DOMINGO SEGUNDO DE CUARESMA
Este pasaje es una revelación elocuente del amor absoluto de
Dios: “Todos los pueblos del mundo se
alegrarán con tu descendencia porque me has obedecido”. La obediencia de su
siervo se convierte en gloria de salvación para su pueblo, y el hijo, a punto
de ser sacrificado, es la figura anticipada de lo que será el sacrificio de
Cristo Jesús, el Hijo por excelencia.
“Este es mi
hijo muy amado, escuchadlo”.
Jesús se siente a sí mismo como el nuevo Isaac que camina al
sacrificio. Cargando con el peso de los pecados de la humanidad, de la
incomprensión y la ceguera de su pueblo, emprende viaje a Jerusalén en compañía
de sus discípulos. No les oculta que cuanto le suceda forma parte de su
condición de enviado a salvar a la humanidad que, por desobediencia, se ha
alejado de Dios y que no tiene otro camino de vuelta que el de la entrega total
del propio Hijo de Dios. Y así, en este viaje, les anuncia en tres ocasiones a
los discípulos que en Jerusalén va a sufrir y que morirá, pero que el Padre lo
resucitará al tercer día. También les anuncia que este será el destino de
quienes lo sigan.
Los discípulos no comprenden de qué les está hablando. Pero
Jesús sí siente en su carne cuanto les está diciendo. También se encuentra
débil, se siente humano como ellos y se ve necesitado de la luz y de la fuerza
del Padre. Por ello, acompañado de los íntimos, Santiago, Pedro y Juan,
asciende al monte Tabor. En este ambiente de pasión y de muerte acontece el
hecho de la transfiguración: misterio de gloria, pero también de dolor
redentor.
El marco de este acontecimiento no puede ser más evocador:
Jesús aparece “conversando con Moisés y
con Elías”, testigos de la larga esperanza mesiánica, protagonistas de
encuentros íntimos con Dios y víctimas de la cerrazón del pueblo elegido y de
su traición, que en ocasiones les llevó incluso a desear la muerte. Con ellos
aparece hablando Jesús, para escucharles una palabra de ánimo y de confianza en
Dios, pero también para expresarles que la misión histórica de acompañar y
guiar a su pueblo que en su día les fue confiada a ellos está a punto de
culminarse en él: su tarea está llegando a su fin. Y el Padre Dios deja
escuchar su voz. El que otras veces había hablado a estos elegidos ahora se
dirige a su Hijo: “Este es mi Hijo amado;
escuchadlo”. Y “de pronto sus
vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador”… “Estaban asustados y no
sabían lo que les decía”.
A muchos cristianos se nos ha olvidado que ser creyente es
vivir escuchando a Jesús, atentos a sus palabras. Sin embargo, sólo desde esa
escucha cobra verdadero sentido nuestra vida cristiana. Más aún. Sólo desde la
escucha nace la verdadera fe.
Un famoso médico siquiatra decía en cierta ocasión: “Cuando
un enfermo empieza a escucharme o a escuchar de verdad a otros... entonces,
está ya curado”. Algo semejante se puede decir del creyente cristiano. Cuando
comience a escuchar de verdad a Dios, comenzará también a curarse, a salvarse.
La experiencia de escuchar a Jesús puede ser desconcertante.
Puede resultar que no sea el que nosotros esperábamos o habíamos imaginado.
Incluso, puede suceder que, en un primer momento, no responda a nuestras
pretensiones o expectativas. Su personalidad nos desborda. No encaja en
nuestros esquemas normales. Sentimos que nos arranca de nuestras falsas
seguridades e intuimos que nos conduce hacia la verdad última de la vida. Una
verdad que nos cuesta aceptar.
Pero si la escucha es sincera y paciente, hay algo que se
nos va imponiendo. Encontrarse con Jesús es descubrir, por fin, a alguien que
dice la verdad. Alguien que sabe por qué vivir y por qué morir. Más aún.
Alguien que es la Verdad.
Entonces empieza a iluminarse nuestra vida con una luz
nueva. Comenzamos a descubrir con él y desde él cuál es la manera más humana de
enfrentarse a los problemas de la vida y al misterio de la muerte. Nos damos
cuenta dónde están las grandes equivocaciones y errores de nuestro vivir
diario. Pero ya no estamos solos. Alguien cercano y único nos libera una y otra
vez del desaliento, del desgaste, de la desconfianza o la huida. Alguien nos
invita a buscar la felicidad de una manera nueva, confiando totalmente en el
Padre, a pesar de nuestro pecado.
¿Cómo responder hoy a esa invitación dirigida a los
discípulos en la montaña de la transfiguración? “Este es mi Hijo amado. Escuchadlo”. Quizás tengamos que empezar por
elevar desde el fondo de nuestro corazón la súplica que repiten los monjes del
monte Athos: “Oh Dios, dame un corazón
que sepa escuchar tu voz”.
La cuaresma tiene que ser tiempo de desierto, como aquel al que se retiró Jesús después de recibir el bautismo de Juan para prepararse a su tarea de anunciar el evangelio. En esa situación de silencio, como la del Monte de la transfiguración, se oye mejor a Dios. Oremos con más intensidad durante estos días. Sintámonos más cerca de Dios, pues “si Dios está con nosotros, como dice san Pablo, ¿quién estará contra nosotros? Jesús, dice el apóstol, sentado a la derecha de Dios, intercede por nosotros”. Muy cercanos a Jesús y atentos a sus palabras. El evangelio es vida.
P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.
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