí donde haya discordia? Pide también ser instrumento de la paz del Señor. Agradece este don.

Oración por la paz      
        Dadme, Señor, la paz para poder atraer a ella a los otros. Poséala yo en primer lugar; arda primeramente en mí el fuego, para que yo pueda encender a otros. Amén.      
San Agustín

Tomado de: Palabras para el camino, 
37. Págs 235-240.
Padre Teodoro Baztán Basterra



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