TARDE DE JUEVES SANTO

Tarde era del Jueves Santo;

tarde triste y amarilla,

llena de miedo y de llanto,

cuando van, por maravilla,

las mujeres con mantilla

y los obispos a pie…

Como lo quiere la fe

y lo dice el Catecismo,

el señor obispo mismo,

por visitar los Sagrarios,

sus rezos y sus rosarios

mascullando con fervores,

con su capa y su muceta,

tronco de raso violeta

con verdes borlas por flores,

del anillo y pectoral

luciente la pedrería,

por el callejón venía

de junto a la Catedral.

Por el callejón de oro

donde, blancas gaviotas,

niños jugaban al toro

con trozos de velas rotas.

-¡El obispo!... Y se han parado,

como un surtidor quebrado

de un soplo, risas y juego.

-¡El obispo!... Y Chano, y Diego,

y Felipe el de las flores,

y Paquillo el del Palmar

-niños de los pescadores,

que aun en las fiestas mayores

han de salir a la mar-,

roto el juego, se han quedado

con ese gesto iniciado

lleno de gracia y donaire,

que va a correr y no corre…

¡Cigüeñitas de la torre

con una pata en el aire!

Alza el obispo la vista;

traza una cruz de amatista

su guante, mientras que dice

un latín enrevesado,

y así los juegos bendice

que en el aire se han quedado.

Allá, por la luz postrera,

ya el obispo se perdía.

Ya consumiéndose ardía,

sin pabilo, lastimera,

llena de miedo y de llanto,

como una vela de cera,

la tarde del Jueves Santo.

Coplas de pena y cantares

erraban con tristes dejos.

Ya iba el obispo muy lejos

con sus dos familiares.

Ya la luz se anaranjaba.

Y en el callejón quedaba

sólo y errante un lamento:

la última copla y el viento

que bate, sacude y riza

en la mar olas y redes.

Niños pintaban con tiza

toritos en las paredes.

Dn. José María Pemán