DOMINGO TERCERO DE CUARESMA
Debemos reconocer que nuestra sociedad
tiene muchos dioses y rinde culto a muchos ídolos: el dinero, el placer, el
poder, la influencia social, la fama… Incluso entre los que nos decimos
cristianos que cumplimos con nuestros deberes religiosos, es bien patente esta
forma de idolatría. Hoy el Señor Dios, como lo hizo a su pueblo, nos habla con toda claridad y nos apremia en
formas concretas a que le rindamos el culto que se merece y que espera de
nosotros, que somos obra suya, que nos ha sacado del Egipto de la nada y nos ha
dado lo que somos y tenemos, la vida, nuestra personalidad; que nos lo ha dado
todo. Somos pueblo elegido y, como tal, deberíamos hacer nuestra la oración del
creyente judío que comenzaba el día recitando la oración del Shemá:“Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor, amarás al
Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con
todas tus fuerzas”. No tendrás otros dioses frente a mí, no te harás ídolos ni
te postrarás ante ellos…”. Los caminos o formas de vivir este amor estaban
recogidos en el Decálogo del Libro
del Éxodo, como acabamos de escuchar en la primera lectura.
Debemos evitar toda forma de idolatría
y no solo por fidelidad a Dios, sino como garantía de nuestra propia felicidad
y el bienestar de quienes conviven con nosotros. Este es el sentido de los
mandatos divinos: proclamar la soberanía y la gloria de Dios y garantizar el
bien de quienes somos parte de su pueblo, de su familia. El Decálogo constituye la Carta Magna de la
Alianza de Dios con su pueblo, es la propuesta que Dios hace a los suyos; y su
observancia, la respuesta a su amor y la garantía de salvación. “Soy un Dios celoso, pero actúo con piedad
cuando me aman y guardan mis preceptos”.
“No
convirtáis la casa de mi Padre en un mercado”
Acompañado por sus discípulos, Jesús sube a Jerusalén para
celebrar las fiestas de Pascua. Al asomarse al recinto que rodea al templo, se
encuentra con un espectáculo inesperado. Vendedores de bueyes, corderos y
palomas ofreciendo a los peregrinos los animales para sacrificarlos en honor a
Dios. Cambistas instalados en sus mesas traficando con el cambio de monedas
paganas, traídas de otros países, por la moneda oficial judía aceptada por los
sacerdotes.
Jesús se llena de indignación. El narrador describe su
reacción de manera muy gráfica: con un látigo saca del recinto sagrado a los
animales, vuelca las mesas de los cambistas y echa por tierra sus monedas
mientras grita: “No convirtáis la casa de
mi Padre en un mercado”.
Jesús se siente mal en aquel lugar santo. Lo que ven sus
ojos nada tiene que ver con el verdadero culto a su Padre. La religión del
templo se ha convertido en un negocio donde los sacerdotes buscan buenos
ingresos, y donde los peregrinos tratan de “comprar” a Dios con sus ofrendas.
Jesús recuerda unas palabras del profeta Oseas que repetirá a lo largo de su
vida: “Así dice Dios: Yo quiero amor y no
sacrificios”.
Aquel templo no es la casa de un Dios Padre en la que todos
se acogen mutuamente como hermanos. Jesús no puede ver allí esa “familia de Dios” que quiere ir formando
con sus seguidores. Aquello es un mercado donde cada uno busca su negocio. Dios
no puede ser el protector y encubridor de una religión tejida de intereses y
egoísmos: Es un Padre al que solo se puede dar culto trabajando por una
comunidad humana más solidaria y fraterna.
“Destruid
este templo, y yo en tres días lo levantaré”.
Jesús es judío y, como tal, acude a las
fiestas de Pascua de modo habitual, y va al templo. Pero lo que ve no es la mejor
forma de relacionarse con el Padre Dios. El gesto simbólico de Jesús es de una
importancia suma, pues está destruyendo algo antiguo, que ya no sirve, para
inaugurar el futuro de la vida religiosa. Tiene que desaparecer el templo de
piedras como lugar de encuentro con Dios, para dar paso a la persona de Jesús
como lugar de ese encuentro. Jesús es el verdadero y definitivo Templo, su
persona, su vida entregada. Hay una ruptura y una continuidad; un dar la
espalda al pasado y una mirada nueva al futuro. Jesús no pertenece al pasado,
sino al presente de la salvación que hace nuevo el futuro que solo Dios trae.
En este camino de Cuaresma, la Iglesia
nos pide que pongamos los ojos en Jesús: solo en él está la salvación; es lo
que nos dice san Pablo en la Carta a los Corintios y es lo que nos dice el
propio Jesús en el evangelio. Jesús no
propuso nuevos “Templos brillantes y espectaculares” en los que buscar a Dios;
él es en persona el “templo del encuentro” con Dios. Porque “El que me ve a mí ve al Padre”. “El Padre y
yo somos una misma cosa”. Y el culto que deberemos ofrecer al Padre es el
del amor, el de la entrega total a los demás hasta la muerte en la cruz.
Debemos ver en el hermano que sufre al Dios del cielo que, por amor, se ha
hecho carne. Por eso lo que se nos pide no son sacrificios, sino amor, entrega,
servicio.
Un amor que pasa también por el amor a
nosotros mismos, pues también nosotros somos “templos de Dios” y “morada
del Espíritu Santo”. Bautizados, somos casa de Dios: “Al que me ama mi Padre lo amará y vendremos a él y estableceremos
nuestra morada en él”. “Entonces
comprenderéis que yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y yo en vosotros”.
En esta cuaresma deberemos vivir esta hermosa realidad, pero también debemos permitir que Jesús, con “un azote de cuerdas”, expulse de nosotros a los animales impuros que nos habitan, que eche fuera los intereses y egoísmos terrenos que nos dominan; que nuestra casa no sea un mercado, sino la verdadera casa de Dios, su templo, en el que pueda ser reconocido como el único Dios y puedan ser recibidos todos los hermanos, sobre todo los más necesitados. Este es el templo que quiere Jesús. Nos lo pide la situación que estamos viviendo.
P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.
0 comentarios:
Publicar un comentario