domingo, junio 05, 2011

ASCENSIÓN DEL SEÑOR

Veían en él un maestro, un consolador y un animador, pero humano
Hch 1,1-11

Muchos son los misterios ocultos en la Escrituras divinas. El Señor se ha dignado revelar a nuestra humildad algunos de ellos; otros están aún para que los investiguemos nosotros, pero no tenemos tiempo suficiente ahora exponerlos a vuestra santidad. Sé que en esos días, sobre todo, suele llenarse la iglesia de gente que piensa más en salir que en venir y que nos tachan de pesados si alguna vez demoramos algo más. Esos mismos, si sus banquetes a los que se apresuran por llegar duran hasta la tarde, ni se cansan, ni rehúsan la asistencia ni salen de ellos con el mínimo rubor. Sin embargo, para no defraudar a quienes viene hambrientos, aunque sea brevemente, no pasaremos por largo el misterio encerrado en el hecho de que Jesucristo nuestro Señor ascendió con el mismo cuerpo con que resucitó.

Sucedió así en atención a la debilidad de sus discípulos, pues no faltaban, incluso dentro de número de los mismos, algunos tentados de incredulidad por el diablo hasta tal punto que uno prestó más fe a las cicatrices recientes que a los miembros vivientes por lo que respecta a la resurrección en el cuerpo que él conocía. Así, pues, para afianzarlos a ellos se dignó vivir en su compañía cuarenta días íntegros después de su resurrección, es decir, desde el mismísimo día de su pasión hasta el presente, entrando y saliendo, comiendo y bebiendo, como dice la Escritura (Hch 1, 3-4), y asegurándoles que lo que se presentaba de nuevo a sus ojos después de la resurrección era lo que les había sido arrebatada en la cruz. Con todo, no quiso que se quedaran en la carne ni que les atase por más tiempo el amor carnal.

El motivo por el que querían que él estuviese siempre corporalmente con ellos era la misma por la que Pedro temía que sufriese la pasión. Veían en él un maestro, un animador y consolador, un protector, pero humano, como se veían a sí mismos; y si esto no aparecía a sus ojos, lo consideraban ausente, siendo así que él está presente por doquier con su majestad. En verdad, él los protegía como la gallina a sus polluelos, según él se dignó afirmar; como la gallina, que, ante la debilidad de los polluelos, también ella se hace débil. Como recordáis, son muchas las aves que vemos engendrar polluelos, pero no vemos que ninguna, salvo la gallina, se haga débil con sus polluelos. Esta es la razón por la que el Señor la tomó como punto de comparación: también él, en atención a nuestra debilidad, se dignó hacerse débil tomando la carne. Les convenía, pues, a los discípulos ser elevados un poquito y que comenzasen a pensar en él con categorías espirituales: en cuanto Palabra del Padre, Dios en Dios, por quien fueron hechas todas las cosas, para ello era impedimento la carne que contemplaban.

Les era provechoso el afianzamiento en la fe viviendo con él durante cuarenta días; pero les era más provechoso aún el que él se sustrajera a sus ojos; y que quien en la tierra había vivido con ellos, como un hermano, les ayudase desde el cielo en cuanto Señor y aprendiesen a considerarlo como Dios. Así lo indicó el evangelista Juan; sólo hay que advertirlo y comprenderlo. Dice, en efecto, el Señor: No se turbe vuestro corazón; si me amáis, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo (Jn 14, 1.28). Y en otro texto dice: Yo y el Padre somos una misma cosa (Jn 10, 30). Vindica para sí tanta dignidad, no fruto de rapiña, sino igualdad de naturaleza, que a cierto discípulo que le decía: Señor, muéstranos al Padre, y nos basta, le respondió: Felipe, llevo tanto tiempo con vosotros ¿y aún no conocéis al Padre? Quien me ha visto a mí, ha visto también al Padre (Jn 14, 8.9). ¿Qué significa quien me ha visto? Si se refiere a verlo con los ojos de la carne, lo vieron también quienes lo crucificaron. ¿Qué significa, pues: quien me ha visto, sino "quien ha comprendido lo que soy, quien me vio con los ojos del corazón"? En efecto, como hay oídos interiores -los que buscaba el Señor al decir: Quien tenga oídos, que oiga (Mt 11,15), a pesar de no haber allí sordo alguno-, así también hay una mirada interior del corazón. Si alguien hubiera visto al Señor con ella, hubiera visto al Padre, puesto que es igual a él.

Poned atención a lo que dice Juan: Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. ¿Cómo, entonces, es mayor que él, según dice el Apóstol? El mismo Señor dice: El Padre y yo somos una misma cosa. Y en otro lugar: Quien me ha visto a mí, ha visto también al Padre. ¿Cómo dice aquí: Porque el Padre es mayor que yo? Estas palabras, hermanos míos, por cuanto el Señor pretende insinuarme son, en cierto modo, palabras de consuelo y de reproche. Estaban anclados en el hombre, y eran incapaces de pensar en él como Dios. Pensarían en él como Dios cuando despareciese de su presencia y de sus ojos en cuanto hombre, de manera que, eliminada la familiaridad habitual con la carne, aprendiesen a pensar en su divinidad, al menos en ausencia de su carne. ¿Qué quiere decir esto? Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre. Si me amarais: ¿Qué es esto, si no una forma de decir que no me amáis? ¿Qué es lo que amáis, pues? La carne que veis y que no queréis que se aparte de vuestros ojos.

Si, por el contrario, me amarais. ¿Qué quiere decir este me? En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios (Jn 1,1), según el mismo Juan. Si me amarais en mi condición de creador de todo, os alegraríais de que vaya al Padre. ¿Por qué? Porque el Padre es mayor que yo. Todavía, mientras continuáis viéndome en la tierra, el Padre es mayor que yo. Me alejaré de vuestra presencia; sustraeré a vuestras miradas la carne mortal que asumí en atención a vuestra mortalidad; comenzaréis a no ver este vestido que tomé por humildad. Pero ha de ser elevado al cielo para que aprendáis lo que debéis esperar. No dejó en la tierra la túnica que quiso vestir aquí, pues si la hubiese dejado aquí abajo, todos hubiesen perdido la esperanza en la resurrección de la carne.

Aun ahora, después de haberla elevado al cielo, hay quienes dudan de la resurrección de la carne. Si Dios la manifestó en su misma persona, ¿va a negarla el hombre? Dios tomó la carne por compasión, el hombre por naturaleza. Y. con todo, la dejó ver, los robusteció a ellos y la elevó al cielo. Imposibilitada por la ascensión la mirada de los ojos de la carne, ya no volvieron a verlo como hombre. Si en su corazón había algo movido por los deseos carnales, debió de entristecerse. Sin embargo, se juntaron en unidad y comenzaron a orar. Pasados diez días, había de enviarles el Espíritu Santo, para que los llenara de amor espiritual, aniquilando los deseos de la carne. De esta manera les hacía comprender ya que Cristo era la Palabra de Dios, Dios junto a Dios, por quien fueron hechas todas las cosas.
Sermón 264, 1-2.4.



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