DOMINGO XXXII del TIEMPO ORDINARIO C. Reflexiones
El final del Año Cristiano recuerda el final de la historia
Como nos ha contado el evangelista Lucas, Jesús, después de una largo camino, llega a Jerusalén. El relato de hoy sucede ya en la ciudad o en el templo. Las cosas se precipitan. En estos domingos últimos del año cristiano, la temática de las lecturas apunta a la escatología, hacia el final de los tiempos, empezando por la fe en la resurrección de los muertos. El mes de noviembre nos trae este mensaje; recordemos que ya hemos celebrado las fiestas de Todos los Santos y de los Difuntos.
El rey del universo nos resucitará para una vida eterna
La historia de la persecución en tiempo de los Macabeos nos prepara para la escucha del evangelio. Sucede en el siglo II antes de Cristo, en la persecución de Antíoco IV que, con una mezcla de halagos y amenazas, intenta seducir a los israelitas y conducirles a la religión oficial pagana, olvidando la Alianza. Llega a profanar el Templo -lo dedicó a "Zeus Olímpico"- y obliga a los judíos a aceptar las costumbres helénicas.
Es edificante la fortaleza de aquella madre y de sus siete hijos que resisten a todas las tentaciones y halagos y rechazan abandonar su fe y pasar al paganismo, con sus creencias y costumbres. Lo de comer o no la carne prohibida era sólo un aspecto; se trataba de algo más profundo: mantenerse fieles a Dios. Pero la lección que hoy se resalta en este episodio está sobre todo en la fe que muestran todos sus protagonistas en la resurrección y en la otra vida, que va a ser también el tema del evangelio.
Las palabras del salmo son las de un creyente que está sufriendo por su fe, pero que confía en la ayuda de Dios: “presta oído a mi súplica... yo te invoco porque tú me respondes, Dios mío”, para terminar proclamando, en la antífona repetida, la fe en la otra vida: “y al despertar me saciaré de tu semblante”.
Pablo, por su parte, quiere que sus cristianos de Tesalónica, en Grecia, tengan consuelo en sus dificultades, pero a la vez, les desea que Jesús les conceda fuerzas para lo que les espera: “para toda clase de palabras y obras buenas... el Señor os dará fuerzas y os librará del malo... para que améis a Dios y esperéis en Cristo.
”.
No es un Dios de muertos, sino de vivos
Los saduceos, pertenecientes a las clases altas de la sociedad, no creían en la otra vida ni en la resurrección. Son ellos quienes hacen a Jesús una pregunta-trampa manifiestamente exagerada sobre los siete hermanos que se casan sucesivamente con la misma mujer a medida que va muriendo el anterior sin dejar descendencia. Esto es lo que mandaba la “ley del levirato”. La pregunta es: cuando llegue la resurrección ¿de cuál de ellos será ella la mujer? Sorteando hábilmente la ridícula pregunta, Jesús afirma, ante todo, la fe en la vida futura y la resurrección. Además les recuerda que en la otra vida, como no pueden morir, ya no se casarán, o sea, el matrimonio no tendrá ya sentido para la procreación, porque todos “son hijos de Dios y participan en la resurrección”. Dios es un Dios de vivos: para Él todos están vivos.
El rey del universo nos resucitará para una vida eterna
Esta es la fe, firme y decidida, de los siete hermanos de los que habla el Libro de los Macabeos. Y es también la que nos ha transmitido el salmista: “al despertar, me saciaré de tu semblante, Señor”. Pero es Jesús, en el evangelio, el que nos presenta la fe en el más allá con mayor precisión. La pregunta sobre los siete hermanos que se casan con la misma mujer no es importante. La respuesta de Jesús, sí. Les dice, ante todo, que existe la resurrección, cosa que negaban los saduceos: les asegura que los que “han sido juzgados dignos de la vida futura, son hijos de Dios y participan en la resurrección, porque Dios es Dios de vivos” y nos tiene destinados, no a la muerte, sino a la vida. Un destino de hijos, llamados a vivir de la misma vida de Dios y para siempre, en la fiesta plena de la comunión con él. Nosotros sabemos que, después de la resurrección de Cristo, los que nos incorporamos a él tendremos su mismo destino de resurrección. Viviremos en otra realidad, la de Dios. Así nos lo muestra en cada una de sus apariciones.
Mirar hacia adelante
No somos muy dados a mirar al futuro, preocupados como estamos por el presente y sus problemas. Según en qué círculos, hablar de "la otra vida" produce reacciones parecidas a las de los saduceos: se intenta olvidar o ridiculizar esa perspectiva. Sin embargo, es de sabios recordar en todo momento de dónde venimos y a dónde vamos. La Palabra de Dios nos invita hoy a tener despierta esta mirada profética hacia el final del viaje, que, pronto o tarde, llegará para cada uno. Este mundo no es nuestra meta; es solo una etapa de nuestra existencia, como lo fue el seno materno durante unos meses. Estamos destinados a la plenitud de la vida en Dios, aunque no sepamos cómo.
En medio de una sociedad "secularizada", encerrada más bien en las cosas de "este siglo" y no del "siglo futuro", dominada por la realidad de aquí abajo, hoy se nos llama a que sepamos alzar la mirada y recordemos cuál es la meta de nuestro camino. La fe en la vida a la que Dios nos destina es la que ha dado luz y fuerza a tantos millones de personas a lo largo de la historia, y la que también a nosotros nos ayuda en nuestra vida de fidelidad humana y cristiana, abiertos al Dios Absoluto, que es el destino de nuestra historia personal y comunitaria.
Como Pablo a los de Tesalónica, también a nosotros nos tiene que dar Cristo Jesús fuerza para seguir madurando en nuestro camino, porque nunca podemos sentirnos satisfechos de lo ya alcanzado. El "más allá" sigue siendo también para nosotros un misterio. No pretendemos imaginar cómo es y cómo sucederán las cosas. Pero creemos a Cristo Jesús, el Maestro, que nos asegura que los que se incorporan a él, vivirán para siempre. Es lo que nos recuerda cada vez que celebramos la eucaristía: “Si uno come de este pan, vivirá para siempre, yo le resucitaré el último día... el que me come, vivirá por mí, como yo vivo por el Padre”. Cada vez que celebramos la eucaristía, Jesús mismo, Palabra y Alimento, nos va dando fuerzas y nos prepara para el encuentro definitivo con él, o sea, con la vida plena.
P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.
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