DOMINGO XXVIII DEL TIEMPO ORDINARIO. (B) Mc 10, 17-30
Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?
Las palabras de Jesús al joven son entrañables y expresan un amor tierno y profundo: Jesús, fijando en él su mirada, le amó. El joven reconoce que guarda los mandamientos desde su juventud, pero quiere heredar la vida eterna. Es un joven de conducta sana, observante de la ley, buen judío, religiosamente inquieto e inconforme. No le bastaba su riqueza para ser feliz. Se sentía, probablemente, vacío por dentro. Tenía asegurada su vida aquí, en la tierra, pero quería asegurar también la del más allá. Había oído hablar en alguna ocasión de la vida eterna. Posiblemente no sabía en qué consistía, pero quería llegar a ella. Quería asegurarla. Y aprovecha el momento en que Jesús pasaba e iba de camino “por ahí”.
Y
Jesús sigue pasando “por ahí” y “por aquí”. Por tu vida y por la mía. Por la de
todos. Pasa y se hace el encontradizo. Hay un dicho latino que dice: “Time
Jesum transeuntem et non revertentem” (teme a Jesús que pasa, y que no
vuelve). Pero no es verdad. Jesús vuelve siempre. O mejor: no vuelve, sino que
está pasando continuamente por nuestra vida. Fija su mirada en nosotros y nos ama.
Pero
sí podría pasar de largo si no saliéramos a su encuentro como el joven del
evangelio. A él le movía una cierta inquietud interior que quería satisfacer. A
nosotros nos moverá la necesidad de salir de nosotros mismos para buscar y
encontrar al que es la Verdad y la Vida. Él tenía muchas cosas, que eran todo
para él. Pero se sentía vacío del todo por dentro. Nosotros tendremos,
posiblemente, pocas cosas, pero quizás nos apegamos a ellas como una lapa a la
roca. Pero, al mismo tiempo, nos vemos frágiles y necesitados, y sabemos,
porque nos consideramos creyentes, que Cristo está en camino y sentimos un
impulso fuerte para ir a su encuentro.
El encuentro con Cristo podría ser
frustrante para nosotros, como lo fue para el joven, o enriquecedor, como lo
fue para Zaqueo. Depende de nosotros, no de Cristo, que se da en alimento de
vida eterna y derrama a raudales sobre nosotros su gracia, su mensaje, su vida.
En la balanza de nuestra vida quizás pesa más -¡Dios no lo quiera!- el apego a
las cosas, que Cristo y los hermanos. Mi
amor es mi peso, él me lleva adonde soy llevado, decía san Agustín de sí
mismo (Confesiones XIII, 9, 10). El
amor nos lleva a Cristo, y ahí descansamos.
El amor a sus bienes inclinó la balanza
del joven hacia ellos, no a la propuesta de Jesús. Y salió del encuentro con
Cristo vacío, contentándose con el mero cumplimiento de los mandamientos, que
no es poco, pero sí insuficiente para él. Al oír la propuesta de Jesús, frunció el ceño y se marchó triste; pues era
muy rico. Posiblemente esa tristeza le duraría toda la vida. Nada más irse,
añade Jesús: Qué difícil es que los ricos
entren en el reino de Dios…, aunque todo es posible para Dios.
Vende tus
bienes, dáselo a los pobres, después sígueme, le dijo al joven
y a nosotros. No nos apeguemos a los
bienes de este mundo, sean pocos o muchos, como si de ellos dependiera tu vida.
Seamos pobres al estilo de Jesús. En vez de acumular, desprendámonos de lo
superfluo y aun de muchas cosas que, siendo para nosotros superfluas, son
necesarias para muchos. Recordemos las palabras de Agustín: Las posesiones superfluas de los ricos son las necesidades de los
pobres. Por eso, el almacenar cosas superfluas es una forma de robar (En. in ps. 147, 12). La solidaridad con
los más débiles es expresión de un amor como el de Jesús. San Agustín une frecuentemente
el problema de la pérdida de sentido religioso con el de la insensibilidad ante
los pobres, especialmente al comentar la parábola del pobre Lázaro (cfr Sermón 41 y 367).
Cuanto
más nos apeguemos a lo que tenemos, poco o mucho, más débil será nuestra
adhesión a Cristo. Cuanto menor sea nuestra dependencia de las cosas, mayor
podrá ser nuestra identificación con Jesús. Ya lo dijo Él: Nadie puede servir a dos señores…, no podéis servir a Dios y al dinero (Mt 6, 24). El caminante de larga distancia, si quiere llegar al
final del trayecto, porta consigo sólo lo imprescindible, lo único necesario. Y
si en el recorrido viera a alguien, que también quiere caminar pero a quien le
falta comida o ropa para abrigarse, se desprendería de parte de lo que lleva para
dar al que realmente lo necesita.
Eso
significa dáselo a los pobres. Quienes
se hacen pobres con los pobres, asumen y hacen suya la cercanía de Jesús a los
que nada tienen, su pobreza compartida con los más pobres de su tiempo, su vida
entregada a los excluidos y necesitados; y está cumpliendo con un requisito
fundamental para seguir a Jesucristo: el amor al hermano pobre.
No
es suficiente ser buen cumplidor de los mandamientos y leyes de la Iglesia. El
joven rico reconoce que todo eso lo ha cumplido siempre. Quizás sea suficiente
esto para “alcanzar la vida eterna”, pero no para seguir a Jesús de cerca. El
Señor invita a joven a no contentarse con unos mínimos. El seguimiento de Jesús
implica asumir, en lo humanamente posible, su misma vida, sus mismos
sentimientos, sus mismas actitudes.
Tened los mismos
sentimientos de Cristo Jesús, nos dice san Pablo, el cual, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de ser igual a
Dios, sino que se vació de sí y tomó la condición de esclavo (Fil 2, 5-7). Se vació de sí. Es decir, se desprendió de todo. Esto es lo que le
propone al joven rico: Una cosa te falta:
anda, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en el
cielo. Después vente conmigo. Jesús se desprendió de todo y no se apegó a
nada. Ni siquiera a su dignidad de ser Dios. Más bien, tomó la condición de esclavo. Y el esclavo no tiene nada a que
apegarse porque carece de todo. Así vivió Jesús y esta es su propuesta para
poder seguirle “más de cerca”.
Cuando
Dios ocupa el centro de nuestra vida y se apodera de la persona entera, cuando
nos llena de él, porque lo hemos encontrado, saboreado y gozado, todo lo demás
pasa a segundo plano. O en gran parte, desechado.
Deberíamos
preguntarnos de vez en cuando si los bienes de que disponemos (poco o mucho, no
importa) los hemos puesto al servicio de los demás (los más pobres, los
excluidos, los enfermos…) o si nos han conquistado el corazón.
San Agustín:
Da a los pobres; lo que das, no lo perderás, lo atesorarás. ¿Y quién te lo guarda? Cristo. El que te guarda a ti, ¿no sabrá guardar tu tesoro? ¿Por qué desea que cambies de lugar tu tesoro? Para que cambies de lugar tu corazón
(Comentario al salmo
90,2,13).
P.
Teodoro Baztán Basterra, OAR.
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