lunes, junio 25, 2018

NATIVIDAD DE SAN JUAN BAUTISTA

De acuerdo con nuestro calendario litúrgico celebramos tres nacimientos: El de la Virgen María, en septiembre, y los de nuestro Señor Jesucristo y el de san Juan Bautista. Ambas festividades están relacionadas con el fenómeno astrológico de los solsticios. Jesús nace en el solsticio de invierno cuando los días comienzan a alargarse en el hemisferio norte; mientras que el nacimiento de Juan tiene lugar en el solsticio de verano cuando ya los días comienzan a acortarse. En el hemisferio sur sucede lo contrario. En todas las culturas ambos nacimientos están vinculados con el culto al sol y a la luz como fuen-tes de vida. Jesús es el que nace con fuerza, los días comienzan a ser más largos y el sol a dar más luz y calor. Marca una nueva etapa en la historia de la humanidad. En  cambio, Juan es el signo de un tiempo que se acaba, la historia de la humanidad en la que mueren ciertos usos y costumbres.

La noche del 24 de junio es una festividad de origen pagano, común a todas las culturas de Europa, Asia y América, que suele ir ligada a encender ho-gueras o fuegos como en las antiguas celebraciones en las que se festejaba la llegada del solsticio de verano, pese a que éste es el 21 de junio, en el hemis-ferio norte. La finalidad de este rito era “dar más fuerza al Sol” que, a partir de esos días, iba haciéndose más “débil”, y los días más cortos hasta el solsticio de invierno. Simbólicamente, el fuego tiene también una función "purificadora" en las personas que lo contemplan o saltan sobre él. Por eso en algunos lugares se acostumbra también ir a bañarse a un río en las prime-ras horas de la mañana.
Juan, modelo de creyentes.

Juan es el primero en reconocer en Jesús a  su Dios y salvador, según la ex-presión de su madre en el saludo que le dirige a su prima. Cuando Isabel re-cibió a la Virgen María,  el niño Juan, comenzó a dar saltos en el vientre de su madre, que exclamó llena de alegría: “¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?”. Juan reconoce a Jesús también cuando éste acude a recibir su bautismo de perdón y penitencia. Por eso le dice: “Soy yo el que necesito que tú me bautices, y ¿eres tú el que vienes ahora a mí?”. Juan lo bautiza y “el Espíritu Santo descendió sobre Jesús”. Mientras, “una voz del cielo decía: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco”. Juan fue tam-bién el que lo presentó a los primeros discípulos: “De pronto vio a Jesús que pasaba por allí, y dijo: Éste es el Cordero de Dios”. Los dos discípulos que lo oyeron fueron los primeros en seguir a Jesús. Pero antes ya les había di-cho a sacerdotes y levitas enviados por los fariseos: “Yo soy la voz del que clama en el desierto: allanad el camino del Señor”. 

Yo soy la voz del clama en el desierto

Celebramos  el nacimiento de Juan Bautista, el profeta judío que anunció la venida del Señor, que preparó su camino. Aquél profeta inconformista, fiel a su misión, que vivió con generosidad su “sí” a lo que Dios esperaba de él. Esta es la grandeza de Juan Bautista, la grandeza de su misión y la grandeza de la fidelidad con la que él la vive, para retirarse cuando su misión está ya cumplida.

Nuestra situación no es la de Juan.  Jesucristo  no es “el que ha de venir” sino “el que ya ha venido”. Sin embargo sí que podemos hablar de una veni-da constante de Jesucristo. Y por tanto, de una necesidad de continuar el trabajo de Juan, pues con nuestro anuncio será posible que la palabra de Je-sucristo  sea descubierta, escuchada, seguida. Esta es la voluntad de Dios y esta es nuestra responsabilidad: que Jesucristo  sea conocido y seguido a través de lo que nosotros hacemos. 

La misión de Juan fue la de precursor, la de llevar a los hombres hacia Jesús, la de facilitar y hacer posible el encuentro. Con sencillez decía: “No soy lo que vosotros pensáis, pero después de mí viene otro de quien no soy digno de desatar la sandalia de los pies”. O cuando, al final de su misión, desaparece sin hacer ruido porque “conviene que él crezca y que yo mengüe”.

En la historia de la humanidad y de la salvación Juan representa el tránsito de un pasado a un orden nuevo. Del Antiguo Testamento al Nuevo. Juan nace de una anciana estéril, fruto de una generación ya caduca que tiene los días contados. Es el antiguo pueblo de Israel. Jesús es engendrado en el seno de una joven virgen que estrena vida, y se abre a los tiempos nuevos. El fu-turo padre de Juan no cree el anuncio de su nacimiento y queda mudo; la Virgen María cree las palabras del ángel y concibe al Hijo de Dios por la fe: “Hágase en mí según tu palabra”. Pero Juan es también la nueva humanidad que tiembla de gozo, que se estremece en el seno de su madre ante la presen-cia del salvador: “En cuanto oí tu saludo, el niño empezó a dar saltos de gozo en mi seno”; es el nuevo pueblo de Dios que acoge a su salvador: “¡Dichosa tú porque has creído! Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”.

Nace Juan y es acogido con gozo por los brazos de la nueva humanidad re-presentada en la joven virgen, por María, la Madre de Dios. María adquiere aquí una relevancia insospechada. Ella será la que dentro de pocos meses alumbrará a Jesús y en él a la nueva humanidad, pero ella es también la que recibe en sus brazos, siempre maternales, a quien hace de lazo de unión entre el pueblo de Dios del antiguo Israel y el que nacerá del costado de Jesús. En su sobrino Juan acoge a los precursores. A partir de este momento Juan es el anticipo del que va a nacer y va a salvar al mundo: Yo no soy el Mesías. Yo soy la voz que grita en el desierto. Allanad los caminos del Señor”. Juan era la voz; pero Jesús era la Palabra eterna que desde el principio existía junto al Padre. Juan era la voz pasajera: “Yo bautizo con agua. Detrás de mí viene alguien más grande que yo a quien no merezco ni desatarle la correa de sus sandalias”. Cristo es la Palabra eterna: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Y poco más adelante: “Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: “Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y permanece sobre él, ese es quien bautizará con Espíritu Santo. Y como lo he visto, doy testimonio de que él es el Hijo de Dios”. Gracias, Señor, por habernos dado a Juan como anticipo de tu Hijo. Haznos a todos noso-tros voz de Cristo, anunciadores y testigos de su presencia entre nosotros.
P. Juan Ángel Nieto Viguera, OAR.



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