martes, septiembre 28, 2010

7. María, la Iglesia y el alma cristiana

La piedad agustiniana enlaza íntimamente a María y la Iglesia en sus privilegios y excelencias, tales como la integridad perpetua y la fecundidad incorrupta: “Adorna a la Iglesia, como a María, la integridad perpetua y la incorrupta fecundidad” (Sermo 195, 2). Por eso la Iglesia es semejantísima a María por las dos mentadas prerrogativas: “Virgen es la Iglesia, virgen sea. Pero me dirás tal vez: ‘Siendo virgen, ¿cómo engendra hijos? Y si no engendra hijos, ¿por qué nosotros le dimos los nombres para que naciésemos de sus entrañas?’ Respondo a esto: La Iglesia es virgen y madre. Imita a María, que dio a luz al Señor. También la Iglesia da a luz y es virgen. Y si lo miras bien, da a luz a Cristo, porque miembros suyos son los que se bautizan.


Vosotros sois —dice el Apóstol— cuerpo de Cristo y miembros. Luego si da a luz los miembros de Cristo, muy semejante es a María”( Sermo 213, 12). La Iglesia es muy semejante a María, y María muy semejante a la Iglesia, en quien resplandecen idénticos rasgos virginales y maternales. En el arte cristiano de África se representaban la Iglesia y la Virgen en la única figura de la orante. De una de ellas descubierta en Cartago, y perteneciente al siglo IV o V, dice J. B. Rossi: “Aquella mujer es la personificación de la Iglesia, virgen y madre, pero simbolizada en la real Virgen y Madre del Evangelio, María»( Cit. por DELATRE, Le culte de la Sainte Vierge en Afrique d’après les monuments archéologiques p. 22 (Paris 1907).

San Agustín tenía experiencia de que la contemplación de ambas madres y vírgenes es manjar suave para la espiritualidad cristiana. Para conocer a María hay que mirar a la Iglesia, y para conocer a ésta contemplar a aquélla.

Estas tres miradas han de alimentar la piedad cristiana: miradas a Cristo, a la Virgen y a la Iglesia. Son los tres vergeles de la contemplación para subir a Dios y penetrar en el misterio de nuestra salvación.

Tanto la función de la virginidad como de la maternidad tienen un solo fin: recibir a Cristo y darlo al mundo. La pureza y santidad disponen para recibir a Cristo; la caridad, para darlo a los demás. Recibirlo es acto desponsorial de la fe, entregarlo es obra del amor a Dios y a los hombres(Sobre estos dos temas de la virginidad y maternidad de María véanse S. VERGÉS La Iglesia, esposa de Cristo (Barcelona 1969), y R. PALMERO-RAMOS, “Ecclesia Mater” en San Agustín (Madrid 1970).

Hay unión indisoluble en el Verbo encarnado con la Iglesia, su esposa y Madre, lo mismo que con la Madre de Dios, y, al mismo tiempo, comunicación de sus singulares prerrogativas. Cristo, María y la Iglesia forman una trinidad y al mismo tiempo una escala del paraíso que es necesario subir. Dentro de esta trinidad ha de moverse el alma cristiana. Se ha hablado antes de la biosfera espiritual de la Trinidad increada donde es preciso desarrollarse, porque “tu vida es Dios, tu vida es Cristo, tu vida es el Espíritu Santo»( Sermo 161, 7). De esta trinidad creadora es obra la otra trinidad que forman la Virgen, la Iglesia y el alma cristiana, la cual debe reproducir asimismo la fisonomía de la Madre de Dios y de la Iglesia para hacerse conforme a la imagen del Hijo de Dios.
La suprema ventura para las tres es lo que llama San Agustín suscipere et custodire Verbum Dei, recibir y guardar la palabra de Dios. De Santa María dice el Santo que mayor felicidad fue para ella llevar a Cristo en el corazón que en la carne (De sancta virg. 3). La gestación íntima de Cristo es lo que nos cristiana por la fe y la caridad. Mas nadie piense que se iguala o aventaja a María pues también supo recibir y guardar en el seno de su espíritu a Cristo, creyendo en Él y amándole sobre todo, porque la Madre de Dios es la que se adelanta a todos y lleva la palma de la primacía en la fe y caridad. Más que nadie, ella abrazó al Hijo de Dios, que es Hijo suyo, en sus entrañas con más vigor y plenitud. Tal es la primera bienaventuranza de María, pues “más dichosa fue recibiendo la fe de Cristo que concibiendo la carne de Cristo” (De sancta virg. 3).

San Agustín puso por encima de los otros valores la maternidad espiritual de María al comentar el episodio evangélico (Mt 12, 47-50) que dio pretexto a los maniqueos para negársela a la Virgen, dando a Cristo un origen celestial: “Tú niegas que Cristo tuvo madre, y quieres apoyarte en lo que Él dice: ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?”( DENIS, XXV 5) Cristo no negó ni menospreció a su Madre con tales palabras. Quería iluminar las mentes ciegas, formar hombres interiores, labrarse para sí un templo espiritual ( DENIS, XXV 5). Es decir, nos invitó a todos a penetrar en la grandeza espiritual de su Madre, que es toda interior, “porque ella oyó la palabra de Dios y la guardó; mejor guardó la verdad en la mente que la carne en el útero” ( DENIS, XXV 5). Su mérito está más en ser discípula o creyente de Cristo que en ser madre suya.
En esta grande dicha de concebir a Cristo en nuestras almas y darlo a luz participamos los fieles cristianos también del gran privilegio de la Madre de Dios. No tenemos el privilegio de encarnar en nuestras entrañas la carne de Cristo, pero sí el de concebirle en nuestro espíritu y alumbrarlo al mundo: “Pues la verdad, la paz y la justicia es Cristo, concebidle en la fe, dadle a luz en las obras, de suerte que lo que hizo el seno de la Virgen en la carne de Cristo, haga vuestro corazón en la ley de Cristo» (Sermo 192, 2). No sólo las vírgenesconsagradas a Dios, grande ornamento de la Iglesia, porque practican lo que aman en Cristo (Sermo 191, 3), sino también todos los fieles cristianos, participan de ambas prerrogativas marianas: “Finalmente, me dirijo a todos, a todos hablo; lo que admiráis en la carne de María —la virginidad—, obradlo en lo íntimo de vuestras almas.”El que cree en su corazón para hacerse bueno, concibe a Cristo; el que lo confiesa o manifiesta con palabras buscando la salvación, da a luz a Cristo. “Así, en vuestras almas sea rebosante la fecundidad, y perseverante la virginidad” (Sermo 191, 3). Volvemos siempre a las virtudes, de las que tampoco puede separarse la hermana gemela: fe, esperanzay caridad. En última instancia, la espiritualidad cristiana es una imitación de María que imprime en nosotros sus rasgos de virgen y madre. Nos hacemos vírgenes de Cristo y madres de Cristo, “pues todos cuantos hacen la voluntad del Padre son espiritualmente madres de Cristo” (De sancta virg. 6). María se presenta a los ojos de San Agustín como el ideal perfecto de la vida cristiana, a quien han de imitar todos cuantos quieren seguir el camino de la salud.

Por eso la Virgen y Madre de Dios se entraña profundamente en la piedad y devoción de los fieles. No puede darse una auténtica espiritualidad cristiana que margine a la Virgen o la considere como una persona de poca monta en la historia de nuestra salvación.

(Tomado del libro San Agustín del P. Victorino Capánaga)

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