domingo, marzo 16, 2014

Glorificad al Señor con vuestras vidas
SALMO  32

Que tu misericordia, Señor,
venga sobre nosotros,
como lo esperamos de ti.
La palabra del Señor es sincera
y todas sus acciones son leales;
él ama la justicia y el derecho,
y su misericordia llena la tierra.
Los ojos del Señor
están puestos en sus fieles,
en los que esperan en su misericordia,
para librar sus vidas de la muerte
y reanimarlos en tiempo de hambre.
Nosotros aguardamos al Señor:
él es nuestro auxilio y escudo.
Que tu misericordia, Señor,
venga sobre nosotros,
como lo esperamos de ti.

LOS PLANES DE DIOS

«El Señor deshace los planes de las naciones, frustra los proyectos de los pueblos; pero el plan del Señor subsiste por siempre; los proyectos de su corazón, de edad en edad».

Estas palabras me tranquilizan, Señor, como han de tranquilizar a todos los que se preocupan por el futuro de la humanidad. Leo los periódicos, oigo la radio, veo la televisión, y me entero de las noticias que día a día pesan sobre el mundo.

«Los planes de las naciones». Todo es violencia, ambición y guerra.
Naciones que quieren conquistar a naciones; hombres que traman matar a hombres.
Cada nueva arma en la carrera de armamentos es testigo triste e instrumento potencial de los negros pensamientos que tienen hombres en todo el mundo, de «los planes de las naciones» para destruirse unas a otras.
Desconfianza, amenazas, chantaje, espionaje...
La pesadilla internacional de la lucha por el poder en el mundo, que amenaza a la existencia misma de la humanidad.
Ante la evidencia brutal de violencia en todo el mundo, hombres de buena voluntad sienten la frustración de su impotencia, la inutilidad de sus esfuerzos, la derrota del sentido común y la desaparición de la cordura del escenario internacional. «Los planes de las naciones» traen la miseria y la destrucción a esas mismas naciones, y nada ni nadie parece poder parar esa loca carrera hacia la autodestrucción.

Más aún que la preocupación por el futuro, lo que entristece hoy a los hombres que piensan es la pena y la sorpresa de ver la estupidez del hombre y su incapacidad de entender y aceptar él mismo lo que le conviene para su bien. ¿Cuándo parará esta locura?

«El Señor deshace los planes de las naciones».

Esa es la garantía de esperanza que alegra el alma.
Tú no permitirás, Señor, que la humanidad se destruya a sí misma. Esos «planes de las naciones», en su edición inicial, eran los planes de los reinos vecinos de Israel para destruirlo y destruirse unos a otros. Y esos planes fueron desarticulados.
La humanidad sigue viva. La historia continúa.
Es verdad que en esa historia continúan los planes de las naciones para destruirse unas a otras, pero también continúa la vigilancia del Señor que aleja el brazo de la destrucción de la faz de la tierra.
El futuro de la humanidad está a salvo en sus manos.
Contra «los planes de las naciones» se alzan «los planes de Dios», y ése es el mayor consuelo del hombre que cree, cuando piensa y se preocupa por su propia raza.
No conocemos esos planes, ni pedimos que se nos revelen, ya que nos fiamos de quien los ha hecho, y nos basta saber que esos planes existen. Siendo los planes de Dios, han de ser favorables al hombre y han de ser llevados a cabo sin falta. Esos planes protegerán a cada nación y defenderán a cada individuo de mil maneras que él no conoce ahora, pero que descubrirá un día en la alegría y la gloria de la salvación final.
La victoria de Dios será, en último lugar, la victoria del hombre y la victoria de cada nación que a sus planes se acoja. Los planes de Dios son el comienzo sobre la tierra de una eternidad dichosa.

«El plan del Señor subsiste por siempre; los proyectos de su corazón, de edad en edad».

La historia de la humanidad en manos de su Creador.

MIEDO A JESÚS

La escena conocida como "la transfiguración de Jesús" concluye de una manera inesperada. Una voz venida de lo alto sobrecoge a los discípulos: «Este es mi Hijo amado»: el que tiene el rostro transfigurado. «Escuchadle a él». No a Moisés, el legislador. No a Elías, el profeta. Escuchad a Jesús. Sólo a él.

«Al oír esto, los discípulos caen de bruces, llenos de espanto». Les aterra la presencia cercana del
misterio de Dios, pero también el miedo a vivir en adelante escuchando sólo a Jesús. La escena es insólita: los discípulos preferidos de Jesús caídos por tierra, llenos de miedo, sin atreverse a reaccionar ante la voz de Dios.

