CONMEMORACIÓN de los FIELES DIFUNTOS
Puede que sorprenda un poco el comienzo de la reflexión en este domingo: cada etapa de la vida se compone de dos tiempos esenciales. En primer lugar, el tiempo de la renuncia al camino de la muerte que se ha descubierto y, por otro lado, el encuentro de una salida de vida, la elección de dar un paso hacia la vida. Son elecciones que se refieren a un problema concreto aunque algunos pueden vivir ya en ese momento una elección definitiva de la vida y otros lo harán durante algún tiempo en elecciones puntuales y entrarán más tarde, por la gracia de Cristo resucitado, en la elección definitiva de la vida.
En nuestra vida siempre hay un antes y un después. Y, siempre, en su providencia, Dios: “la gente insensata pensaba que morían, consideraba su tránsito como una desgracia, y su partida de entre nosotros como una destrucción; pero ellos están en paz” (Sabiduría 3, 2). Y esto nos lleva a pensar que a veces las emociones se nombran con claridad, se sacan a la luz, pero no se consigue calmarlas. Se vive con la impresión de estar inundado, sumergido por un dolor, una violencia, una angustia probablemente destructivos como un veneno que se extiende por todo el ser. Y ¿qué ocurre? Que muchos dan vueltas al problema, buscando una salida hacia la vida.
Presentemos ante nosotros tres evidencias: “Dios no hizo la muerte ni se alegra con la destrucción de los vivientes” (Sabiduría 1, 13); “pero fue con la esperanza de que la creación misma se vería liberada de la esclavitud de la corrupción para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios” (Romanos 8, 20 ) y “esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y crea en él tenga vida eterna” (Juan 6, 40 ). El lenguaje de Dios, siempre amor y misericordia, contrasta mucho con nuestra dureza: nos creemos medio omnipotentes y resulta que luego caemos en un letargo, entre miedo y contrariedad, que nos convertimos como niños miedosos ante la sombra de un gigante que, pensamos, es la muerte.
El lenguaje de la Palabra, y precisamente en la conmemoración de los fieles difuntos, es un canto a la esperanza. Por supuesto que no lo entendemos ni lo vivimos así pero no es cuestión de duda sino que no queremos que esa realidad llegue a nosotros y, por ello, somos capaces de escapar a cualquier atisbo en el que podamos creer que es algo cercano a nosotros. Desde luego, sin fe, no es posible dar sentido a la vida, caminar hacia la muerte, abrir el corazón a la presencia de Dios, a la visita de Cristo, a la luz del Espíritu, que están presentes en la vida.
Tememos la muerte y no tememos una vida en la que faltan la verdad y el amor; asistimos a la muerte de los demás y escapamos con rapidez para no quede en nosotros ningún rastro ¿Miedo o mentira? Es importante en todo momento mirar de cerca la muerte ya que esto debe llevarnos a examinar cómo vivimos y qué renuncias son necesarias para una liberación interna y externa. El camino de la existencia y, siempre desde la fe, no termina: “la gente pensaba que ellos cumplían una pena, pero ellos esperaban de lleno la inmortalidad” (Sabiduría 3, 4).
La conmemoración de los fieles difuntos nos lleva a ser consecuentes en la fe y en la expresión de la misma: hace falta siempre un examen de conciencia sobre nuestros comportamientos para que no exista nunca una ruptura entre el ser humano y Dios. Somos sus criaturas, sus hijos, tenemos una misión en el mundo y en la historia. Y, si nos situamos con la mirada en la eternidad, el rumbo de nuestro camino terreno encontrará siempre la Luz que “ilumina a todo hombre que ha venido a este mundo”. De ahí que el hombre y la mujer tienen la responsabilidad de discernir entre lo que está bien y lo que está mal, lo que lleva a la vida o a la muerte. Lo prohibido es querer acceder a un conocimiento que les haga ambicionar la divinidad, a querer ser dios sin Dios, a situarse en el centro de la vida, al comienzo de la vida, en la fuente de la vida. La misma criatura queda envuelta en tinieblas cuando Dios queda olvidado.
Por el contrario “los que confían en él (Señor) comprenderán la, verdad, los fieles a su amor seguirán a su lado; porque quiere a sus devotos, se apiada a ellos y mira por sus elegidos” (Sabiduria 3, 9). La Sabiduría afirma que el hombre, por lo menos el justo, es inmortal y que, después de la muerte del cuerpo, le espera una vida de comunión y felicidad junto a Dios desde esta vida, puesto que las persecuciones y tribulaciones están providencialmente ordenadas a fortalecer sus virtudes y hacerles merecer una mayor gloria.
En el texto de Pablo a los Romanos se plantea que la actual situación del cristiano es de “tensión”; por una parte, la vieja vinculación con el pecado hace de él un “cadáver”, un ser lanzado a la muerte pero, por lo que tiene ya de de espíritu, es vida, está “proyectado a la vida por razón del juicio favorable divino”. Una de las prerrogativas del hombre-espíritu es que no ha recibido un espíritu de esclavitud sino de filiación; por lo tanto es heredero de Dios compartiendo esta herencia –como la filiación divina- con el propio Cristo, el Hijo de Dios. Esta herencia se refiere, como siempre en Pablo, a algo concreto y tangible: “seremos también glorificados con Cristo”.
El “que me ha enviado”, dice Jesús, es mi Padre” precisando la relación que hay entre Dios y Jesús. Su misión no es la de un subordinado ni se ejecuta por una obediencia a una orden, sino que es expresión de una comunidad de ser y de un vínculo de amor. Ver en el hombre Jesús al Hijo de Dios significa la capacidad del hombre de ser hijo de Dios. El hombre, nosotros, acepta la posibilidad que Dios ha puesto en él, el verdadero horizonte de su ser. Al reconocimiento sigue la adhesión personal a Jesús, que comunica la vida plena y definitiva cuya culminación es la misma resurrección. El mensaje del evangelio de hoy tiene para nosotros la experiencia del amor infinito derramado en nosotros.
San Agustín nos enseña: Y al que venga a mí no lo echaré fuera. No he descendido del cielo para hacer mi voluntad sino la de quien me ha enviado. Así, pues, ¿no echarás fuera el que venga a ti por el hecho de que no has venido a hacer tu voluntad sino la de quien te ha enviado? Gran misterio. Llamemos juntos, os lo suplico; ¡ojala llegue hasta nosotros algo que nos nutra en la medida conforme al deleite que nos ha producido! Grande y dulce intimidad: Quien venga a mí. Duplica tu atención y pesa las palabras: A quien venga a mí no lo echaré fuera. ¿Por qué? Porque no descendí del cielo para hacer mi voluntad sino la de quien me ha enviado. ¿Es ese el motivo? Ése es. ¿Por qué lo preguntamos, si él mismo lo ha dicho? No nos está permitido sospechar cosa distinta de lo dicho: A quien venga a mí no lo echaré fuera. Y como si preguntaras por qué, sigue: Porque no he venido a hacer mi voluntad, sino la de quien me ha enviado (Comentario al evangelio según san Juan 25, 15- 16).
P. Imanol Larrínada.
0 comentarios:
Publicar un comentario