SU ÚNICO PECADO FUE EL NO QUERER DAR.
Los hermanos, señores y obispos como yo, se han dignado visitarnos y alegrarnos con su presencia; pero ignoro por qué no quieren ayudarme en mi cansancio. He dicho esto a vuestra caridad en su presencia, para que vuestra audiencia interceda en cierto modo en favor mío ante ellos, de manera que, cuando se lo pida, prediquen ellos también. Den lo que han recibido; dígnense trabajar antes que buscar excusas.
Vosotros recibid de buen grado las pocas cosas que os diga, a causa de mi cansancio y de que apenas puedo hablar. Tenemos, además, el relato de los beneficios concedidos por Dios a través de su mártir; escuchémoslo juntos con agrado. ¿De qué se trata? ¿Qué voy a deciros? Habéis escuchado en el Evangelio el premio para los siervos buenos y el castigo para los malos. El único pecado de aquel siervo reprobado y duramente condenado fue el no querer dar. Guardó íntegro lo que había recibido; pero el Señor buscaba los beneficios obtenidos con ello. Dios es avaro de nuestra salvación. Si así se condena a quien no lo dio, ¿qué deben esperar quienes lo pierden?
Nosotros, pues, somos administradores; nosotros damos, vosotros recibís. Buscamos los beneficios: vivid bien. Tal es el beneficio obtenido de nuestra erogación. Pero no penséis que no es cosa también vuestra el dar. No podéis dar desde este lugar superior, pero os es posible en cualquiera en que os halléis. Donde se recrimina a Cristo, defendedle; responded a quienes murmuran de él; corregid a quienes blasfeman; alejaos de su compañía. Si ganáis a algunos, eso es vuestro dar. Haced nuestras veces en vuestra casa. El obispo (episcopus) recibe este nombre porque observa desde arriba, porque se preocupa de vigilar. A cada uno, pues, en su casa, si es la cabeza de la misma, debe corresponderle el oficio del episcopado, es decir, de vigilar cómo es la fe de los suyos, no sea que alguno de ellos incurra en herejía, ya sea la esposa, o el hijo, o la hija, o incluso el siervo que fue comprado a tan caro precio. La disciplina apostólica puso al señor al frente del siervo y sometió el siervo al señor. Cristo, sin embargo, pagó por ambos el mismo precio. No despreciéis a los más pequeños de los vuestros; procurad con todo cuidado la salvación de los de vuestra casa. Si esto hacéis, estáis dando; no seréis siervos perezosos y no temeréis la condenación tan despreciable.
Sermón 94
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