viernes, abril 24, 2015

La Conversión de San Agustín



La explosión de la crisis

Entonces estando en aquella gran contienda de mi casa interior, que yo mismo había excitado fuertemente en mi alma, en lo más secreto de ella, en mi corazón, turbado así en el espíritu como en el rostro, dirigiéndome a Alipio exclamé: ¿Qué es lo que nos pasa? ¿Qué es esto que has oído? Se levantan los indoctos y arrebatan el cielo, y nosotros, con todo nuestro saber, faltos de corazón, ved que nos revolcamos en la carne y en la sangre. ¿Acaso nos da vergüenza seguirles por habernos precedido y no nos la da siquiera el no seguirles? Dije no sé qué otras cosas y me arrebató de su lado mi congoja, mirándome él atónito en silencio. Porque no hablaba yo como de ordinario, y mucho más que las palabras que profería declaraban el estado de mi alma la frente, las mejillas, los ojos, el color y el tono de la voz.

Tenía nuestra hospedería un huertecillo, del cual usábamos nosotros, así como de lo restante de la casa, por no habitarla el huésped dueño de la misma. Allí me había llevado la tormenta de mi corazón, para que nadie estorbase el acalorado combate que había entablado yo conmigo mismo, hasta que se resolviese la cosa del modo que tú sabías y yo ignoraba; pero yo no hacía más que ensañarme saludablemente y morir vitalmente, conocedor de lo malo que yo estaba, pero desconocedor de lo bueno que de allí a poco iba a estar.
Me retiré, pues, al huerto, y Alipio, siguió mis pasos; y aunque él estuviese presente, no me encontraba yo menos solo. Y ¿cuándo estando yo así afectado me hubiera él abandonado? Nos sentamos lo más alejados que pudimos de los edificios. Yo bramaba en espíritu, indignándome con una turbulentísima indignación porque no iba a un acuerdo y pacto contigo (Ez 16,8), ¡oh Dios mío!, a lo que me gritaban todos mis huesos que debía ir, ensalzándolo con alabanzas hasta el cielo, para lo que no era necesario ir con naves, ni cuadrigas, ni con pies, aunque fuera tan corto el espacio como el que distaba de la casa el lugar donde nos habíamos sentado; porque no sólo el ir, pero el mismo llegar allí, no consistía en otra cosa que en querer ir, pero fuerte y plenamente, no a medias, inclinándose ya aquí, ya allí, siempre agitado, luchando la parte que se levantaba contra la otra parte que caía….

Pero, apenas una alta consideración sacó del profundo de su secreto y amontonó toda mi miseria a la vista de mi corazón, estalló en mi alma una tormenta enorme, que encerraba en sí copiosa lluvia de lágrimas. Y para descargarla toda con sus truenos correspondientes, me levanté de junto Alipio —pues me pareció que para llorar era más a propósito la soledad— y me retiré lo más remotamente que pude, para que su presencia no me fuese estorbo. Tal era el estado en que me hallaba, del cual se dio él cuenta, pues no sé qué fue lo que dije al levantarme, que ya el tono de mi voz parecía cargado de lágrimas.

Permaneció él en el lugar en que estábamos sentados sumamente estupefacto; mas yo, tirándome debajo de una higuera, no sé cómo, solté la rienda a las lágrimas, brotando dos ríos de mis ojos, sacrificio tuyo aceptable. Y aunque no con estas palabras, pero sí con el mismo sentido, te dije muchas cosas como éstas: ¡Y tú, Señor, hasta cuándo! (Sal 6,4)  ¡Hasta cuándo, Señor, has de estar irritado! No te acuerdes más de nuestras maldades pasadas (Sal 78,5). Me sentía aún cautivo de ellas y lanzaba voces lastimeras: «¿Hasta cuándo, hasta cuándo, ¡mañana!, ¡mañana! (cras et cras)? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no poner fin a mis torpezas ahora mismo?».

Decía estas cosas y lloraba con muy dolorosa contrición de mi corazón. Pero he aquí que oigo de la casa vecina una voz, como de niño o niña, que decía cantando y repetía muchas veces: «Toma y lee, toma y lee» (tolle lege, tolle lege).

De repente, cambiando de semblante, me puse con toda la atención a considerar si por ventura había alguna especie de juego en que los niños acostumbrasen a cantar algo parecido, pero no recordaba haber oído jamás cosa semejante; y así, reprimiendo el ímpetu de las lágrimas, me levanté, interpretando esto como una orden divina de que abriese el códice y leyese el primer capítulo donde topase.

Porque había oído decir de Antonio que, advertido por una lectura del Evangelio, a la cual había llegado por casualidad, y tomando como dicho para sí lo que se leía: Vete, vende todas las cosas que tienes, dalas a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, y después ven y sígueme (Mt 19,21), se había la punto convertido a ti con tal oráculo.

Así que, apresurado, volví al lugar donde estaba sentado Alipio y yo había dejado el códice del Apóstol al levantarme de allí. Lo tomé, lo abrí y leí en silencio el primer capítulo que se me vino a los ojos, que decía: No en comilonas y embriagueces, no en lechos y en liviandades, no en contiendas y emulaciones sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no cuidéis de la carne con demasiados deseos (Rm 13,13).

No quise leer más, ni era necesario tampoco, pues al punto que di fin a la sentencia, como si se hubiera infiltrado en mi corazón una luz de seguridad, se disiparon todas las tinieblas de mis dudas.
30. Entonces, registrando el códice con el dedo o con no sé qué otra señal, lo cerré, y con rostro ya tranquilo conté a Alipio lo sucedido, quien a su vez me indicó lo que estaba pasando por él, y que yo ignoraba. Pidió ver lo que había leído; se lo mostré, y puso atención en lo que seguía a aquello que yo había leído y yo no conocía. Seguía así: Recibid al débil en la fe (Rm 14,1), lo cual se aplicó él a sí mismo y me lo comunicó. Y fortificado con tal admonición y sin ninguna turbulenta vacilación, se abrazó con aquella determinación y santo propósito, tan conforme con sus costumbres, en las que ya de antiguo distaba ventajosamente tanto de mí.

Después entramos a ver a mi madre, indicándoselo, y se llenó de gozo; le contamos el modo como había sucedido, y saltaba de alegría y cantaba victoria, por lo cual te bendecía a ti, que eres poderoso para darnos más de lo que pedimos o entendemos (Ef 3,20), porque veía que le habías concedido, respecto de mí, mucho más de lo que constantemente te pedía con sollozos y lágrimas piadosas.

Porque de tal modo me convertiste a ti (Sal 50,15) que ya no apetecía esposa ni abrigaba esperanza alguna de este mundo, estando ya en aquella regla de fe sobre la que hacía tantos años me habías mostrado a mi madre. Y así convertiste su llanto en gozo (Sal 29, 12), mucho más fecundo de lo que ella había apetecido y mucho más caro y casto que el que podía esperar de los nietos que le diera mi carne.
 Conf. VIII, 19. 28-30

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