Reflesión Domingo XXXI C. 2019 Tiempo Ordinario
Te compadeces, Señor, de todos, porque amas a todos los seres
El evangelio, con la escena de Zaqueo, y la página sapiencial del AT, nos ponen delante un mensaje consolador: el perdón de Dios. Ambas lecturas, junto con el salmo, nos animan a que confiemos en la misericordia de Dios, a pesar de nuestros pecados y caídas morales. El libro de la Sabiduría, uno de los últimos del AT, nos ofrece dos reflexiones que no debemos olvidar: la grandeza de Dios: “el mundo entero es ante ti como un grano de arena en la balanza”; y su misericordia: “te compadeces de todos... y no odias nada de lo que has hecho”. Dios es vida y ha dado la vida con amor y por amor a todo lo que existe. No puede mirar con malos ojos a lo que ha salido de sus manos y menos todavía a la criatura humana, el ser más excelso y grande que Él ha creado: “perdonas a todos, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida”. A los que hace falta corregirles, lo hace con tolerancia y amor: “corriges poco a poco a los que caen; a los que pecan les recuerdas su pecado, para que se conviertan y crean en ti”.
Es un mensaje que se nos anuncia repetidamente en toda la Biblia: nuestro Dios es un Dios misericordioso, un Dios que perdona. El autor del libro de la Sabiduría, aun reconociendo el poder y la grandeza de Dios como creador, subraya más su paternidad: Dios se compadece de todos, ama a todos y a todo, no odia a nadie -¡no odia nada de lo que ha hecho!-, perdona, es amigo de la vida, cuando hace falta corrige y reprende, pero siempre está dispuesto a perdonar. En verdad es una página llena de positiva esperanza, que vale la pena proclamar gozosamente.
El salmo responsorial reafirma esta comprensión de Dios, repitiendo la "definición" de él que aparece en varios salmos: “el Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad... el Señor sostiene a los que van a caer, endereza a los que ya se doblan”. Es un salmo que podríamos meditar después de la comunión, porque nos asegura a todos que Dios es clemente, misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad... fiel... bondadoso. Esta piedad y esta misericordia se hacen más reales en la donación que nos hace de su propio Hijo como hermano nuestro que, siendo Dios, comparte todo lo nuestro. Es la encarnación del amor del Padre Dios.
El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido
Jesús ha llegado a la ciudad de Jericó, ciudad comercial y rica, muy apta para que los recaudadores de impuestos se enriquecieran. Zaqueo, “jefe de publicanos y rico”, se siente movido por la curiosidad. Es bajo de estatura y se sube a un sicómoro, especie de higuera, para poder ver a Jesús que pasa entre la gente. Cuando lo ve Jesús subido en ese árbol, le llama por su nombre y le dice que baje pues hoy quiere “alojarse en su casa”. Esta cercanía o confianza de Jesús le toca el corazón y se convierte, tomando decisiones muy concretas para reparar las injusticias que había cometido. La respuesta de Jesús es todo un mensaje: “Hoy ha sido la salvación de esta casa: también este es hijo de Abrahán”. Es una ocasión más en la que Jesús, de palabra y de hecho, nos ofrece el retrato de un Dios que perdona. Él mismo, Jesús, “ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido”.
Lucas, el evangelista de la misericordia y del perdón, es el único que nos cuenta esta escena de la conversión de Zaqueo. Como publicano, recaudador de impuestos para la potencia ocupante, los romanos, Zaqueo era despreciado, seguramente tachado de traidor y colaboracionista de las tropas ocupantes, y sus negocios debieron ser un tanto dudosos. Él mismo lo reconoce y promete restituir lo que hubiera "desviado": “si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más”. Jesús, que se había hecho invitar a su casa, tomando la iniciativa, consigue lo que quería, lo que había venido a hacer a este mundo: “buscar y salvar lo que estaba perdido”. Los fariseos excomulgan a Zaqueo. Jesús va a comer con él y le da un voto de confianza, aún a sabiendas de que va a ser mal interpretado, y ya está notando de que le acusan de que va a comer en casa de un pecador (¿no puede ir un médico a casa del enfermo?): pero consigue devolver la paz a una persona necesitada de esa paz y alejada de Dios.