La actuación de Jesús es conmovedora: «Se acerca» para que sientan su presencia amistosa. «Los toca» para infundirles fuerza y confianza. Y les dice unas palabras inolvidables: «Levantaos. No temáis». Poneos de pie y seguidme. No tengáis miedo a vivir escuchándome a mí.

Es difícil ya ocultarlo. En la Iglesia tenemos miedo a escuchar a Jesús. Un miedo soterrado que nos está paralizando hasta impedirnos vivir hoy con paz, confianza y audacia tras los pasos de Jesús, nuestro único Señor.

Tenemos miedo a la innovación, pero no al inmovilismo que nos está alejando cada vez más de los hombres y mujeres de hoy. Se diría que lo único que hemos de hacer en estos tiempos de profundos cambios es conservar y repetir el pasado. ¿Qué hay detrás de este miedo? ¿Fidelidad a Jesús o miedo a poner en "odres nuevos" el "vino nuevo" del Evangelio?

Tenemos miedo a unas celebraciones más vivas, creativas y expresivas de la fe de los creyentes de hoy, pero nos preocupa menos el aburrimiento generalizado de tantos cristianos buenos que no pueden sintonizar ni vibrar con lo que allí se está celebrando. ¿Somos más fieles a Jesús urgiendo minuciosamente las normas litúrgicas, o nos da miedo "hacer memoria" de él celebrando nuestra fe con más verdad y creatividad?

Tenemos miedo a la libertad de los creyentes. Nos inquieta que el pueblo de Dios recupere la palabra y diga en voz alta sus aspiraciones, o que los laicos asuman su responsabilidad escuchando la voz de su conciencia. En algunos crece el recelo ante religiosos y religiosas que buscan ser fieles al carisma profético que han recibido de Dios. ¿Tenemos miedo a escuchar lo que el Espíritu puede estar diciendo a nuestras iglesias? ¿No tememos apagar el Espíritu en el pueblo de Dios?

En medio de su Iglesia Jesús sigue vivo, pero necesitamos sentir con más fe su presencia y escuchar con menos miedo sus palabras: «LEVANTAOS. NO TENGÁIS MIEDO».

ESCUCHAR A JESÚS

 El centro de ese relato complejo, llamado tradicionalmente “La transfiguración de Jesús”, lo ocupa una Voz que viene de una extraña “nube luminosa”, símbolo que se emplea en la Biblia para hablar de la presencia siempre misteriosa de Dios que se nos manifiesta y, al mismo tiempo, se nos oculta.

La Voz dice estas palabras: “Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo”. Los discípulos no han de confundir a Jesús con nadie, ni siquiera con Moisés y Elías, representantes y testigos del Antiguo Testamento. Solo Jesús es el Hijo querido de Dios, el que tiene su rostro “resplandeciente como el sol”.

Pero la Voz añade algo más: “Escuchadlo”. En otros tiempos, Dios había revelado su voluntad por medio de los “diez mandatos” de la Ley. Ahora la voluntad de Dios se resume y concreta en un solo mandato: escuchad a Jesús. La escucha establece la verdadera relación entre los seguidores y Jesús.

Al oír esto, los discípulos caen por los suelos “llenos de espanto”. Están sobrecogidos por aquella experiencia tan cercana de Dios, pero también asustados por lo que han oído: ¿podrán vivir escuchando solo a Jesús, reconociendo solo en él la presencia misteriosa de Dios?

Entonces, Jesús “se acerca y, tocándolos, les dice: Levantaos. No tengáis miedo”. Sabe que necesitan experimentar su cercanía humana: el contacto de su mano, no solo el resplandor divino de su rostro. Siempre que escuchamos a Jesús en el silencio de nuestro ser, sus primeras palabras nos dicen: Levántate, no tengas miedo.

Muchas personas solo conocen a Jesús de oídas. Su nombre les resulta, tal vez, familiar, pero lo que saben de él no va más allá de algunos recuerdos e impresiones de la infancia. Incluso, aunque se llamen cristianos, viven sin escuchar en su interior a Jesús. Y, sin esa experiencia, no es posible conocer su paz inconfundible ni su fuerza para alentar y sostener nuestra vida.

Cuando un creyente se detiene a escuchar en silencio a Jesús, en el interior de su conciencia, escucha siempre algo como esto: “No tengas miedo. Abandónate con toda sencillez en el misterio de Dios. Tu poca fe basta. No te inquietes. Si me escuchas, descubrirás que el amor de Dios consiste en estar siempre perdonándote. Y, si crees esto, tu vida cambiará. Conocerás la paz del corazón”.

En el libro del Apocalipsis se puede leer así: “Mira, estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa”. Jesús llama a la puerta de cristianos y no cristianos. Le podemos abrir la puerta o lo podemos rechazar. Pero no es lo mismo vivir con Jesús que sin él.
P. Julián Montenegro

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