Domingo XV del Tiempo Ordinario (A)
La palabra que sale de mi boca no volverá a mí vacía. Hoy las lecturas hablan de la importancia de la Palabra de Dios, una Palabra que es verdadera y que cumple lo que dice. Así lo viene a decir el profeta Isaías en la primera lectura, cuando dice que “como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo, y no vuelven allá, sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar… así será mi palabra, que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo”.
Dios cumple lo que dice. Y dice siempre palabras de vida, palabras de verdad. Dios ha sembrado su Palabra en el mundo a través de Jesús y esa Palabra dará fruto si “cae en tierra buena”, es decir, si somos capaces de acogerla en nuestro corazón y llevarla a nuestra vida.
El profeta Isaías le dice al pueblo en nombre de Dios que si recibe la Palabra como la tierra buena recibe la lluvia en tiempo oportuno, germinará y será fecunda en ellos. Si la palabra de Dios no es fecunda en nosotros no es por culpa de Dios, sino porque nosotros no somos tierra buena y enriquecida por la gracia de Dios.
Confiemos en Dios y abramos a él nuestro corazón, para que la semilla de su palabra pueda ser en nosotros fecunda y eficaz.
El capítulo 13 del evangelio de Mateo es conocido como el “sermón de las parábolas”. Contiene siete. Con ellas intenta explicar o exponer la realidad del reino de los cielos. Una parábola viene a ser una historieta que se inventa el mismo Jesús, un verdadero recurso literario, con elementos tomados de la vida del entorno y generalmente con un lenguaje sencillo, para hacer más entendible el mensaje que quiere exponer al pueblo.
Salió el sembrador a sembrar. La intención de Jesús al proponer esta parábola no era describir a un sembrador poco hábil, o un poco manazas. Porque, evidentemente, un sembrador medianamente hábil no tira la semilla al camino, o entre las piedras o las zarzas, sino que procura que caiga toda ella en tierra fértil.
Se trata de una parábola y en la parábola se describe a un sembrador todo bondad, gene-roso y hasta un poco manirroto, que no quiere que nada ni nadie se quede sin recibir la semilla que él siembra, porque sabe que su semilla es una semilla de salvación para todos. La semilla de la palabra de Dios “cae” en todos: unos, tierra buena; otros, de corazón endurecido; muchos, pedregoso y con abrojos. Dios no niega su palabra a todos sin excepción.
El sembrador al que se refiere Jesús en la parábola era el mismo Jesús. Jesús quería ofrecer su semilla, su evangelio, a todas las personas que le escuchaban, fueran doctores de la Ley, o gente sencilla, o pobres y enfermos.
La semilla que él sembraba era una semilla buena para todos, aunque no todos la reci-bieran bien. Jesús, de hecho, sembraba todos los días con su palabra y con su vida en el corazón de todos los que le oían y veían.
Pero, mientras los fariseos y doctores de la Ley no dejaban crecer en su corazón la semi-lla que Jesús sembraba, porque su orgullo, la seducción de las riquezas y sus intereses egoístas se lo impedían, en cambio, en el corazón de los pobres, humildes y sencillos la semilla daba el ciento por uno.
Dios sigue sembrando su palabra siempre en nuestro corazón, en la voz de nuestra con-ciencia, en nuestro interior, a través de las personas buenas a las que conocemos, en momentos de oración, en los buenos consejos que oímos. El problema no está en la se-milla que Dios siembra en nuestro corazón; la semilla de Dios siempre es buena, eficaz y llena de vida; el problema está en nuestro corazón.
En el corazón de los fariseos y doctores de la Ley cayó íntegra la semilla buena, lo mismo que en el corazón de los discípulos de Jesús y de la gente sencilla que le escu-chaba, pero no recibieron igual la semilla unos que otros. En el corazón de sus discípulos, de la gente humilde y sencilla, la semilla dio el ciento por uno. El corazón de los fariseos y doctores de la ley estaba endurecido, pedregoso y lleno de abrojos.
Y, ¿nuestro corazón?: ¿Es tierra buena? ¿La semilla de Dios produce en nosotros el treinta, el setenta o el ciento por uno? Limpiemos nuestro corazón de zarzas, piedras y torpes intenciones, para que la semilla de Dios germine en nosotros con eficacia y pujanza.
La Eucaristía que celebramos abona nuestra tierra, nuestro corazón, para que el Reino de Dios dé mucho fruto en nosotros.
P. Teodoro Baztán
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