El Señor nos invita a que miremos nuestras vidas a la luz de estas lecturas. Demos ocasión a Dios para que hoy, y siempre, venga a nuestras casas y comparta todo lo nuestro como Jesús con Zaqueo. Pero la Palabra de Dios es también una llamada de atención a nuestro ser de hijos suyos: ¿Somos personas de buen corazón, misericordiosos, fáciles al perdón? ¿o, por el contrario, somos fáciles en la condena, como los fariseos que murmuraban porque Jesús “ha entrado en casa de un pecador”?
"Hoy voy a comer en tu casa"
Podríamos decir que cada Eucaristía nos ayuda a vivir las dos direcciones de esta parábola. Jesús no se invita a nuestra casa, sino que nos invita a la suya. Nuestra Eucaristía es algo más que recibir, como Zaqueo, la visita del Señor. Es ser invitados por él a entrar en comunión con él mismo, que se ha querido convertir en nuestro alimento de vida. Cada vez sucede lo que sucedió en casa del publicano: “hoy ha sido la salvación de esta casa”.
Pero, a la vez, la Eucaristía es una escuela práctica en la que aprendemos a ser abiertos de corazón para con los demás. Imitando a ese Dios que quiere la salvación de todos, que no odia a nadie, que "es amigo de la vida", y a ese Jesús que se alegra del cambio de vida de Zaqueo, nosotros, en nuestra celebración, al rezar y cantar juntos y, sobre todo, al participar juntos del Cuerpo y Sangre de Cristo, sea cual sea nuestro origen, formación, edad y condición social, aprendemos a ser más comprensivos con los demás y a perdonar, si es el caso, lo que haya que perdonar. De esta suerte haremos realidad lo que pide el apóstol Pablo a los fieles de Tesalónica: “Que Jesús sea glorificado en vosotros y vosotros en él”.
P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.
El evangelio, con la escena de Zaqueo, y la página sapiencial del AT, nos ponen delante un mensaje consolador: el perdón de Dios. Ambas lecturas, junto con el salmo, nos animan a que confiemos en la misericordia de Dios, a pesar de nuestros pecados y caídas morales. El libro de la Sabiduría, uno de los últimos del AT, nos ofrece dos reflexiones que no debemos olvidar: la grandeza de Dios: “el mundo entero es ante ti como un grano de arena en la balanza”; y su misericordia: “te compadeces de todos... y no odias nada de lo que has hecho”. Dios es vida y ha dado la vida con amor y por amor a todo lo que existe. No puede mirar con malos ojos a lo que ha salido de sus manos y menos todavía a la criatura humana, el ser más excelso y grande que Él ha creado: “perdonas a todos, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida”. A los que hace falta corregirles, lo hace con tolerancia y amor: “corriges poco a poco a los que caen; a los que pecan les recuerdas su pecado, para que se conviertan y crean en ti”.
Es un mensaje que se nos anuncia repetidamente en toda la Biblia: nuestro Dios es un Dios misericordioso, un Dios que perdona. El autor del libro de la Sabiduría, aun reconociendo el poder y la grandeza de Dios como creador, subraya más su paternidad: Dios se compadece de todos, ama a todos y a todo, no odia a nadie -¡no odia nada de lo que ha hecho!-, perdona, es amigo de la vida, cuando hace falta corrige y reprende, pero siempre está dispuesto a perdonar. En verdad es una página llena de positiva esperanza, que vale la pena proclamar gozosamente.
El salmo responsorial reafirma esta comprensión de Dios, repitiendo la "definición" de él que aparece en varios salmos: “el Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad... el Señor sostiene a los que van a caer, endereza a los que ya se doblan”. Es un salmo que podríamos meditar después de la comunión, porque nos asegura a todos que Dios es clemente, misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad... fiel... bondadoso. Esta piedad y esta misericordia se hacen más reales en la donación que nos hace de su propio Hijo como hermano nuestro que, siendo Dios, comparte todo lo nuestro. Es la encarnación del amor del Padre Dios.
