domingo, octubre 04, 2020

DOMINGO XXVII A

Voy a cantar en nombre de mi amigo un canto de amor a su viña.
Con estas palabras tan íntimas y cordiales, en un estilo poético que revela su cercanía y familiaridad con Dios -lo llama amigo- el Profeta Isaías nos habla de lo que es nuestra vida como individuos y como pueblo: un don, un regalo de Dios. Es el amor llevado al extremo. Somos la viña de Dios, somos su campo. Dios nos ha dado la vida, nos ha dado una familia, nos ha dado esta personalidad, este cuerpo; nos ha dotado de infinidad de cualidades y riquezas personales. Nos ha dado la fe e incorporado a su familia, a su pueblo, entonces el pueblo elegido, hoy, la Iglesia. Nos lo ha dado todo. “¿Qué más cabía hacer por mi viña que yo no haya hecho?” Nuestra respuesta a tanto amor debe ser dar el fruto que él espera de nosotros: “Él entrecavó la viña, la descantó y plantó buenas cepas… y esperó que diese uvas, pero dio agrazones”.
El fruto que debe dar la viña de nuestra vida es la alegría, el gozo, el reconocimiento de vivir. Es la uva de las buenas obras, son los racimos del fiel cumplimiento de la voluntad de Dios, de la aceptación de sus designios sobre nosotros y nuestros hermanos, el “buscar el reino de Dios y su justicia”. Lo decíamos el domingo pasado: ante Dios, lo importante no es “hablar” sino “hacer”. Para cumplir la voluntad del Padre del cielo, lo decisivo no son las palabras, las promesas y los rezos, sino los hechos de la vida cotidiana; el amor real y efectivo vivido día a día, la “mística cotidiana”: amor a Dios, a nosotros mismos y a los hermanos. Si no lo hacemos así y nuestra viña no da sino agrazones de amarguras y olvidos, de malos comportamientos, de divisiones, de odios y rencores “os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del reino de Dios”. Y añade: “Ahora os diré lo que voy a hacer con mi viña: quitaré la valla para que sirva de pasto, destruiré la tapia para que la pisoteen y la dejaré arrasada…”. Esto sucede cuando pecamos, cuando vivimos al margen de los proyectos divinos, no cumpliendo su voluntad: nuestra alma queda arrasada. El pecado personal y social y el olvido de Dios son la peor pandemia.
La viña del Señor de los Ejércitos es la casa de Israel
De la mano del profeta Isaías vayamos ahora al mensaje del evangelio. Jesús se encuentra en el recinto del Templo, rodeado de un grupo de altos dirigentes religiosos. Nunca los ha tenido tan cerca. Por eso, con audacia increíble, va a pronunciar una parábola dirigida directamente a ellos. Sin duda, la más dura que ha salido de sus labios.
Cuando Jesús comienza a hablarles de un señor que plantó una viña y la cuidó con solicitud y cariño especial, se crea un clima de expectación. La “viña” es el pueblo de Israel. Todos conocen el canto del profeta Isaías que habla del amor de Dios por su pueblo con esa bella imagen que hemos escuchado. Ellos son los responsables de esa “viña” tan querida por Dios.
Lo que nadie se espera es la grave acusación que les va a lanzar Jesús: Dios está decepcionado. Han ido pasando los siglos y no ha logrado recoger de su pueblo querido los frutos de justicia, de solidaridad y de paz que esperaba.
Una y otra vez ha ido enviando a sus servidores, los profetas, pero los responsables de la viña los han maltratado sin piedad hasta darles muerte. ¿Qué más puede hacer Dios por su viña? Según el relato, el señor de la viña les manda a su propio hijo pensando: “A mi hijo le tendrán respeto”. Pero los viñadores lo matan para quedarse con su herencia.
La parábola es transparente. Los dirigentes del Templo se ven obligados a reconocer que el señor ha de confiar su viña a otros viñadores más fieles. Jesús les aplica rápidamente la parábola: “Yo os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se le dará a un pueblo que produzca sus frutos”.
La Iglesia es el nuevo Pueblo de Israel, es la viña de la que habla Jesús. Nosotros somos parte de ese pueblo, de ese campo; y en esta Iglesia, en este campo, cada uno tenemos nuestra responsabilidad, mayor o menor y, por tanto, la palabra de Cristo está dirigida a cada uno de nosotros. Es de todo punto necesario que la escuchemos y que dejemos a un lado vanas preocupaciones o lamentos absolutamente estériles. Como responsables de esta porción de la Iglesia que el Señor nos ha confiado ¿somos ese pueblo nuevo que Jesús quiere, dedicado a producir los frutos del reino o estamos decepcionando a   Dios? ¿Vivimos trabajando por un mundo más humano? Desde el proyecto de Dios ¿cómo estamos respondiendo a tanta hambre como hay  de justicia, de solidaridad, de paz y de sana convivencia? ¿Respetamos al Hijo que Dios nos ha enviado, escuchamos su palabra o lo echamos de muchas formas "fuera de la viña"? ¿Estamos acogiendo la tarea que Jesús nos ha confiado de humanizar la vida o vivimos distraídos por otros intereses religiosos más secundarios?
¿Qué hacemos con los hombres y mujeres que Dios nos sigue enviando para recordarnos su amor y su justicia? ¿Ya no hay entre nosotros profetas de Dios ni testigos de Jesús? ¿Los reconocemos, les atendemos, los escuchamos?
Ven a visitar tu viña, la cepa que tu diestra plantó
Hermanos, reconozcamos nuestros fallos y confesemos nuestras debilidades y caídas; por ello, nos unimos al salmista y pedimos a Dios que venga a “visitar su viña”, la  que él plantó, para que la “paz de Dios, que sobrepasa todo juicio, custodie nuestros corazones y nuestros pensamientos en Cristo Jesús”. Obedientes a los ruegos de San Pablo a Los Filipenses “nos abrazamos y ponemos por obra todo lo que es verdadero, noble, justo, amable y digno de alabanza, todo lo que bueno y virtuoso”. Estos serán los frutos de nuestra vid y, así, “el Dios de la paz estará con nosotros”. No olvidemos jamás que cuanto somos y tenemos es de Dios: Somos hijos de Dios y somos pueblo de Dios, Y lo tenemos que demostrar particularmente en estos tiempos que estamos viviendo, tiempos de tanta necesidad y de tanto dolor.

P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.

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