Domingo XX del Tiempo Ordinario A- REFLEXIONES
Salmo 66
Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben.
El Señor tenga piedad y nos bendiga,
ilumine su rostro sobre nosotros;
conozca, la tierra tus caminos,
todos los pueblos tu salvación.
Que canten de alegría las naciones,
porque riges el mundo con justicia,
riges los pueblos con rectitud
y gobiernas las naciones de la tierra.
Oh Dios, que te alaben los pueblos,
que todos los pueblos te alaben.
Que Dios nos bendiga;
que le teman hasta los confines del orbe.
LA PLEGARIA DEL MISIONERO
Esa es mi plegaria, Señor. Sencilla y directa en tu presencia y en medio de la gente con quien vivo.
Bendíceme, para que los que me conocen vean tu mano en mí.
Hazme feliz, para que al verme feliz se acerquen a mí todos los que buscan la felicidad y te encuentren a ti, que eres la causa de mi felicidad.
Muestra tu poder y tu amor en mi vida, para que los que la vean de cerca puedan verte a ti y alabarte a ti en mí.
Mira, Señor, los seres que viven a mi alrededor, adoran cada uno a su dios, y algunos a ninguno. Cada cual espera de sus creencias y de sus ritos las bendiciones celestiales que han de traer la felicidad a su vida como prenda de la felicidad eterna que le espera luego. Valoran, no sin cierta lógica, la verdad de su religión según la paz y alegría que proporciona a sus seguidores. Con ese criterio vienen a medir la paz y alegría de que yo, humilde pero realmente, disfruto, y que declaro abiertamente que me vienen de ti, Señor. Es decir, que te juzgan a ti según lo que ven en mí, por absurdo que parezca; y por eso lo único que te pido es que me bendigas a mí para que la gente a mi alrededor piense bien de ti.
Eso era lo que ocurría en Israel. Cada pueblo a su alrededor tenía un dios distinto, y cada uno esperaba de su dios que su bendición fuera superior a la de los dioses de sus vecinos y, en concreto, que le bendijera con una cosecha mejor que la de los pueblos circundantes. Israel te pedía que le dieses la mejor cosecha de toda la región, para demostrar que tú eras el mejor Dios del cielo, el único Dios verdadero. Y lo mismo te pido yo ahora. Dame una cosecha evidente de virtudes y justicia y paz y felicidad, para que todos los que me rodean vean tu poder y adoren tu majestad.
«El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre
nosotros: conozca la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación».
Quiero que todo el mundo te alabe, Señor, y por eso te pido que me bendigas. Si yo fuera un ermitaño en una cueva, podrías hacerme a un lado; pero soy un cristiano en medio de una sociedad de hecho pagana. Soy tu representante, tu embajador aquí abajo. Llevo tu nombre y estoy en tu lugar. Tu reputación, por lo que a esta gente se refiere, depende de mí. Eso me da derecho a pedir con urgencia, ya que no con mérito alguno, que bendigas mi vida y dirijas mi conducta frente a todos éstos que quieren juzgarte a ti por lo que ven en mí, y tu santidad por mi virtud.
Bendíceme, Señor, bendice a tu pueblo, bendice a tu Iglesia; danos a todos los que invocamos tu nombre una cosecha abundante de santidad profunda y servicio generoso, para que todos puedan ver nuestras obras y te alaben por ellas. Haz que vuelvan a ser verdes, Señor, los campos de tu Iglesia para gloria de tu nombre.
«La tierra ha dado su fruto, nos bendice el Señor nuestro
Dios. Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben».
JESÚS ES DE TODOS
Una mujer pagana toma la iniciativa de acudir a Jesús aunque no pertenece al pueblo judío. Es una madre angustiada que vive sufriendo con una hija “atormentada por un demonio”. Sale al encuentro de Jesús dando gritos: “Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David”.
La primera reacción de Jesús es inesperada. Ni siquiera se detiene para escucharla. Todavía no ha llegado la hora de llevar la Buena Noticia de Dios a los paganos. Como la mujer insiste, Jesús justifica su actuación: “Solo me han enviado a las ovejas descarriadas de la casa de Israel”.
La mujer no se echa atrás. Superará todas las dificultades y resistencias. En un gesto audaz se postra ante Jesús, detiene su marcha y de rodillas, con un corazón humilde pero firme, le dirige un solo grito: “Señor, socórreme”.
