DOMINGO XXX TIEMPO ORDINARIO -C- Reflexión
Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha
El libro sapiencial del Eclesiástico nos dice que las preferencias de Dios es-tán en los más pobres y necesitados: Los gritos del pobre atraviesan las nu-bes. Si tiene predilección por alguien es por los pobres y humildes: “escucha las súplicas del oprimido... sus penas consiguen su favor y su grito alcanza las nubes... los gritos del pobre atraviesan las nubes y no descansan hasta alcanzar a Dios”. Es un mensaje que nos prepara a escuchar la parábola de Jesús sobre el pecador humilde que es escuchado por Dios.
El salmo insiste en la misma idea: “si el afligido invoca al Señor, él lo escu-cha”. Es un salmo que pretende, sobre todo, animar a los humildes. “El Se-ñor está cerca de los atribulados”. Si la lectura sapiencial hablaba de "gritos" de los pobres y humillados, el salmo también se hace eco de los mismos: “cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias”.
Dios es Padre y es padre bueno y como tal nos quiere a quienes somos sus hijos. Pero tal como sucede en la vida humana, incluso entre los que no son muy generosos, muestra sus preferencias por las más necesitados, por los más débiles y pobres en todos los sentidos. Lo ha demostrado a lo largo de toda la historia y lo ha hecho realidad sembrando estas preferencias en los corazones de los humanos, entre los que encontramos personas sumamente delicadas y caritativas. Miremos al Papa Francisco acogiendo a emigrantes, presos, enfermos y marginados de la sociedad. Pero, sobre todo miremos a Jesús compadeciéndose de los necesitados, dando de comer a los hambrien-tos, curando a enfermos o resucitando a muertos. “Cuando uno grita, el Se-ñor lo escucha y lo libra de sus angustias”. Esta palabra del Señor nos debe llevar a pedirle fe, mucho amor y preocupación por quienes necesiten algo de nosotros, como lo hizo su hijo Jesús: “En esto conocerán que sois discípu-los míos, en que os amáis unos a otros”. “Ejemplo os he dado, para que ha-gáis lo que yo he hecho con vosotros”, les dice después de lavarles los pies a los discípulos en la última cena. Jesús fue todo amor como revelan los evan-gelios, particularmente el de san Juan, que en una de sus cartas dice que “Dios es amor”. Desde este reconocimiento debemos orar o hablar con Dios, como hace el publicano de la parábola que propone Jesús.
El publicano bajó a su casa justificado; el fariseo, no
Lucas nos dice a quién va dirigida la "parábola" de hoy sobre la oración: “dijo Jesús esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás”.
No les gustaría nada a sus oyentes fariseos el retrato que hace Jesús de los dos orantes que acuden al Templo: el publicano que es escuchado por Dios, y el fariseo, tan lleno de sí mismo, que sale como había entrado. Porque “el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”. La pará-bola es diáfana, y a todos nos conviene reflexionarla y examinarnos a su luz. No afecta sólo al modo de rezar, sino al modo de vivir la religiosidad en ge-neral.
El fariseo es buena persona, cumple como el primero, no roba ni mata, ayu-da cuando debe hacerlo y paga lo que hay que pagar. Pero no ama. Está lleno de su propia santidad. Se le nota cuando está ante Dios y cuando se relaciona con su prójimo. Es justo, pero con poca fe y humildad dentro. Está orgulloso de sus virtudes, y da gracias a Dios por lo bueno que es... él, el fariseo. No tiene nada por lo que pedir perdón. Al revés: enumera con gusto la lista de sus virtudes y sus méritos. Jesús dice que éste no sale del templo perdonado. Mientras que el publicano, que es pecador, se presenta humil-demente como tal ante el Señor. Es pecador, pero tiene mucha fe. Este sí sale salvado del Templo.
¿En cuál de los dos personajes nos sentimos reflejados: en el que está con-tento y seguro de sí mismo y desprecia a los demás, o en el pecador que in-voca el perdón de Dios? Si somos como el fariseo, no le dejamos actuar a Dios en nuestra vida: nos bastamos a nosotros mismos. Si fuéramos cons-cientes de las veces que Dios nos perdona, tendríamos una actitud distinta para con los demás, no estaríamos tan apegados a nuestros méritos, y nues-tra oración y nuestra vida sería más cristiana.
El publicano, por su parte, tal vez no era muy dado a rezar, pero el día que se decidió a ir al Templo, oró de una manera que Cristo le alabó. Jesús no nos está invitando a ser pecadores, sino a ser humildes, y a no presentarnos ante Dios ni ante los demás pregonando nuestras virtudes y nuestras buenas obras. Los que son ricos no piden nada. Los que se creen sabios, no pregun-tan nada. Los que se saben perfectos, no tienen que pedir perdón por nada. A ver si pronto o tarde se cumplirá también en nosotros lo de que “el que se enaltece será humillado”.
Esto, sin embargo, no contradice actitudes como las de la Virgen María, cuando en su Magníficat, se presenta no como el centro de todo, sino como el objeto de la misericordia de Dios: “ha hecho en mí cosas grandes... ha mi-rado la humildad de su sierva”. También ella formula casi igual que luego su Hijo las preferencias de Dios: “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes”. O como la de Pablo en la carta que dirige a Timoteo. Pablo es consciente de sus propios méritos y puede resumir su vida, sin falsa modes-tia, diciendo que ha combatido bien el combate de la fe y que ahora le “aguarda la corona merecida”. Es lo que ponen de manifiesto el Libro de los Hechos de los Apóstoles y otros muchos testimonios. Pero san Pablo no cae en el defecto del fariseo que se vanagloriaba ante Dios en su oración. Ante todo, Pablo reconoce que ese premio que Dios prepara no es para él: “y no sólo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida”. Sobre todo, recono-ce que “el Señor me ayudó y me dio fuerzas... él me libró de la boca del león”. También para el futuro, “el Señor seguirá librándome de todo mal. A él la gloria por los siglos de los siglos”. No es autosuficiencia, sino gratitud ante lo que Dios le ha permitido hacer para el bien de las comunidades cristianas y para la evangelización del mundo.
Nuestra madre, la Virgen María, Pablo y el publicano son hoy para nosotros maestros de vida cristiana. Oremos a Dios desde nuestra pobreza y con hu-mildad, pero, alegres, reconozcamos los dones y las gracias que nos ha dado.
P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.
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