Lograr reconocer a Dios en el rostro del necesitado
Ante la multitud reunida en la plaza de San Pedro, el papa Francisco antes de rezar la oración del ángelus dirigió las siguientes palabras.
Ciudad del Vaticano, 26 de octubre de 2014.
"Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy nos recuerda que toda la Ley divina se resume en el amor a Dios y al prójimo. El evangelista Mateo, cuenta que algunos fariseos se pusieron de acuerdo para poner a Jesús a una prueba. Uno de ellos, un doctor de la Ley le dirigió esta pregunta: '¿Maestro, en la Ley cual es el gran mandamiento?'. Jesús citando el Libro del Deuteronomio respondió: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el grande y primer mandamiento'.
Y podría haberse detenido aquí. En cambio Jesús añade algo que no había sido solicitado por el doctor de la ley: Dice de hecho: 'El segundo, después, es similar a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo'. Tampoco este segundo mandamiento es inventado por Jesús, pero lo toma del Libro del Levítico. La novedad consiste justamente en poner juntos estos dos mandamientos --el amor de Dios y el amor por el prójimo-- revelando que estos son inseparables y complementarios, son dos caras de una misma medalla. No se puede amar a Dios sin amar al prójimo, y no se puede amar al prójimo sin amar a Dios.
El papa Benedicto nos ha dejado un hermoso comentario sobre esto en su primera encíclica Deus Caritas Est.
De hecho el signo visible que el cristiano puede mostrar para dar testimonio al mundo y a los otros y a su familia, es el amor de Dios y el amor a los hermanos. El mandamiento del amor a Dios y al prójimo es el primero, no porque está encima de la lista de los mandamientos. Jesús no lo pone encima, pero en el centro, porque del corazón todo tiene que partir y al cual todo tiene que retornar y hacer referencia.
Ya en el Antiguo Testamento, la exigencia de ser santos, a imagen de Dios que es santo, incluía también el deber de tomarse cuidado de las personas más débiles, como el extranjero, el huérfano, la viuda. Jesús lleva a cumplimiento esta ley de alianza, Él que une en sí, en su carne, la divinidad y la humanidad, en un mismo misterio de amor.
Así, a la luz de esta palabra de Jesús, el amor es la medida de la fe, y la fe es el alma del amor. No podemos separar más la vida religiosa, la vida de piedad del servicio a los hermanos, a aquellos hermanos concretos que encontramos.
No podemos más dividir la oración y el encuentro con Dios en los sacramentos, de escuchar al otro, de la proximidad a su vida, especialmente de sus heridas. Acuérdense de esto: el amor es la medida de la fe. ¿Cuánto me amas tu? Y cada uno se de la respuesta. ¿Cómo es tu fe? Mi fe es como yo amo. Y la fe es el alma del amor.
En medio a la densa selva de preceptos y prescripciones --a los legalismos de hoy-- Jesús opera una división que permite de ver dos rostros: el rostro del Padre y el del hermano. No entrega dos fórmulas o dos preceptos: no son preceptos ni fórmulas. Nos entrega dos rostros, más aún, un sólo rostro, el de Dios que se refleja en tantos rostros, porque en el rostro de cada hermano, especialmente en el más pequeño, frágil, indefenso y necesitado, está presente la imagen misma de Dios.
Y deberíamos preguntarnos, cuando encontramos a uno de estos hermanos si estamos en condición de reconocer en él el rostro de ¿Dios: somos capaces de esto?
De este modo Jesús ofrece a cada hombre el criterio fundamental sobre el cual impostar la propia vida. Pero sobretodo Él que nos ha donado el Espíritu Santo, que nos permite amar a Dios y al prójimo como a Él.
Por intercesión de María nuestra Madre, abrámonos para recibir este don del amor, para caminar siempre en esta ley de los dos rostros que son uno sólo: la ley del amor”.
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Texto completo de la audiencia general del miércoles 29 de octubre
Francisco ha hablado de la realidad visible y la espiritual de la Iglesia. Todos los cristianos debemos dar ejemplo y no convertirnos en motivo de escándalo.
Ciudad del Vaticano, 29 de octubre de 2014.
En Él solo la esperanza
Jorge M. Bergoglio
Francisco, nuevo Papa
Javier Fernández Malumbres
De Benedicto a Francisco. El cónclave del cambio
Paloma Gómez Borrero
Mente abierta corazón creyente
Jorge M. Bergoglio
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En las catequesis precedentes hemos podido evidenciar cómo la Iglesia tiene una naturaleza espiritual: es el cuerpo de Cristo edificado en el Espíritu Santo. Cuando nos referimos a la Iglesia, sin embargo, el pensamiento va inmediatamente a nuestras comunidades, a nuestras parroquias, a nuestras diócesis, a las estructuras donde solemos reunirnos y, obviamente, también a los componentes y a las figuras más institucionales que la guían, que la gobiernan. Es esta la realidad visible de la Iglesia. Debemos preguntarnos entonces, ¿se trata de dos cosas diferentes o de la única Iglesia? Y, si es siempre una única Iglesia, ¿cómo podemos entender la relación entre su realidad visible y la espiritual?
