¿PARA QUE SIRVE REZAR?
Sin duda, son muchos los factores que han provocado la desvalorización de la oración en nuestra sociedad. No es algo casual que la persona moderna haya ido perdiendo su capacidad de invocar a Dios y dialogar sinceramente con Aquél que es la fuente de nuestro ser y nuestro vivir.
En una sociedad donde se acepta como criterio casi único de valoración la eficacia, el rendimiento y la producción, no es extraño que surja la pregunta por la utilidad y la eficacia de la oración. ¿Para qué sirve rezar? Esta es casi la única pregunta que muchas personas se hacen cuando piensa en la oración.
Se diría que entendemos la oración como un medio más, un instrumento para lograr unos objetivos determinados. Lo importante para nosotros es la acción, el esfuerzo, el trabajo, la programación, las estrategias, los resultados. Y, naturalmente, orar cuando tenemos tanto que hacer nos parece «perder el tiempo». La oración pertenece al mundo de «lo inútil».
Esta experiencia de mucha gente en la actualidad puede ser algo muy positivo, pues nos puede ayudar a descubrir el verdadero valor de la oración cristiana. De alguna manera, es cierto que la oración es «algo inútil» y no nos sirve para lograr tantas cosas por las que nos esforzamos día tras día.
Como es «inútil» el gozo de la amistad, la ternura de unos esposos, el enamoramiento de unos jóvenes, el cariño y la sonrisa de los niños, el desahogo con la persona de confianza, el descanso en la intimidad del hogar, el disfrute de una fiesta, la paz de un atardecer... ¿Cómo medir «la eficacia» de todo esto que constituye, sin embargo, el aliento que sostiene nuestro vivir?
Sería una equivocación reducir la eficacia de la oración al logro de las peticiones que salen de nuestra boca en una situación concreta. La oración cristiana es «eficaz» porque nos hace vivir con fe y confianza en el Padre y en solidaridad incondicional con los hermanos.
La oración es «eficaz» porque nos hace más creyentes y más humanos. Abre los oídos de nuestro corazón para escuchar con más sinceridad a Dios. Va limpiando nuestros criterios, nuestra mentalidad y nuestra conducta de aquello que nos impide ser hermanos. Alienta nuestro vivir diario, reanima nuestra esperanza, fortalece nuestra debilidad, alivia nuestro cansancio.
La persona que aprende a dialogar constantemente con Dios y a invocarlo «sin desanimarse» como nos dice Jesús, va descubriendo dónde está la verdadera eficacia de la oración y para qué sirve rezar. Sencillamente, para vivir.
P. José A. Pagola
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