Aborto y dogmas religiosos
¿Prohibir el aborto es imponer un dogma religioso a la sociedad? Para algunos, parece que sí. Para otros, no. Ayuda, para contestar a la pregunta, hacer una breve reflexión sobre las relaciones que existen entre la ley y el respeto que merece cualquier vida humana.
La ley tiene una función clave para defender los derechos humanos fundamentales, por encima de los partidos políticos, de las filosofías, de las creencias religiosas de la gente, de las ambiciones, de los odios.
Por lo mismo, si alguien desea asesinar a otro, la ley se lo impide, se lo debe impedir. Un estado que admitiera el homicidio de algunos seres humanos inocentes por parte de otros sería un estado pervertido.
La prohibición del homicidio de inocentes está también presente en la moral católica, en el judaísmo, y en otras religiones. Pero el legislador que prohíbe el homicidio no impone un dogma religioso a la sociedad, sino que se limita a tutelar el derecho a la vida que todo ser humano tiene simplemente en cuanto ser humano.
¿Se puede aplicar lo anterior al tema del aborto? La respuesta es afirmativa, pues declarar el aborto como delito tiene sentido en cuanto busca defender la vida de un inocente, el hijo antes de nacer.
Ese hijo tiene un valor intrínseco, suyo, inalienable, independientemente de las creencias religiosas (o de las ideas ateas o de otro tipo) que puedan tener sus padres.
Una mirada atenta a la fecundación y al desarrollo embrionario permite reconocer que el hijo no es parte del cuerpo de la madre, ni carece de una identidad concreta, ni es un ser humano de segunda clase.
El hijo existe y se desarrolla, durante los meses de embarazo, en el seno materno y desde su propio metabolismo. En cuanto ser humano, posee una existencia que merece ser tutelada ante cualquier agresión injusta.
Es por eso que son castigadas aquellas compañías farmacéuticas que facilitan medicinas que provocan graves daños en los embriones y no han dado ninguna advertencia sobre ese peligro. Es por eso que un ginecólogo que ocasione, por impericia o por acciones inadecuadas, un grave daño a un embrión o a un feto, debe recibir un castigo proporcionado a su falta.
¿Por qué algunos piensan y piden que no sea declarado delito el causar daños mayores, orientados a matar al embrión, cuando tales daños son pedidos y buscados por la madre o por quienes la presionan, como si el eliminar al propio hijo fuera menos grave que provocar daños no mortales? ¿No es absurda una sociedad que multa o incluso castiga severamente a un ginecólogo que produce daños fetales, mientras al mismo tiempo legaliza o permite el daño irreparable del aborto?
Un Estado es justo sólo cuando garantiza los derechos para todos, nacidos o no nacidos, sanos o enfermos, hombres o mujeres. Defender la integridad física de los seres humanos no es simplemente un asunto privado ni algo que depende de las creencias religiosas de la gente. Es, más bien, el principio básico que permite garantizar los demás derechos humanos: sin vida no hay libertad, ni salud, ni relacionalidad, ni educación, ni trabajo, ni amistad.
Prohibir el aborto, por lo tanto, no es imponer ningún dogma religioso; es, más bien, un paso imprescindible para poder vivir en sociedad según el principio de la justicia. Al revés, legalizar o despenalizar el aborto es imponer el peor de los “dogmas”, el de la ideología que permite eliminar al más débil e indefenso de los seres humanos: el hijo antes de nacer.
Fernando Pascual, L.C.
AutoresCatolicos.org
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