viernes, agosto 16, 2019

DOMINGO XX del TIEMPO ORDINARIO (C) Homilía

El camino del cristiano no es fácil. Si el domingo pasado nos invitaba Jesús a la vigilancia, hoy pone el acento en la fortaleza que necesitaremos para ser coherentes con nuestra decisión de seguirle en su camino.

Señor, date prisa en socorrerme
En la primera lectura se nos presentan unos momentos vividos por el profe-ta Jeremías, al que Dios encargó que anunciara a su pueblo un futuro som-brío si no se convertía de sus maldades, y que aconsejara unas decisiones que no eran del agrado de las autoridades, sobre todo militares. Por eso in-tentaron eliminarlo para que no hablara. Pero fue valiente hasta el final y siguió proclamando lo que a él le parecía la voluntad de Dios. Hubo momen-tos en que estuvo tentado de dimitir como portavoz de Dios, pero no lo hizo.

La carta a los Hebreos nos presenta la vida cristiana como una carrera, en un estadio lleno de gente, en la que los atletas, los competidores, deben lu-char al máximo para poder obtener algún triunfo. Según el autor de la carta, para poder correr la carrera que nos toca, sin retirarnos, “debemos quitarnos todo lo que nos estorba y el pecado que nos ata” y tener nuestros ojos fijos en Jesús que, “renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz” y así obtuvo el “gran triunfo de estar sentado a la derecha del Padre”. Jesús es el gran atleta, el gran campeón. Los cristianos debemos hacer cuanto esté en nues-tras manos, y en nuestras piernas, para imitarlo y obtener juntamente con él el premio. Para ello, termina diciendo el autor de la carta, “no os canséis ni perdáis el ánimo. Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado”.

Si somos corredores y atletas en esta vida, ¿cómo corremos? ¿cómo recibi-mos y traspasamos el "testigo" de nuestra fe en esta carrera de relevos que es la vida de la comunidad cristiana? Ser buen deportista exige esfuerzos: hay que renunciar a bastantes cosas para poder triunfar en la carrera. Ser buen cristiano cuesta sacrificio, pues deberemos tomar decisiones que no nos resulten cómodas ni agradables. También a Jesús le resultó difícil cumplir su carrera, pero nos ofrece un óptimo ejemplo de fe en Dios, que le dio fuerza para seguir hasta el final: “corramos en la carrera que nos toca sin retirar-nos... no os canséis, no perdáis el ánimo”. Si nos sentimos débiles recemos con Jeremías y con el propio Jesús el salmo interleccional para decirle a Dios: “Señor, date prisa en socorrerme… el se inclinó y escuchó mi grito”. Con la ayuda de Dios lo podremos todo.

No he venido a traer paz
Todavía es más sorprendente lo que nos dice Jesús en el evangelio, con imá-genes muy expresivas. Él no ha venido a traer “paz”, sino “guerra”. Luego diría “mi paz os dejo mi paz os doy”, pero, como él mismo indica, su paz no es como la que da el mundo. Nos dice también que ha venido a prender “fue-go” en el mundo: quiere transformar, cambiar, purificar. Nos avisa que esto va a “dividir” a la humanidad: unos lo van a seguir, y otros, no. Y eso den-tro de una misma familia. Jeremías, en el AT, provocó la división, porque eran palabras exigentes las suyas. Cristo, que había venido a “reunir a los hijos de Dios dispersos”, se convirtió también -ya lo anunció el anciano Si-meón a María y José en el Templo- en signo de contradicción.

Seguirle a él requiere una opción personal consciente y enérgica. Claro que Cristo quiere la paz. Ha venido a reconciliar al hombre con Dios y a los hombres entre sí y a cada hombre consigo mismo. Ha venido a reunir a los hijos de Dios dispersos, no a dividir. Llama bienaventurados a los que traba-jan por la paz. Pero se ve que hay dos clases de paz y hay una que él no quiere: la paz perezosa, hecha de compromisos, la paz de los que se instalan cómodamente y no se deciden a seguir caminos exigentes.
Cuando habla de “prender fuego” no habla del fuego que devasta los bos-ques, sino del fuego de un amor decidido, de una entrega apasionada, como la de él. Es el fuego del Espíritu que dará a los suyos en Pentecostés y que bajó precisamente en forma de lenguas de fuego sobre la comunidad y la transformó completamente. Jeremías, en sus “confesiones”, dice que tuvo tentaciones de dimitir de su misión profética, pero que no podía pues “había en mi corazón algo así como fuego ardiente”, que era la Palabra de Dios, y por eso siguió fiel a la voz de Dios. Si en nuestro seguimiento de Cristo sólo buscamos paz y consuelo para nuestros males, o la garantía de obtener unas gracias de Dios, no hemos entendido su intención más profunda. El evange-lio, la fe, es algo revolucionario, hasta inquietante, que intenta transformar nuestras vidas.

Ser cristianos en el mundo de hoy
No siempre resulta fácil ser fieles a Cristo, incluso dentro del mismo ambien-te familiar. Pongamos los ojos en los mismos esposos, en la relación padres e hijos, en la diversidad entre los hermanos. Cada uno vive su propia reli-giosidad, lo que puede producir divisiones en la propia familia o en el grupo de amistad o de trabajo. Pero ante Cristo no podemos quedarnos neutrales o indiferentes. Se cree en Jesús o no se cree en él. Se es cristiano o no se es. No se puede compaginar alegremente el mensaje de Cristo con el de este mundo. No se puede “servir a dos señores”.

Sería buscar una falsa paz el que lográramos acomodar nuestra fe a los gus-tos del mundo y  a las exigencias de la sociedad. La paz de Cristo, la verda-dera, está hecha de fuego y de lucha. Claro que es más “pacífico” que los pastores de la comunidad cristiana, desde el Papa hasta el último diácono, no digan más que palabras de consuelo y halago; pero tienen que decir lo que ellos creen que es la verdad conforme al evangelio, y eso, muchas veces, suscita reacciones violentas de oposición, por ejemplo cuando meten el dedo en la llaga de la injusticia social o del permisivismo moral o la defensa de la vida. Y esto lo debemos vivir y hacer realidad todos los que nos decimos cristianos. Tenemos que ganar la carrera del bien, de la justicia y del amor, la carrera del evangelio, con esfuerzo y con ilusión. Son muchos los espectado-res los que nos aplauden: el Propio Jesús, su madre, y todos los santos que dieron la vida por el crucificado. Asumamos este compromiso para luego poder escuchar con esperanza la palabra final del ministro de le eucaristía: “Podéis ir en paz”.
P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.


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