El santo padre Francisco ante la ONU. Nueva York, 25 de septiembre (2)
Lo dramático de toda esta situación de exclusión e inequidad, con
sus claras consecuencias, me lleva junto a todo el pueblo cristiano y a
tantos otros a tomar conciencia también de mi grave responsabilidad al
respecto, por lo cual alzo mi voz, junto a la de todos aquellos que
anhelan soluciones urgentes y efectivas. La adopción de la Agenda 2030
para el Desarrollo Sostenible en la Cumbre mundial que iniciará hoy
mismo, es una importante señal de esperanza. Confío también que la
Conferencia de París sobre cambio climático logre acuerdos fundamentales
y eficaces.
No bastan, sin embargo, los compromisos
asumidos solemnemente, aun cuando constituyen un paso necesario para las
soluciones. La definición clásica de justicia a que aludí anteriormente
contiene como elemento esencial una voluntad constante y perpetua:
Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi. El
mundo reclama de todos los gobernantes una voluntad efectiva, práctica,
constante, de pasos concretos y medidas inmediatas, para preservar y
mejorar el ambiente natural y vencer cuanto antes el fenómeno de la
exclusión social y económica, con sus tristes consecuencias de trata de
seres humanos, comercio de órganos y tejidos humanos, explotación sexual
de niños y niñas, trabajo esclavo, incluyendo la prostitución, tráfico
de drogas y de armas, terrorismo y crimen internacional organizado. Es
tal la magnitud de estas situaciones y el grado de vidas inocentes que
va cobrando, que hemos de evitar toda tentación de caer en un
nominalismo declaracionista con efecto tranquilizador en las
conciencias. Debemos cuidar que nuestras instituciones sean realmente
efectivas en la lucha contra todos estos flagelos.
La
multiplicidad y complejidad de los problemas exige contar con
instrumentos técnicos de medida. Esto, empero, comporta un doble
peligro: limitarse al ejercicio burocrático de redactar largas
enumeraciones de buenos propósitos –metas, objetivos e indicadores
estadísticos–, o creer que una única solución teórica y apriorística
dará respuesta a todos los desafíos. No hay que perder de vista, en
ningún momento, que la acción política y económica, solo es eficaz
cuando se la entiende como una actividad prudencial, guiada por un
concepto perenne de justicia y que no pierde de vista en ningún momento
que, antes y más allá de los planes y programas, hay mujeres y hombres
concretos, iguales a los gobernantes, que viven, luchan y sufren, y que
muchas veces se ven obligados a vivir miserablemente, privados de
cualquier derecho.
Para que estos hombres y mujeres
concretos puedan escapar de la pobreza extrema, hay que permitirles ser
dignos actores de su propio destino. El desarrollo humano integral y el
pleno ejercicio de la dignidad humana no pueden ser impuestos. Deben ser
edificados y desplegados por cada uno, por cada familia, en comunión
con los demás hombres y en una justa relación con todos los círculos en
los que se desarrolla la socialidad humana –amigos, comunidades, aldeas y
municipios, escuelas, empresas y sindicatos, provincias, naciones–.
Esto supone y exige el derecho a la educación –también para las niñas,
excluidas en algunas partes–, que se asegura en primer lugar respetando y
reforzando el derecho primario de las familias a educar, y el derecho
de las Iglesias y de agrupaciones sociales a sostener y colaborar con
las familias en la formación de sus hijas e hijos. La educación, así
concebida, es la base para la realización de la Agenda 2030 y para
recuperar el ambiente.
Al mismo tiempo, los gobernantes
han de hacer todo lo posible a fin de que todos puedan tener la mínima
base material y espiritual para ejercer su dignidad y para formar y
mantener una familia, que es la célula primaria de cualquier desarrollo
social. Ese mínimo absoluto tiene en lo material tres nombres: techo,
trabajo y tierra; y un nombre en lo espiritual: libertad del espíritu,
que comprende la libertad religiosa, el derecho a la educación y los
otros derechos cívicos.
