lunes, febrero 24, 2014

VII Domingo del Tiempo Ordinario (SA) Reflexión

                                                   CONFÍO EN TU MISERICORDIA
 

«Bendice, alma mía, al Señor,
y no olvides sus beneficios.
El perdona todas tus culpas
y cura todas tus enfermedades».

Hoy canto tu misericordia, Señor; tu misericordia, que tanto mi alma como mi cuerpo conocen bien.
Tú has perdonado mis culpas y has curado mis enfermedades.
Tú has vencido al mal en mí, mal que se mostraba como rebelión en mi alma y corrupción en mi cuerpo.
Las dos cosas van juntas. Mi ser es uno e indivisible, y todo cuanto hay en mí, cuerpo y alma, reacciona, ante mis decisiones y mis actos, con dolor o con gozo físico y moral a lo largo del camino de mis días.
Sobre todo ese ser mío se ha extendido ahora tu mano que cura, Señor, con gesto de perdón y de gracia que restaura mi vida y revitaliza mi cuerpo.
Hasta mis huesos se alegran cuando siento la presencia de tu bendición en el fondo de mi ser.

Gracias, Señor, por tu infinita bondad.
«Como se levanta el cielo sobre la tierra,
así se levanta su bondad sobre sus fieles;
como dista el oriente del ocaso,
así aleja de nosotros nuestros delitos;
como un padre siente ternura por sus hijos,
así siente el Señor ternura por sus fieles,
porque él conoce nuestra masa,
se acuerda de que somos barro».

Tú conoces mis flaquezas, porque tú eres quien me has hecho.
He fallado muchas veces, y seguiré fallando.
Y mi cuerpo reflejará los fallos de mi alma en las averías de sus funciones.
Espero que tu misericordia me visite de nuevo, Señor, y sanes mi cuerpo y mi alma como siempre lo has hecho y lo volverás a hacer, porque nunca fallas a los que te aman.

«El rescata, alma mía, tu vida de la fosa
y te colma de gracia y de ternura;
él sacia de bienes tus anhelos,
y como un águila se renueva tu juventud».
Mi vida es vuelo de águila sobre los horizontes de tu gracia.
Firme y decidido, sublime y mayestático.
Siento que se renueva mi juventud y se afirma mi fortaleza.

El cielo entero es mío, porque es tuyo en primer término, y ahora me lo das a mí en mi vuelo.
Mi juventud surge en mis venas mientras oteo el mundo con serena alegría y recatado orgullo.
¡Qué grande eres, Señor, que has creado todo esto y a mi con ello!
Te bendigo para siempre con todo el agradecimiento de mi alma.
«Bendice, alma mía, al Señor».

LA NO VIOLENCIA

   Los cristianos no siempre sabemos captar algo que Gandhi descubrió con gozo al leer el evangelio: la profunda convicción de Jesús de que solo la no violencia puede salvar a la humanidad. Después de su encuentro con Jesús, Gandhi escribía estas palabras:

«Leyendo toda la historia de esta vida... me parece que el cristianismo está todavía por realizar... Mientras no hayamos arrancado de raíz la violencia de la civilización, Cristo no ha nacido todavía».

La vida entera de Jesús ha sido una llamada a resolver los problemas de la humanidad por caminos no violentos. La violencia tiende siempre a destruir; pretende solucionar los problemas de la convivencia arrasando al que considera enemigo, pero no hace sino poner en marcha una reacción en cadena que no tiene fin.

Jesús llama a «hacer violencia a la violencia». El verdadero enemigo hacia el que tenemos que dirigir nuestra agresividad no es el otro, sino nuestro propio «yo» egoísta, capaz de destruir a quien se nos opone.

Es una equivocación creer que el mal se puede detener con el mal y la injusticia con la injusticia. El respeto total al ser humano, tal como lo entiende Jesús, está pidiendo un esfuerzo constante por suprimir la mutua violencia y promover el diálogo y la búsqueda de una convivencia siempre más justa y fraterna.

Los cristianos hemos de preguntarnos por qué no hemos sabido extraer del Evangelio todas las consecuencias de la «no violencia» de Jesús, y por qué no le hemos dado el papel central que ha de ocupar en la vida y la predicación de la Iglesia.

No basta con denunciar el terrorismo. No es suficiente sobrecogernos y mostrar nuestra repulsa cada vez que se atenta contra la vida. Día a día hemos de construir entre todos una sociedad diferente, suprimiendo de raíz «el ojo por ojo y diente por diente» y cultivando una actitud reconciliadora difícil, pero posible. Las palabras de Jesús nos interpelan y nos sostienen: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen».

 INCLUSO A LOS ENEMIGOS

Es innegable que vivimos en una situación paradójica. «Mientras más aumenta la sensibilidad ante los derechos pisoteados o injusticias violentas, más crece el sentimiento de tener que recurrir a una violencia brutal o despiadada para llevar a cabo los profundos cambios que se anhelan». Así decía hace unos años, en su documento final, la Asamblea General de los Provinciales de la Compañía de Jesús.

No parece haber otro camino para resolver los problemas que el recurso a la violencia. No es extraño que las palabras de Jesús resuenen en nuestra sociedad como un grito ingenuo además de discordante: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen».

Y, sin embargo, quizá es la palabra que más necesitamos escuchar en estos momentos en que, sumidos en la perplejidad, no sabemos qué hacer en concreto para ir arrancando del mundo la violencia.

Alguien ha dicho que «los problemas que solo pueden resolverse con violencia deben ser planteados de nuevo» (F. Hacker). Y es precisamente aquí donde tiene mucho que aportar también hoy el evangelio de Jesús, no para ofrecer soluciones técnicas a los conflictos, pero sí para descubrirnos en qué actitud hemos de abordarlos.

Hay una convicción profunda en Jesús. Al mal no se le puede vencer a base de odio y violencia. Al mal se le vence solo con el bien. Como decía Martin Luther King, «el último defecto de la violencia es que genera una espiral descendente que destruye todo lo que engendra. En vez de disminuir el mal, lo aumenta».

Jesús no se detiene a precisar si, en alguna circunstancia concreta, la violencia puede ser legítima. Más bien nos invita a trabajar y luchar para que no lo sea nunca. Por eso es importante buscar siempre caminos que nos lleven hacia la fraternidad y no hacia el fratricidio.

Amar a los enemigos no significa tolerar las injusticias y retirarse cómodamente de la lucha contra el mal. Lo que Jesús ha visto con claridad es que no se lucha contra el mal cuando se destruye a las personas. Hay que combatir el mal, pero sin buscar la destrucción del adversario.

Pero no olvidemos algo importante. Esta llamada a renunciar a la violencia debe dirigirse no tanto a los débiles, que apenas tienen poder ni acceso alguno a la violencia destructora, sino sobre todo a quienes manejan el poder, el dinero o las armas, y pueden por ello oprimir violentamente a los más débiles e indefensos.

P. Julián Montenegro

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