Ascensión del Señor (A) Mt 28, 16-20
Id y haced discípulos de todos los pueblos. Pocas veces emplea Jesús el imperativo plural para imponer un mandato. Una, la que sintetiza todo, cuando nos manda que nos amemos como él nos ha amado. Ahora, momentos antes del volver al Padre, nos manda que vayamos, que nos movamos y que hagamos discípulos de todos los pueblos. Sobra decir que sus palabras no iban dirigidas sólo a sus discípulos de entonces, a quienes en esta oración los instituye como apóstoles, es decir, enviados, sino a todos los creyentes, seguidores suyos. Así queda expresada de la manera más evidente la universalidad de la salvación.
Para que nosotros podamos hacer discípulos según el mandato de Jesús, antes tenemos que ser discípulos suyos. Pero discípulos, no como los de los grandes maestros, cuyos discípulos lo eran en cuanto aprendían y acogían sus enseñanzas. No importaba el comportamiento o modo de proceder posterior, tanto del discípulo como del maestro. Sin embargo, el discipulado de Jesús implica y exige, no sólo conocer y recordar sus enseñanzas, sino sobre todo seguirle y vivir, en lo humanamente posible, su misma vida. Sólo así podremos hacer discípulos de todos los pueblos.
El seguidor de Cristo debe permanecer en todo momento a la escucha del Maestro. Será discípulo toda la vida, no por un tiempo, porque siempre debe vivir con el maestro y como el maestro. El nombre de discípulos nos constituye en nuestra identidad más radical de seguidores de Jesús y nos lanza a la misión como enviados.
Otra nota característica del discipulado cristiano es, al contrario de quienes elegían a los grandes maestros y aprendían de ellos, que nosotros hemos sido elegidos por Jesús; no somos nosotros quienes lo hemos elegido a él. Son sus palabras: "No me habéis elegido vosotros a Mí. Soy Yo el que os he elegido a vosotros" (Jn 15, 16). Afirmación que nadie, fuera de él, pudo hacer. El nos llama y congrega para que compartamos su vida y su misión. (Mc 3, 14). Somos discípulos de Cristo, elegidos por él y a quien hemos dado nuestro sí, y condiscípulos unos de otros.
Somos identes, (de id, imperativo plural del verbo ir) porque vamos, o tenemos que ir, como enviados o apóstoles, para ser testigos de Jesús en el mundo; y somos también hacedores (de haced) muchos discípulos suyos, proclamando la Buena Nueva de su vida y su persona. Y añade Jesús: Enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Vamos y hablamos en su nombre, no a título personal. Hasta el mismo Jesús reconoce en varias ocasiones que él es enviado por el Padre y que hablaba como el Padre le ha enseñado (Jn 8, 28).
Si no nos reconociéramos enviados por él y nos predicáramos a nosotros mismos, si fuéramos nosotros los referentes de lo que decimos, podríamos oír las palabras de Jesús dirigidas a nuestros oyentes: Haced lo que ellos os digan, no hagáis lo que ellos hacen. Y yo osaría añadir que no hagan ni lo que decimos, porque nuestra palabra no estaría avalada por el Espíritu que nos envía.
En el Libro de los Hechos, momentos antes de su Ascensión al cielo, Jesús dice a sus discípulos: Seréis mis testigos hasta el confín de la tierra (Hch 1, 8). El discípulo y enviado será en primer lugar testigo de Jesús. Testigo con su vida y su palabra. Y testigo, en cristiano, es quien vive lo que cree y, además, lo dice. Su fe, así vivida, es fuerza arrolladora y pujante. Muchos no la apreciarán porque tienen los ojos del corazón cerrados. Ven sólo lo que palpan con las manos, o lo que ven con los ojos de su cara, o lo que agrada a sus sentidos siempre sedientos de placer. Son como ventanas cerradas a cal y canto que impiden que penetre el sol de la mañana.
Y habrá muchos, alejados de Dios y de la Iglesia por motivos distintos, indiferentes quizás ante lo sagrado, acomodados a un modo de vida sin grandes inquietudes, con una formación deficiente o nula en lo que se refiere a la fe, que podrán apreciar el testimonio de quienes viven su fe, y si la celebran, además, con gozo. Y se cumplirán las palabras de Jesús: Brille así vuestra luz ante los hombres, para que, viendo vuestras buenas obras, den gloria a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5, 16). La meta o el objetivo final y único es el Padre, no nosotros. Somos instrumentos en las manos de Dios. El pincel nunca podrá arrogarse ser autor de una pintura de mucho valor.
Y a las obras añadimos necesariamente la palabra. Se trata de decir públicamente lo que creemos. Ocultar la fe es de cobardes. No vivirla, se volvería mortecina y hasta podría morir. No comunicarla, sería egoísmo o dejadez. Nuestra palabra deberá ser vehículo para que la Palabra, que es mismo Jesús, llegue a otros. No podemos ser sordos a la Palabra ni mudos para callarla. La misma Palabra, Jesús, pondrá palabras en nuestra boca, porque yo os daré palabras y sabiduría (Lc 21, 15).
El Espíritu Santo es nuestro Maestro interior. Enseña desde dentro, recordándonos todo lo que dijo Jesús (Jn 14, 26), y nos llevará hasta la verdad completa (Jn 16, 13).
San Agustín:
Todos tenemos un único Maestro y somos condiscípulos en una única escuela (Sobre el evangelio de Juan 16, 3) ¡Que sean imitadores nuestros, si nosotros lo somos de Cristo; y, si nosotros no imitamos a Cristo, que imiten a Cristo! (Sermón 47, 12-14).
¿Me siento llamado o invitado por Jesús a ser discípulo suyo? ¿Por qué? ¿Me considero discípulo suyo sólo porque intento vivir sus enseñanzas?¿Suelo ocultar mi fe en momentos en que alguien podría reírse de mí? ¿Qué me falta para ser verdadero testigo de Jesús?¿Acepto de buen grado ser "idente" para comunicar a otros mi fe y dar razones de mi esperanza?¿Comparto mi discipulado con quienes son también discípulos de Jesús? ¿Cuál es mi experiencia en este sentido?¿Cómo interpreto y hago mías las palabras de san Agustín?
P. Teodoro Baztán Basterra, OAR.





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