miércoles, noviembre 11, 2015

Sermón de la Montaña (6) Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a dios

1. Polémicas de los fariseos con Jesús 

Era muy frecuente la polémica entre los fariseos y Jesús. Para los fariseos lo importante y lo necesario era cumplir a rajatabla las prescripciones de la ley. A estas prescripciones unían las tradiciones que fueron surgiendo a lo largo del tiem-po con toda una normativa añadida que había que observar al pie de la letra. 

Para ellos, “el hombre era para el sábado”, y no al revés; la letra más que el espí-ritu; la limpieza exterior, aunque el interior estuviera lleno de carroña. Promovían un tipo de conducta preocupada casi exclusivamente por lo exterior. La ley era para ellos fuente de vida limpia, y no un instrumento más.

Son terribles las palabras de Jesucristo dirigidas a los fariseos: “¡Ay de vosotros, letrados y fariseos hipócritas!, que os parecéis a los sepulcros blanqueados. Por fuera son hermosos, pero por dentro están llenos de huesos y podredumbre. Lo mismo vosotros: por fuera parecéis justos, pero por dentro estáis llenos de hipocresía e iniquidad” (Mt 23, 27-28).

A Jesucristo le acusan en repetidas ocasiones de no cumplir con todas esas normas y reglamentaciones. 

2.    Responde Jesús
Jesús valora la ley. No la anula, sino que la completa y perfecciona. “No penséis que he venido a abolir la ley o los profetas” (Mt 5, 17). La ley, sin el espíritu que la anima, es letra muerta. Y mata espiritualmente  a quien la practica. No es sostenible, por tanto, la pureza exterior, sin que nada importe el interior del hombre.

En esta bienaventuranza Jesús exalta el valor de la interioridad, la limpieza del corazón, la coherencia, la sinceridad, la ley para el hombre y no al revés. Lo que define al hombre es aquello que proviene de su corazón. Y aplica a los fariseos las palabras de Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí; el culto que me dan es inútil” (Is 29, 13; Mc 7, 6).

La importancia del corazón no radica en ser un órgano vital del cuerpo humano, sino en lo que simboliza. En la Sagrada Escritura se considera al corazón como el centro de la persona, el núcleo de su conciencia, el asiento de la decisión y la responsabilidad, es decir, su vida interior y espiritual. 

Dios habla al corazón del hombre porque es allí donde tiene sus raíces la vida religiosa y moral de la persona. Decimos, por ejemplo, que quien perdona de veras, perdona de corazón; quien se comporta con nobleza, tiene un gran corazón, quien ama, entrega su corazón, etc. Un hombre vale lo que vale su corazón. 

Dios, no solamente habla al corazón, sino que también escucha sólo lo que dice el corazón, no los labios:"Dios aplica el oído, no a la boca, sino al corazón; no a la lengua, sino a la vida del que alaba”, dice san Agustín (En. in ps. 146, 3). 

Por eso, quien tenga un corazón puro y limpio, sus obras serán puras y limpias, será sincero en sus planteamientos, cumplirá la ley porque su corazón le pide rendir un culto verdadero a Dios, amará al hermano, no mentirá, será justo y casto, etc. No será un hipócrita, como los fariseos.

El limpio de corazón es aquel que no tiene doblez, que es sincero, que es capaz de mirar a los ojos, porque a pesar de sus pecados, busca el bien, no solo personal, sino también el del prójimo, en lo que hace y dice.

3.    Examina tu conciencia
A la luz de lo anterior, pero sobre todo, a la luz del Espíritu, examina ahora tu corazón y tus obras, tu conciencia y el modo como te comportas. Pregúntate si tu corazón, tú mismo, está limpio, lleno de vida o si es, como también dice Jesús, lugar de donde procede toda clase de pecados: “Lo que sale del hombre es lo que contamina al hombre. De dentro del corazón del hombre salen los malos pensamientos, fornicación…, codicia… envidia…, calumnias… Todas esas maldades salen de dentro y contaminan al hombre” (Mc 20-23).

Quizás tiendes a aparentar lo que no eres, bueno por fuera y malo por dentro; o disimulas o escondes tu interior para que no afloren tus sentimientos torcidos o innobles; o mientes con frecuencia “para no quedar mal”; o cumples a la letra lo que la ley de Dios o de la Iglesia mandan, pero a lo mejor tu interior es frío, está enfermo y tiene poca vida.

San Agustín habla de aquellos que dicen palabras vanas, sin sentido, por aparentar lo que no tienen y gloriarse como si lo tuvieran. Dice así: “Muchos dicen fuera lo que no tienen dentro; se glorían en la cara y no en el corazón” (Serm. 65 A, 3).