Por todo esto, la medida y el
indicador más simple y adecuado del cumplimiento de la nueva Agenda para
el desarrollo será el acceso efectivo, práctico e inmediato, para
todos, a los bienes materiales y espirituales indispensables: vivienda
propia, trabajo digno y debidamente remunerado, alimentación adecuada y
agua potable; libertad religiosa, y más en general libertad del espíritu
y educación. Al mismo tiempo, estos pilares del desarrollo humano
integral tienen un fundamento común, que es el derecho a la vida y, más
en general, lo que podríamos llamar el derecho a la existencia de la
misma naturaleza humana.
La crisis ecológica, junto con
la destrucción de buena parte de la biodiversidad, puede poner en
peligro la existencia misma de la especie humana. Las nefastas
consecuencias de un irresponsable desgobierno de la economía mundial,
guiado solo por la ambición de lucro y de poder, deben ser un llamado a
una severa reflexión sobre el hombre: «El hombre no es solamente una
libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es
espíritu y voluntad, pero también naturaleza» (Benedicto XVI, Discurso
al Parlamento Federal de Alemania, 22 septiembre 2011; citado en Laudato
si’, 6). La creación se ve perjudicada «donde nosotros mismos somos las
últimas instancias [...] El derroche de la creación comienza donde no
reconocemos ya ninguna instancia por encima de nosotros, sino que solo
nos vemos a nosotros mismos» (Id., Discurso al Clero de la Diócesis de
Bolzano-Bressanone, 6 agosto 2008; citado ibíd.). Por eso, la defensa
del ambiente y la lucha contra la exclusión exigen el reconocimiento de
una ley moral inscrita en la propia naturaleza humana, que comprende la
distinción natural entre hombre y mujer (cf. Laudato si’, 155), y el
absoluto respeto de la vida en todas sus etapas y dimensiones (cf.
ibíd., 123; 136).
Sin el reconocimiento de unos límites
éticos naturales insalvables y sin la actuación inmediata de aquellos
pilares del desarrollo humano integral, el ideal de «salvar las futuras
generaciones del flagelo de la guerra» (Carta de las Naciones Unidas,
Preámbulo) y de «promover el progreso social y un más elevado nivel de
vida en una más amplia libertad» (ibíd.) corre el riesgo de convertirse
en un espejismo inalcanzable o, peor aún, en palabras vacías que sirven
de excusa para cualquier abuso y corrupción, o para promover una
colonización ideológica a través de la imposición de modelos y estilos
de vida anómalos, extraños a la identidad de los pueblos y, en último
término, irresponsables.
La guerra es la negación de
todos los derechos y una dramática agresión al ambiente. Si se quiere un
verdadero desarrollo humano integral para todos, se debe continuar
incansablemente con la tarea de evitar la guerra entre las naciones y
entre los pueblos.
Para tal fin hay que asegurar el
imperio incontestado del derecho y el infatigable recurso a la
negociación, a los buenos oficios y al arbitraje, como propone la Carta
de las Naciones Unidas, verdadera norma jurídica fundamental. La
experiencia de los 70 años de existencia de las Naciones Unidas, en
general, y en particular la experiencia de los primeros 15 años del
tercer milenio, muestran tanto la eficacia de la plena aplicación de las
normas internacionales como la ineficacia de su incumplimiento. Si se
respeta y aplica la Carta de las Naciones Unidas con transparencia y
sinceridad, sin segundas intenciones, como un punto de referencia
obligatorio de justicia y no como un instrumento para disfrazar
intenciones espurias, se alcanzan resultados de paz. Cuando, en cambio,
se confunde la norma con un simple instrumento, para utilizar cuando
resulta favorable y para eludir cuando no lo es, se abre una verdadera
caja de Pandora de fuerzas incontrolables, que dañan gravemente las
poblaciones inermes, el ambiente cultural e incluso el ambiente
biológico.