La respuesta de Jesús es insólita. Aunque en esa época los judíos llamaban con toda naturalidad “perros” a los paganos, sus palabras resultan ofensivas a nuestros oídos.: “No está bien echar a los perros el pan de los hijos”. Retomando su imagen de manera inteligente, la mujer se atreve desde el suelo a corregir a Jesús: “Tienes razón, Señor, pero también los perros se comen las migajas que caen de la mesa de los señores”.
Su fe es admirable. Seguro que en la mesa del Padre se pueden alimentar todos: los hijos de Israel y también los perros paganos. Jesús parece pensar solo en las “ovejas perdidas” de Israel, pero también ella es una “oveja perdida”. El Enviado de Dios no puede ser solo de los judíos. Ha de ser de todos y para todos.
Jesús se rinde ante la fe de la mujer. Su respuesta nos revela su humildad y su grandeza: “Mujer, ¡qué grande es tu fe! que se cumpla como deseas”. Esta mujer le está descubriendo que la misericordia de Dios no excluye a nadie. El Padre Bueno está por encima de las barreras étnicas y religiosas que trazamos los humanos. Jesús reconoce a la mujer como creyente aunque vive en una religión pagana. Incluso encuentra en ella una “fe grande”, no la fe pequeña de sus discípulos a los que recrimina más de una vez como “hombres de poca fe”. Cualquier ser humano puede acudir a Jesús con confianza. Él sabe reconocer su fe aunque viva fuera de la Iglesia. Siempre encontrarán en él un Amigo y un Maestro de vida.
Los cristianos nos hemos de alegrar de que Jesús siga atrayendo hoy a tantas personas que viven fuera de la Iglesia. Jesús es más grande que todas nuestras instituciones. Él sigue haciendo mucho bien, incluso a aquellos que se han alejado de nuestras comunidades cristianas.
Jesús es de todos y para todos. Pásalo.
ALIVIAR EL SUFRIMIENTO
Jesús vive muy atento a la vida. Es ahí donde descubre la voluntad de Dios. Mira con hondura la creación y capta el misterio del Padre, que lo invita a cuidar con ternura a los más pequeños. Abre su corazón al sufrimiento de la gente y escucha la voz de Dios, que lo llama a aliviar su dolor.
Los evangelios nos han conservado el recuerdo de un encuentro que tuvo Jesús con una mujer pagana en la región de Tiro y Sidón. El relato es sorprendente y nos descubre cómo aprendía Jesús el camino concreto para ser fiel a Dios.
Una mujer sola y desesperada sale a su encuentro. Solo sabe hacer una cosa: gritar y pedir compasión. Su hija no solo está enferma y desquiciada, sino que vive poseída por un «demonio muy malo». Su hogar es un infierno. De su corazón desgarrado brota una súplica: «Señor, socórreme».
Jesús le responde con una frialdad inesperada. Él tiene una vocación muy concreta y definida: se debe a las «ovejas descarriadas de Israel». No es su misión adentrarse en el mundo pagano: «No está bien echar a los perros el pan de los hijos».
La frase es dura, pero la mujer no se ofende. Está segura de que lo que pide es bueno y, retomando la imagen de Jesús, le dice estas admirables palabras: «Tienes razón, Señor; pero también los perros comen las migajas que caen de la mesa de sus amos».
De pronto Jesús comprende todo desde una luz nueva. Esta mujer tiene razón: lo que desea coincide con la voluntad de Dios, que no quiere ver sufrir a nadie. Conmovido y admirado le dice: «Mujer, ¡qué grande es tu fe!, que se cumpla lo que deseas».
Jesús, que parecía tan seguro de su propia misión, se deja enseñar y corregir por esta mujer pagana. El sufrimiento no conoce fronteras. Es verdad que su misión está en Israel, pero la compasión de Dios ha de llegar a cualquier persona que está sufriendo.
Cuando nos encontramos con una persona que sufre, la voluntad de Dios resplandece allí con toda claridad. Dios quiere que aliviemos su sufrimiento. Es lo primero. Todo lo demás viene después. Ese fue el camino que siguió Jesús para ser fiel al Padre.
P. Julián Montenegro
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