Animado por la gracia, tu vida cristiana no deberá conformarse con un mero ritualismo en tu relación con Dios o con un moralismo lleno de exigencias externas pero incapaz de dar sentido a tu vida. La pureza que debes vivir es la de la recta intención en todo lo que hagas, digas o pienses. 

Es el corazón, con todas sus intenciones, deseos, ilusiones y juicios, lo que debes limpiar de egoísmo, soberbia, vanidad, autosuficiencia, envidia... Así, de un corazón limpio y recto nacerá tu comportamiento exterior que manifestará tu inte-rior (Mt 7, 16-20). 

4.    Otra acepción de esta bienaventuranza. Castidad y pureza
El limpio de corazón es el que entiende que el cuerpo es templo del Espíritu Santo, por ende lo mantiene firme en el deseo de consagrarlo al amor de Dios. La pureza o la castidad, como virtud, nos ayuda a vivir la sexualidad como verdaderos hijos de Dios, nos hace señores de nuestros deseos y pasiones, impide que nuestro comportamiento se deje llevar por el capricho o el mero placer inmediato. 

La pureza de corazón es entonces una invitación a no corromper nuestro cuerpo, como signo de que no queremos corromper nuestro corazón con aquello que limita nuestra capacidad de amar, de entregarnos, de renunciar a nuestros caprichos, de ansias de una sana libertad.

5.    Porque ellos verán a Dios
A Dios no lo podemos ver. El que habita una luz inaccesible, a quien nadie ha visto ni puede ver”, dice Pablo en su primera carta a Timoteo (6, 16). A Dios sólo se puede contemplar después de morir, porque entonces “seremos semejantes a él y lo veremos tal cual es” (1 Jn. 3, 2).

Así como no se pueden ver la luz y las cosas si no tenemos los ojos limpios, tam-poco podremos ver a Dios si no tenemos limpios y puros los ojos del espíritu o del corazón. Mantener los ojos del corazón limpios de toda impureza, lavarlos cada día, dejarnos iluminar siempre por Jesucristo, etc., es la suprema garantía de que un día, cuando Dios lo quiera, lo podremos ver.
 
Y será esta visión, “cara a cara”, de Dios la que producirá en nosotros una felicidad plena y para siempre en el cielo. De ahí el nombre de “visión beatífica”, o visión de Dios que nos hará plena y eternamente felices. Esta visión está reservada a los que han tenido limpios los ojos del corazón.

6.    El cántico nuevo
 En un comentario muy hermoso del salmo 32, san Agustín habla del cántico nuevo, y viene a decir que la vida del creyente, si es coherente con su fe, sin hi-pocresía ni falsedad, es en sí un cántico nuevo. 

En otro lugar nos dice el santo: “No cante tu voz únicamente las alabanzas de Dios, sino que tus obras concuerden con ella. Cuando cantas con la boca, callas algún tiempo; canta con la vida de modo que no calles nunca” (En. in ps. 146,2).

7.    Palabras de Agustín
“Considera lo que viene a continuación: Dichosos los limpios de cora-zón, porque ellos verán a Dios. Este es el fin de nuestro amor… Todo lo que hacemos, lo que hacemos bien, nuestros esfuerzos, nuestras laudables ansias e inmaculados deseos, se acabarán cuando lleguen a la visión de Dios. Entonces no buscaremos más. 
¿Qué puede buscar quien tiene a Dios? ¿O qué le puede bastar a quien no le basta Dios?... Prepara tu corazón para llegar a ver… Si los ojos están sanos, aquella luz producirá gozo; si no lo están, será un tormento… 
Al presente, debido a su debilidad, estos ojos son iluminados por la fe; luego, ya vigorosos, serán iluminados por la realidad misma” (Serm. 53, 6).

8.    Ora 
Ora en silencio y pide al Padre tener siempre un corazón limpio, una conciencia bien formada, coherencia en tu vida, honradez y sinceridad en lo que dices y haces, transparencia en tus sentimientos y en tus hechos, vida interior firme y sólida, convicción de que él, el Señor, habita en ti.

Dile con el salmista: “Dios mío, crea en mí un corazón puro... no me arrojes lejos de tu rostro.” (Salmo 50, 12.13). Y él te concederá lo que le pides, pues, además de ser Padre bueno, ha empeñado su palabra a través del profeta Ezequiel, que dice así:

“Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestro cuerpo el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu y haré que caminéis según mis preceptos y cumplías mis mandatos poniéndolos por obra” (Ez 36, 26-27).

Oración final    
Purifica e ilumina mi corazón, Señor, y sé para mí lugar de refugio. Tú eres mi morada; habita tú en mí, para que yo pueda habitar en ti. Si os recibo en mi corazón durante la vida, tú, después de la vida presente, me admitirás a tu pre-sencia. Amén.           
San Agustín
Tomado de: Palabras para el Camino
36, Págs 228-234
P. Teodoro Baztán Basterra

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