Sobre todo, cuando hablamos de la realidad visible --hemos dicho que hay dos, una realidad visible de la Iglesia que se ve y una espiritual--, cuando hablamos de la realidad visible de la Iglesia no debemos pensar solo en el Papa, los obispos, sacerdotes, monjas, personas consagradas. La realidad visible de la Iglesia está formada por muchos hermanos y hermanas que en el mundo creen, esperan, aman.
Pero muchas veces oíamos decir ‘pero la Iglesia no hace esto, la Iglesia no hace esto otro’. Pero dime ¿quién es la Iglesia? Son los sacerdotes, los obispos, el Papa. Pero, la Iglesia somos todos. Todos nosotros, todos los bautizados somos Iglesia. La Iglesia de Jesús.
De todos los que siguen a Jesús y que, en su nombre se hacen cercanos a los últimos y a los que sufren, tratando ofrecer un poco de alivio, de consuelo y de paz. Todos, todos los que hacen lo que el Señor nos ha mandado, son Iglesia. Comprendemos, entonces, que también la realidad visible de la Iglesia no se puede medir, no se puede conocer en toda su plenitud: ¿cómo se hace para conocer todo el bien que se hace? Tantas obras de amor, tantas fidelidades en las familias, tanto trabajo para educar a los hijos, para llevarlos adelante, para transmitir la fe, tanto sufrimiento en los enfermos que ofrecen sus sufrimientos al Señor… Pero esto no se puede medir, y es muy grande, es muy grande.
¿Cómo se hace para conocer todas las maravillas que, a través de nosotros, Cristo consigue obrar en el corazón y en la vida de cada persona. Mirad: también la realidad visible de la Iglesia va más allá de nuestro control, va más allá de nuestras fuerzas, y es una realidad misteriosa, porque viene de Dios.
Para comprender la relación, en la Iglesia, la relación entre su realidad visible y la espiritual, no hay otro camino que mirar a Cristo, del cual la Iglesia constituye el cuerpo y del cual es generada, en un hecho de infinito amor. También en Cristo, de hecho, por la fuerza del misterio de la Encarnación, reconocemos una naturaleza humana y una naturaleza divina, unidas en la misma persona de forma admirable e indisoluble. Esto vale de forma análoga también para la Iglesia. Y como en Cristo la naturaleza humana favorece plenamente a la divina y se pone a su servicio, en función del cumplimiento de la salvación, así sucede, en la Iglesia, por su realidad visible, en lo relacionado con lo espiritual. También la Iglesia, por tanto, es un misterio, en el cual lo que no se ve es más importante que lo que se ve, y puede ser reconocido sólo con los ojos de la fe.
En el caso de la Iglesia, sin embargo, debemos preguntarnos: ¿cómo la realidad visible puede ponerse al servicio de la espiritual? Una vez más, podemos comprenderlo mirando a Cristo. Cristo es el modelo, en modelo de la Iglesia que es su cuerpo. Es el modelo de todos los cristianos, de todos nosotros. Mirando a Cristo no se equivoca, no se equivoca.
En el Evangelio de Lucas se cuenta como Jesús, en su regreso a Nazaret --lo hemos escuchado-- donde había crecido, entró en la sinagoga y leyó, refiriéndose a sí mismo, el paso del profeta Isaías donde está escrito: 'El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. El me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor'. He aquí como Cristo se ha servido de su humanidad –-porque era hombre también-- para anunciar y realizar el diseño divino de redención y de salvación, porque era Dios, así debe ser también para la Iglesia. A través de su realidad visible, todo lo que se ve, los sacramentos, el testimonio de todos nosotros cristianos. La Iglesia está llamada cada día a hacerse cercana y todo hombre, comenzando por el pobre, por el que sufre y por quien es marginado, para continuar haciendo sentir sobre todos la mirada compasiva y misericordiosa de Jesús.
Queridos hermanos y hermanas, a menudo como la Iglesia experimentamos nuestra fragilidad y nuestros límites. Todos lo somos, todos tenemos. Todos somos pecadores, todos ¿eh? Ninguno puede decir ‘yo no soy pecador’. Pero si alguno de nosotros se siente capaz de decir que no es pecador, que levante la mano. Veremos cuántos. No se puede. Todos lo somos. Y esta fragilidad, estos límites, estos pecados nuestros es justo que provoque en nosotros una profunda tristeza, sobre todo cuando damos mal ejemplo y nos damos cuenta de convertirnos en motivo de escándalo. Cuántas veces hemos oído en el barrio: ‘Esa persona de ahí está siempre en la Iglesia pero habla mal de todos’. ¡Pero qué mal ejemplo! Hablar mal del otro, esto no es cristiano, es un mal ejemplo y es un pecado. Y así, nosotros damos un mal ejemplo. Pero si este o esta es cristiano, yo me hago ateo, ¿eh? Porque nuestro testimonio es la que hace entender qué es ser cristiano. Pidamos no ser motivo de escándalo.
Pidamos el don de la fe, para que podamos comprender como, a pesar de nuestra pequeñez y nuestra pobreza, el Señor nos ha hecho realmente instrumento de gracia y signo visible de su amor por toda la humanidad.
Podemos convertirnos en motivo de escándalo, sí. Pero también podemos intentar dar testimonio, ser testigos que con nuestra vida digamos así Jesús quiere que nosotros lo hagamos.
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