El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido
Jesús ha llegado a la ciudad de Jericó, ciudad comercial y rica, muy apta para que los recaudadores de impuestos se enriquecieran. Zaqueo, “jefe de publicanos y rico”, se siente movido por la curiosidad. Es bajo de estatura y se sube a un sicómoro, especie de higuera, para poder ver a Jesús que pasa entre la gente. Cuando lo ve Jesús subido en ese árbol, le llama por su nombre y le dice que baje pues hoy quiere “alojarse en su casa”. Esta cercanía o confianza de Jesús le toca el corazón y se convierte, tomando decisiones muy concretas para reparar las injusticias que había cometido. La respuesta de Jesús es todo un mensaje: “Hoy ha sido la salvación de esta casa: también este es hijo de Abrahán”. Es una ocasión más en la que Jesús, de palabra y de hecho, nos ofrece el retrato de un Dios que perdona. Él mismo, Jesús, “ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido”.
Lucas, el evangelista de la misericordia y del perdón, es el único que nos cuenta esta escena de la conversión de Zaqueo. Como publicano, recaudador de impuestos para la potencia ocupante, los romanos, Zaqueo era despreciado, seguramente tachado de traidor y colaboracionista de las tropas ocupantes, y sus negocios debieron ser un tanto dudosos. Él mismo lo reconoce y promete restituir lo que hubiera "desviado": “si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más”. Jesús, que se había hecho invitar a su casa, tomando la iniciativa, consigue lo que quería, lo que había venido a hacer a este mundo: “buscar y salvar lo que estaba perdido”. Los fariseos excomulgan a Zaqueo. Jesús va a comer con él y le da un voto de confianza, aún a sabiendas de que va a ser mal interpretado, y ya está notando de que le acusan de que va a comer en casa de un pecador (¿no puede ir un médico a casa del enfermo?): pero consigue devolver la paz a una persona necesitada de esa paz y alejada de Dios.
El Señor nos invita a que miremos nuestras vidas a la luz de estas lecturas. Demos ocasión a Dios para que hoy, y siempre, venga a nuestras casas y comparta todo lo nuestro como Jesús con Zaqueo. Pero la Palabra de Dios es también una llamada de atención a nuestro ser de hijos suyos: ¿Somos personas de buen corazón, misericordiosos, fáciles al perdón? ¿o, por el contrario, somos fáciles en la condena, como los fariseos que murmuraban porque Jesús “ha entrado en casa de un pecador”?
"Hoy voy a comer en tu casa"
Podríamos decir que cada Eucaristía nos ayuda a vivir las dos direcciones de esta parábola. Jesús no se invita a nuestra casa, sino que nos invita a la suya. Nuestra Eucaristía es algo más que recibir, como Zaqueo, la visita del Señor. Es ser invitados por él a entrar en comunión con él mismo, que se ha querido convertir en nuestro alimento de vida. Cada vez sucede lo que sucedió en casa del publicano: “hoy ha sido la salvación de esta casa”.
Pero, a la vez, la Eucaristía es una escuela práctica en la que aprendemos a ser abiertos de corazón para con los demás. Imitando a ese Dios que quiere la salvación de todos, que no odia a nadie, que "es amigo de la vida", y a ese Jesús que se alegra del cambio de vida de Zaqueo, nosotros, en nuestra celebración, al rezar y cantar juntos y, sobre todo, al participar juntos del Cuerpo y Sangre de Cristo, sea cual sea nuestro origen, formación, edad y condición social, aprendemos a ser más comprensivos con los demás y a perdonar, si es el caso, lo que haya que perdonar. De esta suerte haremos realidad lo que pide el apóstol Pablo a los fieles de Tesalónica: “Que Jesús sea glorificado en vosotros y vosotros en él”.
P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.
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