VIII Domingo del Tiempo Ordinario (A)
Jesús sigue predicando en el monte.
Predica e instruye a sus discípulos y a todos los que le han seguido
hasta ahí. Y a todos nosotros. Su palabra, que es palabra de verdad, es
para siempre y para toda la humanidad. Y en especial para los que son
sus seguidores. Nosotros.
Ya
ha hablado, en este mismo sermón, de la verdadera felicidad de las
bienaventuranzas, de nosotros en cuanto sal y luz del mundo, del
comportamiento fraterno, del amor a los enemigos, de reconocer y
dirigirse a Dios como Padre.
Ahora
va más a fondo: Lo primero, lo que debemos tener y considerar por
encima de todo, lo único absoluto, la única meta, lo primero de todo es
Dios. Todo lo demás, por muy bueno e importante que sea (la vida, la
familia, el dinero, los bienes, los amigos, la profesión o trabajo)
aunque bueno y muy necesario, es relativo. Todo lo que no sea Dios ha de
ocupar un segundo, tercero o cuarto lugar, o quizás ninguno.
Y
no es porque Dios sea egoísta o porque necesite de nosotros. De eso
nada. Es por nosotros. Porque nos ama y quiere ayudarnos a poder optar
por lo mejor, para que nuestra vida de creyentes tenga sentido y nos
vaya bien.
Si
Dios es o debe ser lo primero, debemos poner toda nuestra confianza en
él. Como la tienen los niños pequeños en sus papás. Para un niño pequeño
lo primero de todo es sus papás. De ellos depende, en ellos se confía, a
ellos ama más que a todas las cosas. Luego llegará la vida y torcerá
muchas cosas.
Ante
nosotros, adultos, se presentan muchas opciones, muchos caminos, muchas
posibilidades, pero Dios nos pide que él sea la primera opción, la más
necesaria, que confiemos siempre en él.
Son
muy claras las palabras de Jesús; “Nadie puede servir a dos amos,
porque odiará a uno y amará al otro…; no podéis servir a Dios y al
dinero”. Aunque necesarios, uno de los dos será, en la práctica, el
primero.
Necesitamos
el dinero, como necesitamos la comida para comer y la bebida para
beber, pero no necesitamos el dinero para que nos domine y esclavice,
como no necesitamos la comida para empacharnos, ni la bebida para
emborracharnos. El que pone su corazón en el dinero vive para el dinero y
es esclavo del dinero; no le queda en su corazón espacio para servir a
Dios. El que pone su corazón en el dinero, además de esclavizarse él,
tiende a esclavizar a las personas que dependen de él.
Al que pone su corazón en el dinero le importa más el dinero que las personas.
Jesús
no critica la riqueza en sí misma, sino la valoración de la riqueza
como bien supremo y motor de las actividades del hombre.
No
pide el Señor que nos despreocupemos de las cosas materiales necesarias
para la vida. Si así fuera, ¿qué dirían tantos que lo pasan muy mal,
sin trabajo, en la mayor pobreza, con una familia que tiene que atender y
alimentar? Sin ir a situaciones extremas, ¿qué pensará ante Dios un
parado, un joven sin trabajo, un enfermo crónico, un jubilado con
pensión de miseria?
Pide,
más bien, que no nos agobiemos. Y repite esta palabra cuatro veces. Que
no nos obsesionemos por tener más y más, que no nos obsesionemos con la
salud o la enfermedad, porque enfermaríamos de verdad, que no nos
obsesionemos por el vestido, comprar, comprar y comprar.
Sí
nos pide que, al mismo tiempo que trabajamos o nos preocupamos por el
bien personal, de la familia y de la sociedad, confiemos en él, que es
providente con todos.
En
la primera lectura aparecen unas palabras en boca del profeta Isaías que
habla en nombre de Dios: “¿Es que puede una madre olvidarse de su
criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella
se olvide, yo no te olvidaré”.
Nos pide buscar, por encima de todo, el reino de Dios y su justicia.
P. Teodoro Baztán
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