domingo, julio 07, 2013

Domingo 14 del Tiempo Ordinario


La providencia de Dios vela sobre nosotros y es que Dios siempre nos acompaña. Es la gran verdad en la cual nuestras personas se mantienen firmes y a la vez con esperanza. Nos toca vivir el hoy, un tiempo ni mejor ni peor que el de ayer y el de mañana: es el tiempo que la providencia de Dios nos regala y, que en el contexto de la fe, tiene hoy esta definición: “concede, Señor, a tus fieles la verdadera alegría, para que quienes hemos sido librados de la esclavitud del pecado, alcancemos también la felicidad eterna” (Oración colecta). Que en un mundo de hoy, expuesto a todo, un lenguaje de verdadera alegría parece casi un milagro. Pero, es así. La Palabra de Dios nos garantiza: “festejad a Jerusalén, gozad con ella, todos los que la amáis, alegraos de su alegría” (Is 66, 10); “la paz y la misericordia de Dios venga sobre todos los que ajustan a esta norma; también sobre Israel” (Gal 6, 16) y “está cerca el Reino de Dios” (Lc 10, 9).
Llegados a este punto, nuestra atención (nuestro modo de vivir en cristiano) se enfrenta ante una dificultad muy seria: el discurso de la Palabra se nos hace más escurridizo y  es que casi entramos en la perplejidad, el mismo lugar donde comienza el mensaje de Dios y nuestra vida. Y es que después de meditar el tema hay como un desvío: la Palabra de Dios manifiesta el verdadero Camino y nosotros fabricamos nuestra senda. Tal vez sentimos miedo al pensar que el esfuerzo por nuestra parte ha de ser grande o que el camino es muy largo y que no estamos preparados para ello. Pero, tengamos en cuenta un detalle: el fin de la perplejidad no es quedarse estancada en sí misma sino llevarnos a la sorpresa y de la sorpresa al agradecimiento.
El Señor promete a su pueblo: “Yo haré derivar hacia ella (Jerusalén) la paz (Is 66, 12); la gracia de nuestro Señor Jesucristo esté con vuestro espíritu” (Gal 6, 18) y “cuando entréis en casa, decid primero: ” (Lc 10, 5). Jerusalén es consolada y su consuelo es ofrecido a la madre generosa que brinda sus pechos  a los hijos de sus entrañas. Es como decir: Jerusalén y sus habitantes van a sentir por primera vez la máxima consolación, la paz. Es como rebosar de alegría, la que procede de la fuente verdadera que es Dios. La bendición que Pablo expresa con gozo indica que lo más importante es la manifestación visible de las personas en sus actitudes y acciones que proceden del amor de Dios y esto lleva a vivir la libertad cristiana. Y, desde el evangelio, descubrimos que el reino viene como “paz”. Por eso, los misioneros según Cristo tienen que invocar la paz de Dios sobre las casas y las ciudades donde llegan. Esta paz consiste en la irrupción de los bienes mesiánicos, entre los que se incluye fundamentalmente la verdad de un Dios siempre amando a sus hijos y el plano de amor mutuo entre los hombres.

Anunciar hoy en nuestro mundo que “está cerca el Reino de Dios (un reino de vida, de verdad, de justicia, de amor y de paz) puede parecer imposible e incluso en estos momentos podría hasta dar la impresión de reírse de una humanidad que sufre en el fondo de su ser una “inhumanidad” a causa de los mismos seres humanos. Pero no es así el plan de Dios: su “reino no es de  este mundo” y por ello motiva en el corazón de los hombres la carga más entrañable de su amor con el fin de que nosotros creamos en su Palabra y hagamos vivo el Reino de Dios entre nosotros. Dios quiere que el anuncio de su reino llegue a toda la humanidad en todo el tiempo de su historia: “la  mies es abundante y los obreros” y hay que pedir con profunda fe y confianza “al dueño de la mies para que envíe obreros a su mies”. A través de esos discípulos –éste el signo de los obreros de la mies-, la misión de Jesús debe llegar a todas las naciones y a todos los hombres y de esta forma la misión de éstos no puede existir ni desarrollarse sino es por la elección de Dios: “no me habéis elegido vosotros a mí; yo os he elegido para que vayáis y deis fruto y que vuestro fruto permanezca” (Jn 15, 16).

La oración al Dueño de la mies no es facultativa, es necesidad para el cristiano y así lo debe creer y desarrollar dentro de la Iglesia a fin de que su oración, unida a todo el pueblo de Dios, llegue al Señor para que sea su gracia la que ilumine e inspire en el corazón la llamada a ser continuadores de los primeros discípulos a los que envió, con la fuerza del Espíritu, a ser los obreros de la mies. Jesús quiere que su mensaje llegue y se escuche en el tiempo y en el espacio; hará sentir la inquietud de ser testigos del evangelio ayer, hoy y siempre, contando con la certeza de su presencia y de su gracia: “yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo”. No está en juego el mérito humano, solo es la bondad de Dios la que lleva a los hombres a compartir en Él y con Él la proclamación de la Buena nueva. Nuestro agradecimiento a Dios por su amor sin límites lo manifiesta el salmo responsorial de la Eucaristía de hoy: “aclamad al Señor, tierra entera, tocad en honor de su nombre, cantad himnos a su gloria, y es que ser “obreros de la mies” es pura gracia, expresión del amor de Dios ¡Triste sería una Iglesia, la comunidad parroquial, la familia cristiana, cada cristiano/a que no hiciera llegar la plegaria confiada al Dueño de la mies! Sería expresión de su esterilidad...

Pero ¿a quiénes elige? Estemos atentos a la reflexión agustiniana: “¿por qué al principio escogió el Señor unos pocos que no eran nobles, si sabios ni elegantes, teniendo ante sus ojos tal muchedumbre (que en comparación de los pobres era reducida, pero abundante en género, de ricos, nobles, doctos y sabios), a la que reunió más tarde? El Apóstol expone este misterio: . Porque había venido a enseñar la humildad y a combatir la soberbia Dios había venido en humildad: de ningún modo iba a buscar primero a los altos, habiendo venido él tan humilde” (Sermón 4A).  

P. Imanol Larrínaga

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La Comunidad de Madres Mónicas es una Asociación Católica que llegó al Perú en 1997 gracias a que el P. Félix Alonso le propusiera al P. Ismael Ojeda que se formara la comunidad en nuestra Patria. Las madres asociadas oran para mantener viva la fe de los hijos propios y ajenos.

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