domingo, septiembre 22, 2019

Domingo XXV del T.O. (C)

Nos puede desconcertar a primera vista (o “a primera oída”) la parábola que hoy nos presenta Jesús. Es un tanto enigmática, provocadora y desconcertante. Descarto, de entrada, cualquier intento de desentrañar, como si fuera un exégeta experto, su sentido o significado. Me fijaré sólo en dos o tres puntos para reflexionar sobre ellos.

“Los hijos de este mundo son más sagaces que los hijos de la luz”.

Estas palabras nos remiten a otras pronunciadas por el mismo Jesús. Dijo: “Sed sagaces como serpientes y sencillos como palomas” (Mt 10,16). La sagacidad implica perspicacia para ser conscientes de la situación en que nos encontramos en un momento dado, suficiente claridad para valorar los riesgos que nos puedan sobrevenir, discernimiento lúcido para buscar y encontrar las soluciones más apropiadas, agudeza de espíritu y prontitud para enderezar el camino.
Y en la base de todo, (porque se trata de un proceso de conversión permanente al Señor), está la ayuda de la gracia o la fuerza de lo alto. Somos, quizás, creyentes acomodados, mediocres en nuestra vida de fe, “incomprometidos” en la causa de los más débiles…; en una palabra, malos administradores de los bienes que “el amo” nos ha conferido. Quizás no nos damos cuenta de los riesgos que corremos.

En la parábola Jesús nos invita a utilizar la misma habilidad (sagacidad) del mayordomo para alcanzar los bienes del reino. Recordemos que el amo de la parábola no elogia el mal comportamiento del mayordomo, sino su sagacidad para salir de una situación apurada y que ponía en riesgo su futuro. Nuestro futuro es Dios y bien merece la pena ser sagaces para llegar a él.

En todo esto no tiene cabida la soberbia o el orgullo, sino la sencillez y la humildad de corazón. Llegamos a Dios porque él llega antes a nosotros. Y llega revelándose sólo a los pequeños y sencillos. Todo ello es un misterio de amor por parte de Dios, y de apertura a él por parte nuestra, buscándolo siempre y en todo momento siendo “sagaces como serpientes y sencillos como palomas”. 
“El que es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho”.

Somos hijos de una cultura que no valora los pequeños detalles. O que minusvalora los actos sencillos, pero llenos de sentido. Por ejemplo, los gestos amables en el trato con los demás, saber agradecer con sinceridad cualquier favor que recibimos, ser educados en todo momento, valorar la palabra dada y cumplirla, acompañar con amor no fingido a quien sufre, prestar una ayuda puntual a quien la necesite, saber escuchar con atención a quien nos habla y mil etcéteras más.

Quien es fiel en todo ello, sin duda que también lo será en lo mucho, porque ha abonado y forjado su personalidad con los valores del evangelio. Así se explica, por ejemplo, el martirio de tantos creyentes a lo largo de la historia. Vivieron una vida sencilla, llena de gestos de fidelidad al Señor, y asumieron el martirio como una “consecuencia natural” de una vida así vivida (valga la redundancia).
“No podéis servir a Dios y al dinero…”.

El dinero no es malo. Y desear tenerlo, tampoco. Es necesario para vivir dignamente. Quien carece de él corre el riesgo, tanto él como su familia,  de vivir en la miseria. Y Dios rechaza esa clase de pobreza. Quiere que usemos el dinero para vivir con dignidad, no que el dinero nos use a nosotros para ser esclavos.

Porque el dinero tiene gran poder de seducción. Ciega fácilmente a quien lo posee y a quien aspira a tenerlo, muchas veces de manera muy sutil, pero ata y esclaviza casi siempre con lazos muy resistentes, de los que es muy difícil salir. Cuando esto ocurre, se convierte para muchos en un dios, en un señor que domina y somete. Poseerlo y gozar con él es obsesión permanente y enfermiza.
Este falso dios desplaza y ningunea al Dios único y verdadero. Es causa, además, de corrupción, de explotación del más débil y suele crear pobreza por “donde pasa”. Así lo denunciaba el profeta Amós (1ª lectura) hace muchos siglos con estos ejemplos: “¿Cuándo pasará la luna nueva para vender el grano, y el sábado para abrir los sacos de cereal -reduciendo el peso y aumentando el precio, y modificando las balanzas con engaño- para comprar al indigente  por plata y al pobre por un par de sandalias?” Redactado lo anterior con otras palabras, describiría exactamente situaciones que se dan hoy en nuestro mundo.

Agustín:
Para esto han de servir las riquezas, para que no tengas dificultad en donar. El pobre quiere, pero no puede. Quiere el rico y puede. Den con facilidad,... (S  36,6). Te crees rico; pero si no tienes a Dios, ¿qué tienes? Otro puede ser pobre, pero si tiene a Dios, ¿qué no tiene? (S  78,5).

P. Teodoro Baztán Basterra, OAR.

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