«No perecerá el hijo de tantas lágrimas»
También por este mismo tiempo le diste otra respuesta, a lo que yo recuerdo —pues paso en silencio muchas cosas por la prisa que tengo de llegar a aquellas otras que me urgen más te confiese y otras muchas porque no las recuerdo—; diste, digo, otra respuesta a mi madre por medio de un sacerdote tuyo, cierto obispo, educado en tu Iglesia y ejercitado en tus Escrituras, a quien como ella rogase que se dignara hablar conmigo, refutar mis errores, desengañarme de mis malas doctrinas y enseñarme las buenas —hacía esto con cuantos hallaba idóneos—, negose él con mucha prudencia, a lo que he podido ver después, contestándole que estaba incapacitado para recibir ninguna enseñanza por estar muy fiero con la novedad de la herejía maniquea y por haber puesto en apuros a muchos ignorantes con algunas cuestioncillas, como ella misma le había indicado: «Dejadle estar —dijo— y rogad únicamente por él al Señor; él mismo leyendo los libros de ellos descubrirá el error y conocerá su gran impiedad». Y al mismo tiempo le contó cómo siendo él niño había sido entregado por su seducida madre a los maniqueos, llegando no sólo a leer, sino a copiar casi todos sus escritos; y cómo él mismo, sin necesidad de nadie que le arguyera ni convenciese, llegó a conocer cuán digna de desprecio era aquella secta y cómo al fin la había abandonado.
Pero, dicho esto, como no se aquietara, sino que instase con mayores ruegos y más abundantes lágrimas a que se viera conmigo y disputase sobre dicho asunto, él, cansado ya de su importunidad, le dijo: «Vete en paz, mujer; ¡así Dios te dé vida! que no es posible que perezca el hijo de tantas lágrimas,» Respuesta que ella recibió, según me recordaba muchas veces en sus coloquios conmigo, como venida del cielo.
Conf. III, XII, 21
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