martes, junio 06, 2017

La esperanza es como una vela que recoge el viento del Espíritu Santo que empuja la nave.

«Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

        Ante la inminencia de la Solemnidad de Pentecostés no podemos dejar de hablar de la relación existente entre la esperanza cristiana y el Espíritu Santo. El Espíritu es el viento que nos impulsa adelante, que nos mantiene en camino, nos hace sentir peregrinos y forasteros, y no nos permite recostarnos y convertirnos en un pueblo “sedentario”.

        La Carta a los Hebreos compara la esperanza con un ancla (Cfr. 6,18-19); y a esta imagen podemos agregar aquella de la vela. Si el ancla da seguridad a la barca y la tiene “anclada” entre el oleaje del mar, la vela en cambio, la hace caminar y avanzar sobre las aguas. La esperanza es de verdad como una vela; esa recoge el viento del Espíritu Santo y la transforma en fuerza motriz que empuja la nave, según sea el caso, al mar o a la orilla.

        El apóstol Pablo concluye su Carta a los Romanos con este deseo, escuchen bien, escuchen bien qué bonito deseo: ‘Que el Dios de la esperanza los llene de alegría y de paz en la fe, para que la esperanza sobreabunde en ustedes por obra del Espíritu Santo’ (15,13). Reflexionemos un poco sobre el contenido de estas bellísimas palabras.

        La expresión “Dios de la esperanza” no quiere decir solamente que Dios es el objeto de nuestra esperanza, es decir, de Quien tenemos la esperanza de alcanzar un día en la vida eterna; quiere decir también que Dios es Quien ya ahora nos da esperanza, es más, nos hace ‘alegres en la esperanza’ (Rom 12,12): alegres de en la esperanza, y no solo la esperanza de ser felices.

        Es la alegría de esperar y no esperar de tener la alegría. Hoy. “Mientras haya vida, hay esperanza”, dice un dicho popular; y es verdad también lo contrario: mientras hay esperanza, hay vida. Los hombres tienen necesidad de la esperanza para vivir y tienen necesidad del Espíritu Santo para esperar.

        San Pablo –hemos escuchado– atribuye al Espíritu Santo la capacidad de hacernos incluso ‘sobreabundar en la esperanza’. Abundar en la esperanza significa no desanimarse nunca; significa esperar ‘contra toda esperanza’ (Rom 4,18), es decir, esperar incluso cuando disminuye todo motivo humano para esperar, como fue para Abraham cuando Dios le pidió sacrificar a su único hijo, Isaac, y aún más como fue para la Virgen María bajo la cruz de Jesús.

        El Espíritu Santo hace posible esta esperanza invencible dándonos el testimonio interior de que somos hijos de Dios y sus herederos (Cfr. Rom 8,16). ¿Cómo podría Aquel que nos ha dado a su propio Hijo único no darnos todo con Él? (Cfr. Rom 8,32). ‘La esperanza –hermanos y hermanas– no defrauda: la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, que nos ha sido dado’ (Rom 5,5). Por esto no defrauda, porque está el Espíritu Santo dentro que nos impulsa a ir adelante, siempre adelante. Y por esto la esperanza no defrauda.

        Hay más: el Espíritu Santo no nos hace sólo capaces de tener esperanza, sino también de ser sembradores de esperanza, de ser también nosotros –como Él y gracias a Él– los ‘paráclitos’, es decir, consoladores y defensores de los hermanos. Sembradores de esperanza.

        Un cristiano puede sembrar amargura, puede sembrar perplejidad y esto no es cristiano, y si tú haces esto no eres un buen cristiano. Siembra esperanza: siembra el bálsamo de esperanza, siembre el perfume de esperanza y no el vinagre de la amargura y de la falta de esperanza. El beato Cardenal Newman, en uno de sus discursos decía a los fieles: ‘Instruidos por nuestro mismo sufrimiento, por el mismo dolor, es más, por nuestros mismos pecados, tendremos la mente y el corazón ejercitados a toda obra de amor hacia aquellos que tienen necesidad. Seremos, según nuestra capacidad, consoladores a imagen del Paráclito –es decir, del Espíritu Santo– y en todos los sentidos que esta palabra comporta: abogados, asistentes, dispensadores de consolación. Nuestras palabras y nuestros consejos, nuestro modo de actuar, nuestra voz, nuestra mirada, serán gentiles y tranquilizantes’ (Parochial and plain Sermons, vol. V, Londra 1870, pp. 300s.).

        Son sobre todo los pobres, los excluidos, los no amados los que necesitan de alguien que se haga para ellos “paráclito”, es decir, consoladores y defensores, como el Espíritu Santo se hace para cada uno de nosotros, que estamos aquí en la Plaza, consolador y defensor. Nosotros debemos hacer lo mismo por los más necesitados, por los descartados, por aquellos que tienen necesidad, aquellos que sufren más. Defensores y consoladores.

        El Espíritu Santo alimenta la esperanza no sólo en el corazón de los hombres, sino también en la entera creación. Dice el Apóstol Pablo –esto parece un poco extraño, pero es verdad. Dice así: que también la creación ‘está proyectada con ardiente espera’ hacia la liberación y ‘gime y sufre’ con dolores de parto (Cfr. Rom 8,20-22). ‘La energía capaz de mover el mundo no es una fuerza anónima y ciega, sino es la acción del Espíritu de Dios que ‘aleteaba sobre las aguas’ (Gen 1,2) al inicio de la creación’ (Benedicto XVI, Homilía, 31 mayo 2009). También esto nos impulsa a respetar la creación: no se puede denigrar un cuadro sin ofender al artista que lo ha creado.

        Hermanos y hermanas, la próxima fiesta de Pentecostés –que es el cumpleaños de la Iglesia: Pentecostés– esta próxima fiesta de Pentecostés nos encuentre concordes en la oración, con María, la Madre de Jesús y nuestra. Y el don del espíritu Santo nos haga sobreabundar en la esperanza. Les diré más: nos haga derrochar esperanza con todos aquellos que están más necesitados, los más descartados y por todos aquellos que tienen necesidad. Gracias».
 Catequesis del papa Francisco en la audiencia del 31 de mayo de 2017 Ciudad del Vaticano.

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La Comunidad de Madres Mónicas es una Asociación Católica que llegó al Perú en 1997 gracias a que el P. Félix Alonso le propusiera al P. Ismael Ojeda que se formara la comunidad en nuestra Patria. Las madres asociadas oran para mantener viva la fe de los hijos propios y ajenos.

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