DOMINGO XXIII del TIEMPO ORDINARIO (B) Mc 7, 31-37
Jesús ha llegado a territorio pagano (Tiro,
Sidón, Decápolis). Pero antes de llegar él, ya le había precedido su fama de
curador o sanador. Y le llevan, como siempre, enfermos para que imponga sobre
ellos sus manos y queden curados. En esta ocasión actúa de manera diferente: No
impone las manos al sordomudo, lo aparta de la gente, quiere estar a solas con
él en un encuentro discreto y muy personal, lo “toca” en los oídos y en la
lengua, mira al Padre, suspira y dice Effetá,
esto es, ábrete, y al momento se le
abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba correctamente.
De esta manera abrió la puerta al sordomudo para
que pudiera salir de su aislamiento y comunicarse con todos. Comenzó a oír y a
hablar porque Alguien, a quien no conocía, le destrabó la lengua y le abrió el
oído. Su aislamiento se convirtió entonces en apertura integradora. No
necesitaba ya que lo llevaran a quienes, en su opinión, podían curarlo. Había
recibido un “toque” de poder y amor, y su vida cambió.
Todos quedaron
maravillados y decían: “Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los
mudos”. ¿De quién, que haya vivido en tiempos pasados hasta ahora,
se puede decir un elogio semejante? De nadie. El todo abarca la totalidad
de un comportamiento y de lo que alguien haya hecho a lo largo de su vida. Sólo
de Jesús. Y nadie lo ha desmentido. Únicamente los necios de siempre. Nosotros,
creyentes y muchos que no lo son, admitimos la verdad de que Jesús todo lo ha
hecho bien. El mismo Pedro, testigo más que nadie de lo que era y hacía Jesús,
en un discurso en casa de Cornelio, dijo: Me
refiero a Jesús de Nazaret…, que pasó haciendo el bien, curando a todos los
oprimidos por el mal (Hch 10, 38).
Y ¿qué ha hecho en este caso? Ha sido una
actuación con un simbolismo profundo para nosotros. Lo primero que sana Jesús
es la capacidad de oír y escuchar. Después podrá el sordomudo hablar y
comunicarse. Es una secuencia clara y luminosa, porque no es posible la
comunicación con otros sin la capacidad de poder oírles y escucharles. No
podemos hablar con Dios en la oración si antes no le escuchamos. Nada o muy
poco podremos decir a los otros si somos sordos a lo que ellos nos puedan
decir. Lo dicho: primero es oír y escuchar, y segundo poder hablar y comunicarnos.
Por eso, el mayor bien que nos hace Jesús es
“abrirnos el oído y desbloquearnos la lengua” con el fin de que podamos tener
un camino expedito para comunicarnos con Dios y con los hermanos. Pronuncia el Effetá y desbloquea y cura nuestra
sordera y nuestra mudez. Quiere llegar a lo más profundo de nuestro yo interior
para que podamos salir de nosotros mismos, conservando nuestro yo interior, y
poder salir al encuentro con Dios y los hermanos. Esta misma palabra (Effetá)
se pronunció en nuestro bautismo.
Dentro del rito del bautismo, en el momento de
pronunciar el Effetá, no obligatorio ahora, decía el sacerdote: “El Señor
Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos, te conceda, a su tiempo,
escuchar su Palabra y proclamar la fe, para alabanza y gloria de Dios Padre.
Amén”. Siento que este breve rito haya quedado a la libre disposición de quien
bautiza. Quien se incorpora a Cristo por el bautismo es curado, a su tiempo, de
la sordera y de la mudez, y recibe la capacidad de escuchar la Palabra de Dios,
comunicarse con él y con los demás. En adelante, podrá y deberá dar testimonio
de su fe.
Seguimos necesitando oír su Effetá sobre nosotros. Porque no oímos su Palabra, y, si la oímos,
no la escuchamos. Somos sordos, totales o a medias, para captar lo que nos dice
en todo momento y lugar, particularmente en la proclamación de su Palabra en la
eucaristía y en otros celebraciones litúrgicas. Los creyentes, si queremos que
nuestra fe crezca y madure, que nuestro amor sea como el suyo y la esperanza
sea siempre firme, deberíamos dejar que la palabra Effetá resuene siempre en nuestra vida.
La fe viene por el
oído
(fides ex auditu) dice san Pablo. Es decir: La
fe nace del mensaje que se escucha, y la escucha viene a través de la palabra
de Cristo (Rm 10, 17). Como la tierra se abre en surco para acoger la
semilla que en ella cae, así nosotros, tierra buena por la gracia, nos abrimos
ensanchando nuestro corazón para recibir la Palabra que cae abundantemente en
él. Se trata de acoger la Palabra y dejar que ella actúe en nosotros. Para ello
es necesario que Cristo pronuncie con fuerza su Effetá, y entonces dejaremos de ser sordos. Y también, que él
“toque” nuestro corazón y lo abra a la misericordia, a la compasión, a la
solidaridad y al servicio a los hermanos. Y habrá vida nueva en nosotros, porque todo lo hace bien.
Y también curará nuestra mudez. Porque quizás tenemos trabada
la lengua. Escuchamos frecuentemente la Palabra y no sabemos decirla en los
momentos oportunos. Y son muchos los casos o situaciones en los que reina la
ley del silencio. Nos decimos creyentes, pero, ¿por qué callamos nuestra fe?
¿Por qué no la manifestamos y testimoniamos para que el Señor, por nuestro
medio, pueda curar a otros sordomudos
que abundan muy cerca de nosotros? ¿Por qué nos cuesta decir lo que intentamos
vivir como creyentes? ¿Por miedo al qué dirán? ¿Por cobardía y timidez?
Recordemos lo que decía San Pablo a su discípulo Timoteo: Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de templanza (2 Tim1, 7). Y nos lo dice también hoy a
nosotros.
El espíritu de cobardía lo ponemos nosotros. Nos
creemos débiles, y no caemos en la cuenta de que somos fuertes porque en nuestro interior habita el Espíritu Santo. No
somos conscientes, quizás, de que hay en nosotros una corriente de amor desbordante que nos llega desde el
corazón de Cristo. Y la templanza,
que es también moderación, prudencia y respeto, es fruto de una fe viva y
crecida. Todo esto lo recibimos de Dios para que seamos testigos de su
presencia amorosa en nosotros y la podamos compartir con quienes no creen en
él.
Dios es Palabra en su Hijo unigénito. Y llegó
hasta nosotros para que la escuchemos, la acojamos, la saboreemos, y la podamos
testimoniar y comunicar. Que su Effetá
sobre nosotros nos impulse a proclamar sus maravillas. Como los acompañantes
del sordomudo del Evangelio después de ver su curación.
San
Agustín:
"Tarde te amé, hermosura tan antigua, y tan nueva, tarde
te amé. Y he aquí que tú estabas dentro de mí, y yo fuera, y fuera te buscaba
yo, y me arrojaba sobre esas hermosuras que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas
yo no estaba contigo. Me mantenían lejos de ti aquellas cosas que, si no
estuviesen en ti, no existirían. Llamaste y gritaste, y rompiste mi sordera;
brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi ceguera; exhalaste tu fragancia,
la respiré y suspiro por ti; te gusté y tengo hambre y sed de ti; me tocaste y
me abrasé en tu paz". (Confesiones X, 27, 38).
P. Teodoro Baztán Basterra, OAR.
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