domingo, marzo 02, 2014

VIII Domingo del Tiempo Ordinario (A)

Jesús sigue predicando en el monte. Predica e instruye a sus discípulos y a todos los que le han seguido hasta ahí. Y a todos nosotros. Su palabra, que es palabra de verdad, es para siempre y para toda la humanidad. Y en especial para los que son sus seguidores. Nosotros.

Ya ha hablado, en este mismo sermón, de la verdadera felicidad de las bienaventuranzas, de nosotros en cuanto sal y luz del mundo, del  comportamiento fraterno, del amor a los enemigos, de reconocer y dirigirse a Dios como Padre.

Ahora va más a fondo: Lo primero, lo que debemos tener y considerar por encima de todo, lo único absoluto, la única meta, lo primero de todo es Dios. Todo lo demás, por muy bueno e importante que sea (la vida, la familia, el dinero, los bienes, los amigos, la profesión o trabajo) aunque bueno y muy necesario, es relativo. Todo lo que no sea Dios ha de ocupar un segundo, tercero o cuarto lugar, o quizás ninguno.

Y no es porque Dios sea egoísta o porque necesite de nosotros. De eso nada. Es por nosotros. Porque nos ama y quiere ayudarnos a poder optar por lo mejor, para que nuestra vida de creyentes tenga sentido y nos vaya bien.

Si Dios es o debe ser lo primero, debemos poner toda nuestra confianza en él. Como la tienen los niños pequeños en sus papás. Para un niño pequeño lo primero de todo es sus papás. De ellos depende, en ellos se confía, a ellos ama más que a todas las cosas. Luego llegará la vida y torcerá muchas cosas.

Ante nosotros, adultos, se presentan muchas opciones, muchos caminos, muchas posibilidades, pero Dios nos pide que él sea la primera opción, la más necesaria, que confiemos siempre en él.
Son muy claras las palabras de Jesús; “Nadie puede servir a dos amos, porque odiará a uno y amará al otro…; no podéis servir a Dios y al dinero”. Aunque necesarios, uno de los dos será, en la práctica, el primero. 

Necesitamos el dinero, como necesitamos la comida para comer y la bebida para beber, pero no necesitamos el dinero para que nos domine y esclavice, como no necesitamos la comida para empacharnos, ni la bebida para emborracharnos. El que pone su corazón en el dinero vive para el dinero y es esclavo del dinero; no le queda en su corazón espacio para servir a Dios. El que pone su corazón en el dinero, además de esclavizarse él, tiende a esclavizar a las personas que dependen de él.

 Al que pone su corazón en el dinero le importa más el dinero que las personas.

Jesús no critica la riqueza en sí misma, sino la valoración de la riqueza como bien supremo y motor de las actividades del hombre.

No pide el Señor que nos despreocupemos de las cosas materiales necesarias para la vida. Si así fuera, ¿qué dirían tantos que lo pasan muy mal, sin trabajo, en la mayor pobreza, con una familia que tiene que atender y alimentar? Sin ir a situaciones extremas, ¿qué pensará ante Dios un parado, un joven sin trabajo, un enfermo crónico, un jubilado con pensión de miseria?

No pide que no nos preocupemos de la salud, o de la educación de los hijos, o del mañana…

Pide, más bien, que no nos agobiemos. Y repite esta palabra cuatro veces. Que no nos obsesionemos por tener más y más, que no nos obsesionemos con la salud o la enfermedad, porque enfermaríamos de verdad, que no nos obsesionemos por el vestido, comprar, comprar y comprar.

Sí nos pide que, al mismo tiempo que trabajamos o nos preocupamos por el bien personal, de la familia y de la sociedad, confiemos en él, que es providente con todos.
En la primera lectura aparecen unas palabras en boca del profeta Isaías que habla en nombre de Dios: “¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré”. 

Nos pide buscar, por encima de todo, el reino de Dios y su justicia.
P. Teodoro Baztán

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La Comunidad de Madres Mónicas es una Asociación Católica que llegó al Perú en 1997 gracias a que el P. Félix Alonso le propusiera al P. Ismael Ojeda que se formara la comunidad en nuestra Patria. Las madres asociadas oran para mantener viva la fe de los hijos propios y ajenos.

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