PENTECOSTÉS

Que el Espíritu Santo anime nuestra vida
y nos empuje a trabajar
para construir el reino de Jesús en la tierra,
con justicia y paz, con amor y vida siempre nueva,
con la verdad del Evangelio,
con gozo siempre.
Hoy celebramos la llegada del espíritu Santo. En efecto, el Señor envió desde el cielo el Espíritu Santo prometido ya en la tierra. De esta manera habías prometido enviarlo desde el cielo: Él no puede venir en tanto que me vaya yo; mas, una vez que yo me haya ido, os lo enviaré (Jo 16, 7). Por eso padeció, murió, resucitó y ascendió; sólo le quedaba cumplir la promesa. Era lo que esperaban sus discípulos, ciento veinte personas, según está escrito (Hch 1, 15); es decir, diez veces el número de los apóstoles. Eligió, en efecto, a doce y envió el Espíritu sobre ciento veinte. A la espera de esta promesa, estaban reunidos en una casa orando, puesto que deseaban ya con la misma fe lo mismo que con la oración y anhelo espiritual. Eran odres nuevos a la espera del vino nuevo del cielo que llegó. Aquel gran racimo había sido pisoteado y glorificado. Lee
mos, en efecto, en el evangelio: Aún no se había dado el Espíritu, porque Jesús aún no había sido glorificado (Jo 7, 39).

¿Acaso, hermanos, no se otorga ahora el Espíritu Santo? Quien así piense no es digno de recibirlo. También ahora se da. “¿Por qué, entonces, nadie habla en las lenguas de todos los pueblos, como hablaban los que entonces estaban llenos del Espíritu Santo? ¿Por qué?”. Porque se ha cumplido lo significado mediante aquel hecho. ¿Qué cosa? Recordad que cuando celebrábamos el día cuarenta de Pascua os indiqué que Jesucristo el Señor nos confió a la Iglesia y luego ascendió a los cielos (Ver sermón 265). Le preguntaron los discípulos cuándo tendría lugar el fin del mundo. Él les respondió: No os corresponde a vosotros conocer el tiempo, que el Padre se reservó en su poder. Entonces hacía aún la promesa que hoy cumplió: Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, y en Judea, y Samaria, y hasta los confines de la tierra (Hch 1, 7-8). La Iglesia, reunida entonces en una casa, recibió el Espíritu Santo: constaba de pocos hombres, pero estaba presente en las lenguas del orbe entero. He aquí lo que se buscaba entonces.

Que nadie diga, pues: “He recibido el Espíritu Santo; ¿por qué no hablo las lenguas de todos los pueblos?”. Si queréis poseer el espíritu Santo, prestad atención, hermanos míos. Nuestro espíritu, gracias al cual vive todo hombre, se llama alma, y ya veis cuál es la función del alma respecto al cuerpo. Da vigor a todos los miembros; ella ve por los ojos, oye por los oídos, huele con las narices, habla por la lengua, obra mediante las manos y camina mediante los pies; está presente en todos los miembros al mismo tiempo para mantenerlos en vida; da vida a todos y a cada uno su función. No oye el ojo, ni ve el oído ni la lengua, ni habla el oído o el ojo; pero, con todo, viven: vive el oído, vive la lengua: son diversas las funciones, pero una misma la vida. Así es la Iglesia de Dios: en unos santos hace milagros, en otros proclama la verdad, en otros guarda la virginidad, en otros la castidad conyugal; en unos una cosa y en otros otra; cada uno realiza su función propia, pero todos viven la misma vida.
Lo que es el alma respecto al cuerpo del hombre, eso mismo es el Espíritu Santo respecto al cuerpo de Cristo que es la Iglesia. El Espíritu Santo obra en la Iglesia lo mismo que el alma en un único cuerpo. Mas ved de qué debéis guardaros, qué tenéis que cumplir y qué habéis de temer. Acontece que en un cuerpo humano, mejor, de un cuerpo humano, hay que amputar un miembro: la mano, un dedo, el pie. ¿Acaso el alma va tras el miembro cortado? Mientras estaba en el cuerpo vivía; una vez cortado, perdió la vida. De idéntica manera, el hombre cristiano es católico mientras vive en el cuerpo; el hacerse hereje equivale a ser amputado, y el alma no sigue a un miembro amputado. Por tanto, si queréis recibir la vida del Espíritu Santo, conservad la caridad, amad la verdad y desead la unidad para llegar a la eternidad. Amén.
Sermón 267
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