El Preámbulo y el primer artículo de la Carta
de las Naciones Unidas indican los cimientos de la construcción jurídica
internacional: la paz, la solución pacífica de las controversias y el
desarrollo de relaciones de amistad entre las naciones. Contrasta
fuertemente con estas afirmaciones, y las niega en la práctica, la
tendencia siempre presente a la proliferación de las armas,
especialmente las de destrucción masiva como pueden ser las nucleares.
Una ética y un derecho basados en la amenaza de destrucción mutua –y
posiblemente de toda la humanidad– son contradictorios y constituyen un
fraude a toda la construcción de las Naciones Unidas, que pasarían a ser
«Naciones unidas por el miedo y la desconfianza». Hay que empeñarse por
un mundo sin armas nucleares, aplicando plenamente el Tratado de no
proliferación, en la letra y en el espíritu, hacia una total prohibición
de estos instrumentos.
El reciente acuerdo sobre la
cuestión nuclear en una región sensible de Asia y Oriente Medio es una
prueba de las posibilidades de la buena voluntad política y del derecho,
ejercitados con sinceridad, paciencia y constancia. Hago votos para que
este acuerdo sea duradero y eficaz y dé los frutos deseados con la
colaboración de todas las partes implicadas.
En ese
sentido, no faltan duras pruebas de las consecuencias negativas de las
intervenciones políticas y militares no coordinadas entre los miembros
de la comunidad internacional. Por eso, aun deseando no tener la
necesidad de hacerlo, no puedo dejar de reiterar mis repetidos
llamamientos en relación con la dolorosa situación de todo el Oriente
Medio, del norte de África y de otros países africanos, donde los
cristianos, junto con otros grupos culturales o étnicos e incluso junto
con aquella parte de los miembros de la religión mayoritaria que no
quiere dejarse envolver por el odio y la locura, han sido obligados a
ser testigos de la destrucción de sus lugares de culto, de su patrimonio
cultural y religioso, de sus casas y haberes y han sido puestos en la
disyuntiva de huir o de pagar su adhesión al bien y a la paz con la
propia vida o con la esclavitud.
Estas realidades deben
constituir un serio llamado a un examen de conciencia de los que están a
cargo de la conducción de los asuntos internacionales. No solo en los
casos de persecución religiosa o cultural, sino en cada situación de
conflicto, como en Ucrania, en Siria, en Irak, en Libia, en Sudán del
Sur y en la región de los Grandes Lagos, hay rostros concretos antes que
intereses de parte, por legítimos que sean. En las guerras y conflictos
hay seres humanos singulares, hermanos y hermanas nuestros, hombres y
mujeres, jóvenes y ancianos, niños y niñas, que lloran, sufren y mueren.
Seres humanos que se convierten en material de descarte cuando solo la
actividad consiste en enumerar problemas, estrategias y discusiones.
Como pedía al Secretario General de las Naciones Unidas en mi carta del
9 de agosto de 2014, «la más elemental comprensión de la dignidad
humana [obliga] a la comunidad internacional, en particular a través de
las normas y los mecanismos del derecho internacional, a hacer todo lo
posible para detener y prevenir ulteriores violencias sistemáticas
contra las minorías étnicas y religiosas» y para proteger a las
poblaciones inocentes.
En esta misma línea quisiera hacer
mención a otro tipo de conflictividad no siempre tan explicitada pero
que silenciosamente viene cobrando la muerte de millones de personas.
Otra clase de guerra viven muchas de nuestras sociedades con el fenómeno
del narcotráfico. Una guerra «asumida» y pobremente combatida. El
narcotráfico por su propia dinámica va acompañado de la trata de
personas, del lavado de activos, del tráfico de armas, de la explotación
infantil y de otras formas de corrupción. Corrupción que ha penetrado
los distintos niveles de la vida social, política, militar, artística y
religiosa, generando, en muchos casos, una estructura paralela que pone
en riesgo la credibilidad de nuestras instituciones.
Comencé esta intervención recordando las visitas de mis predecesores.
