domingo, febrero 23, 2014

VII Domingo del Tiempo Ordinario (A)

REFLEXIÓN

Vivir con fe no es nada fácil ya que ahí no entran los cálculos ni las seguridades y. por ello mismo, cada uno nos encontramos en la coyuntura de un sí necesario o en las excusas. Comenzamos la Eucaristía de hoy con el salmo 12 que nos invita a orar: “Señor, yo confío en ti; alegra mi corazón con tu auxilio  y cantaré  al Señor por el bien que me ha hecho”, nos sitúa en un plano de cercanía ante Dios y que solo la fe auténtica puede justificar.

A veces, muchas veces, las palabras expresan el buen deseo pero por otro lado son una tapadera para ocultar que lo que decimos es verdad ya que dentro de nuestros corazones, hay una contradicción o, al menos, tenemos miedo de asumir el contenido de las palabras por ser su exigencia una llamada a la sinceridad y a la verdad. Por ejemplo, ¿cómo resuenan en nuestro interior: “seréis santos, porque yo el Señor vuestro Dios, soy santo” (Levítico 19, 2); “el templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros” (1 Corintios 3, 16)  y “sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mateo 5, 48)? Porque a esto no le podemos poner pegas: cuando nos habla el Señor nos lo dice con un amor verdadero y total, nos eleva a una apreciación que jamás podemos intuir, nos abre un horizonte que ciertamente exige fe total pero por otro lado nos coloca ante un reto que en fidelidad por nuestra parte y que nos lleva a ser felices.

La vida cristiana es un don que se nos ha concedido gratuitamente y por ello mismo exige por nuestra parte una conciencia clara y exigente sobre la calidad misteriosa de la gracia y de la fuerza que ésta tiene en el corazón y en las obras cuando se valora como gratuidad total. La vida cristiana, desde la  gracia, es una puerta donde la confianza, la alegría y la alabanza, se abren en una permanente actitud de presencia de Dios que es todo para nosotros y nos urge a la vez a la fidelidad.

El contraste entre lo que podemos creer como gracia y nuestra respuesta nos sitúan en un problema continuo: ¿nos dejamos encontrar por Dios? Siendo verdad, supondría que lo más maravilloso para nosotros es dejarnos amar por Dios, es creer que Él mora en nosotros y entonces la consecuencia es clara: nuestra vida debe ser la vida de Dios. No nos asuste el lenguaje, lo necesitamos en el cuerpo y en el alma, en el diario caminar y en esa crisis interna de nuestro pecado que no puede llevarnos más que a gritar con fe: “el Señor es compasivo y misericordioso” (salmo 102). Esta oración es un reconocimiento de cómo el Señor “hace nuevas todas las cosas”, las recrea. Sentirnos recreados por Dios significa que nuestra conducta no tiene otra dirección que el amor intensivo porque no tiene medidas y, a la vez, extensivo ya que debe estar en todos como es el caso de Dios que no tiene acepción de personas y que quiere reunir a todos con ternura infinita.
 
Esta actitud de Dios con todas sus criaturas y en todo tiempo es la clave auténtica para entrar en el misterio del amor que perdona sin chantajes. Éstos son una serie de excusas que vamos muchas veces justificando muy en silencio y que da pie a condicionar las respuestas claras que debemos dar. Es muy triste que los cristianos alberguemos “cuentas pasadas” que no hacen otra cosa sino endurecer el corazón hasta el punto de ser verdad la enseñanza agustiniana: “cuando se atrofia el corazón, se paraliza la vida”. La atrofia siempre dificulta, cierra una respiración que da gozo, de una frialdad que deshace poco a poco el ritmo de un entendimiento que puede ser más cálido y  que no sea origen de distanciamientos. El caso de Dios es distinto: “como un padre siente ternura de sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles” (ib. salmo). ¡Ojala tuviéramos humildad y pequeñez para creer en esa actitud bondadosa de Dios hacia todos nosotros!

El reclamo de la misericordia de Dios no es algún derecho por nuestra parte, es gracia inconmensurable y desde ahí podemos descubrir la medida sin medida del perdón. Cuando escuchamos hoy a Jesús en el evangelio se nos hace un nudo en el corazón ya que descubrimos no solo lo exigente de su doctrina sino la necesidad de extirpar desde nuestro interior todo estilo de componendas. Es  cierto ¿acaso no?, que manejamos un lenguaje muy tramposo a la hora de exigírsenos un perdón como el que Jesús no solamente enseña sino que exige. Lo que falla en nosotros es que no queremos acercarnos al modelo: el perdón cristiano no se entiende si no es desde el perdón de Jesús ¿lo conocemos, creemos en él, nos lo planteamos como única manera de obrar?

La “ley del talión” no es solo de ayer, desgraciadamente es de siempre, ayer y hoy y mañana. Jesús afirma que sus discípulos no pueden vengarse, deben más bien aceptar la humillación, estar dispuestos a sufrir la injusticia que se les hace y, además, prestar el servicio necesario y requerido. Esto debe ser así desde la voluntad de Dios. Quien quiera entender esto y llevarlo a la práctica no tiene otra referencia sino la de Jesús: adelanta en su enseñanza lo que va a suponer el desprecio, la injusticia, la acusación falsa, la condenación, la muerte...

Lo que Jesús plantea  a los que quieran ser discípulos es el principio de la ley del amor al prójimo y la enseñanza de Jesús, dirigida en su momento a los que le escuchan, tiene una extensión total a todos aquellos que van a ser sus discípulos. Recordemos que los judíos odiaban a los que no pertenecían al pueblo de Dios por considerarlos idólatras y enemigos de Dios. Esto no ocurre en nosotros de una manera tan clara pero si examinamos nuestra conducta seguramente hay un buen fondo de falta de perdón y de misericordia en base a diferencias con las cuales nos separamos de los demás, nos distanciamos, nos vengamos en un peligroso silencio y... borramos no solo la imagen sino también la persona. Tenemos que ir toda la vida a la escuela de Dios para aprender su principio del amor universal.

Al final una llamada imperativa: “sed perfectos”, vivir en unidad  y todo para  Dios: escúchame y examínate si eres de aquellos pocos justos que pueden recitar en verdad la oración del Señor y decir con sinceridad:
. Hazlo sin fingir, con corazón noble, para que se cumpla en ti de verdad. Si te pide perdón quien te hirió y se lo concedes a quien  pecó contra ti, ya puedes decir confiado: . Pues
si niegas el perdón a quien te lo suplica, te verás desoído cuando lo supliques tú. Cerraste la puerta a quien te llamaba, la encontrarás cerrada cuando llames tú. Y si abres las entrañas  de misericordia a quien te suplica perdón, Dios te las abrirás a ti cuando se lo pidas a él. Y ahora voy a dirigirme a aquellos que suplican el perdón a sus hermanos cristianos y no lo reciben. Si tú se lo concedes, podrás orar confiando. Mas si te lo suplica y no se lo concedes ¿cómo puedes estar tranquilo? Seas quien seas tú que has pecado y no te han otorgado el perdón, no temas. Interpela a Dios, Dios de él y tuyo. Están en medio unas deudas; ¿acaso podrá exigir el siervo unas deudas que ha perdonado el Señor?  (san Agustín en sermón 386, 1)

P. Imanol Larrínaga 

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