DOMINGO XXII del TIEMPO ORDINARIO (B) Mc 7, 1-8. 14-15. 21-23
Lo que sale del corazón
del hombre, es lo que hace impuro al hombre.
De
nuevo surge la polémica de los fariseos y maestros de la ley con Jesús.
Legalistas y
obcecados. Ellos sostenían que la ley estaba por encima de todo,
incluso del mismo hombre. El sábado para
el hombre, y no al revés, les dijo un día Jesús. Pero, además de la ley,
había una serie de tradiciones y prescripciones que se iban añadiendo a lo
largo del tiempo, y que obligaban férreamente a su cumplimiento. Entre otras,
las abluciones antes de la comidas. No se trataba sólo de lavarse o no las
manos antes de sentarse a la mesa. Las abluciones, para ellos, tenían rango de
rito sagrado. Eran vinculantes, con la misma fuerza de la ley escrita, como si
hubieran sido reveladas también por el mismo Dios.
Pero
ven que los discípulos de Jesús no cumplen con ese deber. Y se dirigen a Jesús,
no a ellos, pues saben
que es él quien les ha enseñado a vivir con aquella libertad sorprendente, y le
preguntan: ¿Por qué tus discípulos no
siguen la tradición de nuestros antepasados? Jesús responde con palabras
del profeta Isaías: Este pueblo me honra
con los labios, mientras su corazón está lejos de mí (Is 29, 13). Y añade: Dejáis de lado el mandamiento de Dios y os
aferráis a la tradición de los hombres.
Según
ellos, el corazón del hombre no es el centro de las decisiones de la persona.
No admiten que la maldad de las acciones humanas dependan del interior del ser
humano, sino del incumplimiento externo y estricto de la ley. Incluso de “las
tradiciones de los hombres”. Jesús desbarata, una vez más, este modo de pensar. Les dice: Lo que
sale del corazón del hombre es lo que le hace impuro, no lo que viene de
fuera. Es cierto que las leyes son necesarias, pero Jesús nos llama a superar
el mero cumplimiento de ellas, y nos invita a vivirlas libremente desde nuestro
interior.
El legalismo es signo de debilidad en quien lo practica
porque la ley o las normas vienen a ser su único apoyo para actuar “en
conciencia”. El ritualismo tiende a vaciar el interior del creyente: nada queda
una vez que ha concluido el rito. El tradicionalismo reniega de lo nuevo y
paraliza la búsqueda de nuevos horizontes, desecha posibilidades que se abren o
perspectivas que podrían enriquecer nuestro ser de creyentes y nuestro quehacer
por el evangelio. Coarta o frena la acción del Espíritu Santo, que "empuja"
siempre hacia adelante, abre perspectivas siempre nuevas y actúa en nuestro
interior para que podamos actuar con amor y libertad.
Hay unas palabras muy hermosas de San Agustín al final de su
Regla a los monjes. Les ha dejado una normas muy prácticas que deben cumplir
para vivir en comunidad de hermanos, y les dice: “El Señor os
conceda cumplir todo esto por amor, como amantes de la belleza espiritual y
exhalando el buen perfume de Cristo…, no como esclavos sometidos a ley, sino
con la libertad de los constituidos en gracia” (Regla, 8, 1). Cumplir la ley
por la ley misma, esclaviza. Quien la cumple con amor y entera libertad porque
es buena, es amante de la belleza espiritual que es el mismo Jesús. Por eso,
las normas y las leyes, cuando son buenas, hay que cumplirlas con amor y con
plena libertad. Como Cristo: He aquí,
Padre, que he venido a cumplir tu voluntad (Hb 10, 7). Y añade en otro
lugar: Nadie me quita la vida, sino que
yo la entrego libremente (Jn 10, 18). Es decir, cumplió con amor y con
entera libertad la voluntad del Padre.
Quien diga o sostenga que el origen o la causa del mal o de
nuestros pecados y malas acciones depende sólo del incumplimiento exterior de
las leyes, tradiciones, prescripciones, etc., busca eximirse
de la responsabilidad de sus maldades, y no sabe, o no quiere saber, que los
males -y de ellos habla hoy el evangelio- se generan en el corazón del hombre,
no porque seamos malos por naturaleza, sino porque el corazón se ha alejado de
Dios.
No podemos en modo alguno engañarnos y echar la culpa de
nuestras faltas o pecados al ambiente en que vivimos, a los malos amigos, a
lecturas o espectáculos a que asistimos, a que son otros tiempos, etc. Todo eso
influye, sin duda, en nuestra manera de comportarnos. Pero "en
últimas", lo bueno o lo malo que podamos hacer o evitar depende de
nosotros. Tendemos a
dar culto a Dios con los labios, mientras nuestro corazón «está lejos de él».
Sin embargo, el culto que agrada a Dios nace del corazón, de la adhesión
interior, de ese centro íntimo de la persona de donde nacen nuestras decisiones
y proyectos.
La verdad es que si tenemos nuestro corazón centrado en Dios,
si nuestra fe ha ido creciendo y madurando día a día, si nos dejamos asistir
permanentemente por el Espíritu, si en nuestra oración experimentamos la
presencia de un Dios Padre, fuerte, compasivo y misericordioso, si vivimos una
práctica sacramental gozosa y frecuente, particularmente la eucaristía, etc.,
(porque todo ello va conformando nuestro ser de creyentes), podremos resistir
las fuerzas del mal que campan a sus anchas por el mundo, porque nuestro
corazón está “habitado” por quien es Amor, Camino, Verdad y Vida.
Pero si
nuestro corazón está lejos de Dios, nuestro culto será frío y vacío. No seremos
animados por la Palabra de Dios, y el amor al hermano será una entelequia. La
religión se convertirá en algo exterior, una costumbre más, un hábito que ha
arraigado sin vida en nosotros. Viviremos, si eso es vivir, separados del
tronco de la vid, y seremos sarmientos resecos y sin vida.
La
religiosidad popular (procesiones, peregrinaciones, novenas, distintas clases
de penitencias, ayunos, etc.) tiene valores que se deben potenciar y ritos que
necesitan ser interiorizados. Deben ser expresión de una fe que, aunque fuera
sencilla, se vive en el corazón de cada quien; que no sea sólo prácticas
devocionales que se repiten año tras año, muy buenas sin duda muchas de ellas,
pero que pasan, y se recuerdan y se añoran de nuevo. Estas manifestaciones
deben ser la expresión de la fe del pueblo, que debe crecer, madurar y dar el
fruto que el Señor espera. Pueden hacer mucho bien.
Jesús cita
al profeta Isaías para decir algo importante y definitivo: Vosotros dejáis de lado el mandamiento de Dios para aferraros a la
tradición de los hombres. Cuando nos aferramos ciegamente a
tradiciones humanas, podemos olvidar al mismo Jesús. Lo primero es siempre
Jesús: su persona, su mensaje, su vida, y su llamada a vivir un amor como el
suyo. No debemos olvidar nunca lo esencial. Solo después vendrán ciertas
expresiones externas, tradiciones humanas, y toda la riqueza que encierra la
religiosidad popular.
San Agustín: Una
cosa es estar en la ley, otra, bajo la ley. Quien está en la ley, actúa según
la ley; a quien está bajo la ley, se le hace obrar según la ley. Aquel, pues,
es libre; este, esclavo.
(Sobre el salmo primero, 2).
P. Teodoro
Baztán Basterra, OAR.
0 comentarios:
Publicar un comentario