Quisiera ahora que mis palabras fueran especialmente como una
continuación de las palabras finales del discurso de Pablo VI,
pronunciado hace casi exactamente 50 años, pero de valor perenne: «Ha
llegado la hora en que se impone una pausa, un momento de recogimiento,
de reflexión, casi de oración: volver a pensar en nuestro común origen,
en nuestra historia, en nuestro destino común. Nunca, como hoy, [...] ha
sido tan necesaria la conciencia moral del hombre, porque el peligro no
viene ni del progreso ni de la ciencia, que, bien utilizados, podrán
[...] resolver muchos de los graves problemas que afligen a la
humanidad» (Discurso a los Representantes de los Estados, 4 de octubre
de 1965). Entre otras cosas, sin duda, la genialidad humana, bien
aplicada, ayudará a resolver los graves desafíos de la degradación
ecológica y de la exclusión. Continúo con Pablo VI: «El verdadero
peligro está en el hombre, que dispone de instrumentos cada vez más
poderosos, capaces de llevar tanto a la ruina como a las más altas
conquistas» (ibíd.).
La casa común de todos los hombres
debe continuar levantándose sobre una recta comprensión de la
fraternidad universal y sobre el respeto de la sacralidad de cada vida
humana, de cada hombre y cada mujer; de los pobres, de los ancianos, de
los niños, de los enfermos, de los no nacidos, de los desocupados, de
los abandonados, de los que se juzgan descartables porque no se los
considera más que números de una u otra estadística. La casa común de
todos los hombres debe también edificarse sobre la comprensión de una
cierta sacralidad de la naturaleza creada.
Tal
comprensión y respeto exigen un grado superior de sabiduría, que acepte
la trascendencia, renuncie a la construcción de una elite omnipotente, y
comprenda que el sentido pleno de la vida singular y colectiva se da en
el servicio abnegado de los demás y en el uso prudente y respetuoso de
la creación para el bien común. Repitiendo las palabras de Pablo VI, «el
edificio de la civilización moderna debe levantarse sobre principios
espirituales, los únicos capaces no sólo de sostenerlo, sino también de
iluminarlo» (ibíd.).
El gaucho Martín Fierro, un clásico
de la literatura en mi tierra natal, canta: «Los hermanos sean unidos
porque esa es la ley primera. Tengan unión verdadera en cualquier tiempo
que sea, porque si entre ellos pelean, los devoran los de afuera».
El mundo contemporáneo, aparentemente conexo, experimenta una creciente
y sostenida fragmentación social que pone en riesgo «todo fundamento de
la vida social» y por lo tanto «termina por enfrentarnos unos con otros
para preservar los propios intereses» (Laudato si’, 229).
El tiempo presente nos invita a privilegiar acciones que generen
dinamismos nuevos en la sociedad hasta que fructifiquen en importantes y
positivos acontecimientos históricos (cf. Evangelii gaudium, 223). No
podemos permitirnos postergar «algunas agendas» para el futuro. El
futuro nos pide decisiones críticas y globales de cara a los conflictos
mundiales que aumentan el número de excluidos y necesitados.
La laudable construcción jurídica internacional de la Organización de
las Naciones Unidas y de todas sus realizaciones, perfeccionable como
cualquier otra obra humana y, al mismo tiempo, necesaria, puede ser
prenda de un futuro seguro y feliz para las generaciones futuras. Lo
será si los representantes de los Estados sabrán dejar de lado intereses
sectoriales e ideologías, y buscar sinceramente el servicio del bien
común. Pido a Dios Todopoderoso que así sea, y les aseguro mi apoyo, mi
oración y el apoyo y las oraciones de todos los fieles de la Iglesia
Católica, para que esta Institución, todos sus Estados miembros y cada
uno de sus funcionarios, rinda siempre un servicio eficaz a la
humanidad, un servicio respetuoso de la diversidad y que sepa potenciar,
para el bien común, lo mejor de cada pueblo y de cada ciudadano.
La bendición del Altísimo, la paz y la prosperidad para todos ustedes y para todos sus pueblos. Gracias.
Fuente: Fluvium.org.
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