La Conversión de San Agustín
La
explosión de la crisis
Entonces estando en aquella gran
contienda de mi casa interior, que yo mismo había excitado fuertemente en mi
alma, en lo más secreto de ella, en mi corazón, turbado así en el espíritu como
en el rostro, dirigiéndome a Alipio exclamé: ¿Qué es lo que nos pasa? ¿Qué es
esto que has oído? Se levantan los indoctos y arrebatan el cielo, y nosotros,
con todo nuestro saber, faltos de corazón, ved que nos revolcamos en la carne y
en la sangre. ¿Acaso nos da vergüenza seguirles por habernos precedido y no nos
la da siquiera el no seguirles? Dije no sé qué otras cosas y me arrebató
de su lado mi congoja, mirándome él atónito en silencio. Porque no hablaba yo
como de ordinario, y mucho más que las palabras que profería declaraban el
estado de mi alma la frente, las mejillas, los ojos, el color y el tono de la
voz.
Tenía nuestra hospedería un huertecillo,
del cual usábamos nosotros, así como de lo restante de la casa, por no
habitarla el huésped dueño de la misma. Allí me había llevado la tormenta de mi
corazón, para que nadie estorbase el acalorado combate que había entablado yo
conmigo mismo, hasta que se resolviese la cosa del modo que tú sabías y yo
ignoraba; pero yo no hacía más que ensañarme saludablemente y morir vitalmente,
conocedor de lo malo que yo estaba, pero desconocedor de lo bueno que de allí a
poco iba a estar.
Me retiré, pues, al huerto, y Alipio,
siguió mis pasos; y aunque él estuviese presente, no me encontraba yo menos
solo. Y ¿cuándo estando yo así afectado me hubiera él abandonado? Nos sentamos
lo más alejados que pudimos de los edificios. Yo bramaba en espíritu,
indignándome con una turbulentísima indignación porque no iba a un acuerdo y
pacto contigo (Ez 16,8), ¡oh Dios mío!, a lo que me gritaban todos mis huesos
que debía ir, ensalzándolo con alabanzas hasta el cielo, para lo que no era
necesario ir con naves, ni cuadrigas, ni con pies, aunque fuera tan corto el
espacio como el que distaba de la casa el lugar donde nos habíamos sentado;
porque no sólo el ir, pero el mismo llegar allí, no consistía en otra cosa que
en querer ir, pero fuerte y plenamente, no a medias, inclinándose ya aquí, ya
allí, siempre agitado, luchando la parte que se levantaba contra la otra parte
que caía….
Pero, apenas una alta consideración
sacó del profundo de su secreto y amontonó toda mi miseria a la vista de mi
corazón, estalló en mi alma una tormenta enorme, que encerraba en sí copiosa
lluvia de lágrimas. Y para descargarla toda con sus truenos correspondientes,
me levanté de junto Alipio —pues me pareció que para llorar era más a propósito
la soledad— y me retiré lo más remotamente que pude, para que su presencia no
me fuese estorbo. Tal era el estado en que me hallaba, del cual se dio él
cuenta, pues no sé qué fue lo que dije al levantarme, que ya el tono de mi voz
parecía cargado de lágrimas.
Permaneció él en el lugar en que
estábamos sentados sumamente estupefacto; mas yo, tirándome debajo de una
higuera, no sé cómo, solté la rienda a las lágrimas, brotando dos ríos de mis
ojos, sacrificio tuyo aceptable. Y aunque no con estas palabras, pero sí con el
mismo sentido, te dije muchas cosas como éstas: ¡Y tú, Señor, hasta cuándo! (Sal
6,4) ¡Hasta cuándo, Señor, has de estar
irritado! No te acuerdes más de nuestras maldades pasadas (Sal 78,5). Me sentía
aún cautivo de ellas y lanzaba voces lastimeras: «¿Hasta cuándo, hasta cuándo,
¡mañana!, ¡mañana! (cras et cras)? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no poner fin a mis
torpezas ahora mismo?».
Decía estas cosas y lloraba con muy
dolorosa contrición de mi corazón. Pero he aquí que oigo de la casa vecina una
voz, como de niño o niña, que decía cantando y repetía muchas veces: «Toma y
lee, toma y lee» (tolle lege, tolle lege).
De repente, cambiando de semblante, me
puse con toda la atención a considerar si por ventura había alguna especie de
juego en que los niños acostumbrasen a cantar algo parecido, pero no recordaba
haber oído jamás cosa semejante; y así, reprimiendo el ímpetu de las lágrimas,
me levanté, interpretando esto como una orden divina de que abriese el códice y
leyese el primer capítulo donde topase.
Porque había oído decir de Antonio que,
advertido por una lectura del Evangelio, a la cual había llegado por
casualidad, y tomando como dicho para sí lo que se leía: Vete, vende todas las
cosas que tienes, dalas a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, y
después ven y sígueme (Mt 19,21), se había la punto convertido a ti con tal
oráculo.
Así que, apresurado, volví al lugar
donde estaba sentado Alipio y yo había dejado el códice del Apóstol al
levantarme de allí. Lo tomé, lo abrí y leí en silencio el primer capítulo que
se me vino a los ojos, que decía: No en comilonas y embriagueces, no en lechos
y en liviandades, no en contiendas y emulaciones sino revestíos de nuestro Señor
Jesucristo y no cuidéis de la carne con demasiados deseos (Rm 13,13).
No quise leer más, ni era necesario
tampoco, pues al punto que di fin a la sentencia, como si se hubiera infiltrado
en mi corazón una luz de seguridad, se disiparon todas las tinieblas de mis
dudas.
30. Entonces, registrando el códice con
el dedo o con no sé qué otra señal, lo cerré, y con rostro ya tranquilo conté a
Alipio lo sucedido, quien a su vez me indicó lo que estaba pasando por él, y
que yo ignoraba. Pidió ver lo que había leído; se lo mostré, y puso atención en
lo que seguía a aquello que yo había leído y yo no conocía. Seguía así: Recibid
al débil en la fe (Rm 14,1), lo cual se aplicó él a sí mismo y me lo comunicó.
Y fortificado con tal admonición y sin ninguna turbulenta vacilación, se abrazó
con aquella determinación y santo propósito, tan conforme con sus costumbres,
en las que ya de antiguo distaba ventajosamente tanto de mí.
Después entramos a ver a mi madre,
indicándoselo, y se llenó de gozo; le contamos el modo como había sucedido, y
saltaba de alegría y cantaba victoria, por lo cual te bendecía a ti, que eres
poderoso para darnos más de lo que pedimos o entendemos (Ef 3,20), porque veía
que le habías concedido, respecto de mí, mucho más de lo que constantemente te
pedía con sollozos y lágrimas piadosas.
Porque de tal modo me convertiste a ti (Sal
50,15) que ya no apetecía esposa ni abrigaba esperanza alguna de este mundo,
estando ya en aquella regla de fe sobre la que hacía tantos años me habías
mostrado a mi madre. Y así convertiste su llanto en gozo (Sal 29, 12), mucho
más fecundo de lo que ella había apetecido y mucho más caro y casto que el que
podía esperar de los nietos que le diera mi carne.
Conf. VIII, 19. 28-30
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