DOMINGO XXVIII del TIEMPO ORDINARIO C Reflexión
Las lecturas bíblicas que escuchamos cada domingo son una buena escuela en la que debemos aprender a vivir en conformidad con la voluntad de Dios. Son luz que nos ilumina, fuerza que nos anima; pero, en ocasiones, son tam-bién, maestras que nos corrigen en nuestro andar por caminos no conformes a la voluntad de Dios. El domingo pasado Jesús nos invitaba a confiar en él, a tener fe y, de una manera sencilla, aplaudía a quienes cumplían su volun-tad -“hemos hecho lo que teníamos que hacer”-; hoy nos da otra lección que no podemos olvidar nunca: Dios es bueno con todos y, por tanto, debemos ser agradecidos con él.
Volvió Naamán a Eliseo y alabó al Señor
Naamán es un general extranjero que padecía la enfermedad de la lepra. Ha oído hablar de los prodigios de Eliseo, sucesor profético de Elías y, confiado en el poder del que habla la gente, acude a él para que lo cure. Obediente al mandato del profeta, se baña siete veces en las aguas del río Jordán y queda sanado de su enfermedad. Aunque el mandato de Eliseo le haya parecido un tanto extraño, sin embargo obedece. El fruto de esta confianza es la sanación de la enfermedad que padece. Agradecido vuelve al profeta y le ofrece toda clase de dones, que Eliseo rechaza. En compensación el general se compro-mete a no reconocer en adelante a otro dios que al Dios de Eliseo, en el que ha descubierto la bondad y el poder que le ha sanado por completo.
Este episodio es un anticipo de lo que nos relata el evangelio de Lucas: Jesús también se compadece de todos los enfermos y alaba y bendice a quienes, reconociendo esta bondad, vuelven a él agradecidos, como el leproso samaritano.
¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?
Lucas, que nos recuerda de nuevo que “Jesús iba camino de Jerusalén”, nos cuenta el episodio de los diez leprosos curados por Jesús. De los diez sólo uno vuelve a darle las gracias. Los demás, llenos de alegría, ni se acuerdan de quién los ha curado. Esto ya sería significativo. Pero lo más interesante es que el único que vuelve a dar gracias es un extranjero, un samaritano. Una vez más, Jesús pone en evidencia que tal vez los que peor responden a los dones de Dios son precisamente los que pertenecen al pueblo elegido.
El amor de Dios es universal: ¿y el nuestro?
Es la primera lección que nos dan las lecturas de hoy. La segunda es que te-nemos que corresponder con nuestra gratitud personal a ese amor universal de Dios. Las dos lecciones están relacionadas. Si sabemos que Dios ama a todos, nos sentiremos agradecidos, y aprenderemos también a tener un cora-zón más acogedor y universal con los demás, sean quienes sean. Basta que nos necesiten como lo ha hecho el profeta o como actúa Jesús que, una vez más, aparece atendiendo a propios y extraños con la misma misericordia y entrega. Jesús ha venido a salvar a todos, como signo viviente del amor uni-versal de Dios.
¿Somos nosotros así, abiertos de corazón, dispuestos a ayudar a todos? Dios ofrece su salvación a todos, sin mirar el color de su piel. Es lo que hace su Hijo Jesús. Pero, además, tengamos en cuenta que en ocasiones, esos ne-cesitados, esos “ajenos” o “extraños”, nos pueden dar lecciones de gratitud a Dios como el general sirio o como el samaritano que vuelve humildemente a dar gracias a Jesús, o como aquel centurión romano cuya fe alabó sincera-mente Jesús. Confesemos que no siempre somos muy sensibles a los bienes o dones que recibimos de Dios.
“Los otros nueve ¿dónde están?”
Esta exclamación de Jesús debe resonar hoy con fuerza en nuestro corazón. ¿Somos agradecidos con Dios y con aquellos que han sido buenos con noso-tros?. La breve oración de los leprosos había sido modélica: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros”. Pero luego, nueve de ellos no regresan. No sa-ben valorar el detalle exquisito que suponía que alguien atendiera a unos le-prosos, en contra de las costumbres de la época. El único que demuestra esa calidad humana tan fina de la gratitud es un extranjero. La queja de Jesús es explicable: “Los otros nueve, ¿dónde están? ¿no ha vuelto más que este ex-tranjero para dar gloria a Dios?”.
Jesús pone varias veces en evidencia la pobreza espiritual de los miembros del pueblo elegido, de “los hijos de casa”, que no demuestran ni fe ni gratitud. Hagamos un examen de conciencia serio para ver si nosotros no nos com-portamos con Dios, o con nuestro prójimo, como aquellos nueve que no han sabido ser agradecidos con aquel de quien han recibido el don de la curación.
Pero no se trata sólo de dar las gracias por un favor. Jesús nos pide una acti-tud más profunda. Un creyente se tiene que situar ante Dios, no esgrimiendo derechos, sino con humilde gratitud, sabiendo admirar los detalles del amor con que Dios nos rodea.
Si no somos capaces de descubrir como regalos de Dios la vida, la salud, las cualidades que tenemos, la compañía de las personas, los bienes de este mundo, los medios de salvación que tenemos en la Iglesia como la Palabra de Dios, el perdón sacramental, la Eucaristía, el ejemplo y la ayuda de la Virgen y los santos nos parecemos a aquellos leprosos que fueron valientes y confiados en la oración de petición, pero poco generosos en la de acción de gracias.
La Eucaristía, “acción de gracias”
La celebración de la eucaristía debería ser el mejor reflejo de cuanto venimos diciendo y un espejo en el que podemos contemplar estas enseñanzas de Je-sús. Recordemos, por ejemplo el momento de desear y dar la paz a los her-manos antes de comulgar todos juntos del mismo cuerpo y sangre de Jesús. En un gesto visible como el abrazarnos o estrecharnos la mano expresamos nuestra aceptación de quienes están a nuestro lado, sean quienes sean, los conozcamos o no, para, luego, acercarnos con ellos a recibir a Jesús que nos da su vida y su paz. La comunión del cuerpo de Cristo, como lo expresa la misma palabra, es la culminación de nuestra voluntad y compromiso de acercamiento a Jesús y a los hermanos. Es el momento en el que, como sa-maritanos curados de la lepra, volvemos a Jesús con los hermanos para mostrar nuestra entrega y gratitud. De esta forma daremos vida a lo que dice Pablo en su carta a Timoteo: “acuérdate de Jesucristo resucitado de entre los muertos... Si con él morimos, viviremos con él... si perseveramos, reinaremos con él”. Es también el momento de unirnos a la Virgen María, su madre, que es la nuestra, para decir con ella: “Proclama mi alma la grandeza del Señor y se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador”.
P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR
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