miércoles, mayo 24, 2017

De la mano de San Agustín: Ha nacido para mí el sol de justicia.

Fíjate ahora en lo que leemos en los Proverbios: El sabio permanece como el sol; pero el necio se cambia como la luna (Si 27,12). Y ¿quién es ese sabio que permanece, sino aquel Sol de justicia de quien se dice: Ha nacido para mí el sol de justicia? (Ml 4,2) A Él se referirán en el último día los impíos, lamentándose de que no ha nacido para ellos, diciendo: La luz de la justicia no alumbró para nosotros, y el sol no nació para nosotros. Porque Dios, que hace llover sobre justos y pecadores (Mt 5,45), hace nacer para los ojos de la carne este sol visible, sobre los buenos y los malos. Por su parte, las oportunas semejanzas llevan siempre de las cosas visibles a las invisibles. ¿Quién es, pues, ese necio que se cambia como la luna, sino el Adán en quien todos pecaron? (Rm 5,12)Cuando el alma humana se aparta del sol de la justicia, esto es, de aquella interna contemplación de la verdad inalterable, vuelve todas sus fuerzas hacia lo terreno y se va oscureciendo más y más en sus regiones interiores y superiores. En cambio, al empezar a volverse hacia la inmutable Sabiduría, cuanto más se acerca a ella con afecto piadoso, tanto más se corrompe el hombre exterior, mientras se renueva de día en día el interior (2Co 4,16). Y toda aquella luz del ingenio que antes se dirigía a lo inferior, se vuelve ahora hacia lo superior; de este modo, se retira en cierta manera de la tierra, para ir muriendo más y más a este mundo y ocultar su vida con Cristo en Dios. Cambia, pues, para peor cuando se derrama hacia lo exterior y arroja sus intimidades en su vida (Si 10,10); y esto le parece mejor a la tierra, es decir, a aquellos que tienen el sabor de lo terreno (Flp 3,19); así es alabado el pecado en los deseos de su alma, y el que obra inicuamente es bendecido (Sal 9,24 (10,3)).

Pero ese hombre cambia para mejor cuando va retirando poco a poco su atención y su gloria de las cosas terrenas, que aparecen en este mundo, y la dirige hacia lo superior e interior; y esto parece peor a la tierra, es decir, a los que conservan sabor a lo terreno. Aquellos impíos, al hacer al fin una penitencia infructuosa, entre otras cosas dirán: Estos son aquellos a quienes un día tuvimos por irrisión y semejanza de escarnio; nosotros, insensatos, creíamos que su vida era una locura (Sab 5,3-4). Por eso, el Espíritu Santo traslada la semejanza de lo visible a lo invisible, de los sacramentos corporales a los espirituales. Por eso quiso que se celebrase en la luna decimocuarta ese tránsito de una a otra vida, que se llama Pascua. No sólo se tiene en cuenta la época tercera, como antes dije, puesto que desde ese día comienza la tercera semana, sino que se tiene en cuenta también la comparación con la luna, aplicándola a la conversión de lo exterior a lo interior. Así llega el período pascual hasta el día veintiuno, por razón de ese número septenario con que se indica con frecuencia la totalidad, y que se atribuye también a la Iglesia por su misma universalidad.

He aquí por qué Juan en el Apocalipsis escribe a siete iglesias (Ap 1,4). También aparece la Iglesia nombrada en las Escrituras bajo el nombre de luna, mientras vive en esta mortalidad. Por ejemplo (Sal 10,3): Prepararon sus saetas en la aljaba para asaetear en la luna oscura a los rectos de corazónDice el Apóstol: Cuando Cristo, vuestra vida, apareciere, entonces también vosotros apareceréis con El en la gloria (Col 3,4). Pero antes de que eso se realice, la Iglesia aparece oscura en el tiempo de su peregrinación, gimiendo ante tantas iniquidades. Ahora hay que temer las insidias de los seductores falaces, a los cuales quiso la Escritura aludir con el nombre de saetas. Dice en otro lugar, refiriéndose a los mensajeros fidelísimos de la paz, que no cesa de dar a luz la Iglesia: La luna es un testigo fiel en el cielo (Sal 88,38). El salmo canta el reino de Dios, diciendo: Nacerán en los días de El la justicia y la abundancia de la paz, hasta que muera la luna (Sal 71,7); es decir: la abundancia de paz crecerá hasta el punto de absorber todo lo variable de la mortalidad. Entonces será destruida la última enemiga, que es la muerte (1Co 15,26), y desaparecerá en absoluto cualquier resistencia nacida de la debilidad de nuestra carne, por la que ahora no gozamos de perfecta paz. Esto corruptible se revestirá de incorrupción, y esto mortal se revestirá de inmortalidad (1Co 15,53-54).

En efecto, los muros de aquella ciudad que se llama Jericó, palabra que en el hebreo significa luna, se desmoronaron a la séptima vuelta del arca de la alianza, procesionalmente llevada (Jos 6,16.20).
¿Qué otra cosa es anunciar actualmente el reino de los cielos, simbolizado en la procesión del arca, sino destruir por el libre albedrío, mediante el don septenario del Espíritu Santo, todas las fortificaciones de la vida mortal, es decir, toda la esperanza de este mundo, que ofrece resistencia a la esperanza del siglo futuro? He ahí por qué, cuando paseaban el arca alrededor de los muros, no cayeron éstos por un choque violento, sino por sí mismos. Hay otros testimonios de las Escrituras que al referirse a la luna nos presentan la significación de la Iglesia, que va peregrinando en esta mortalidad, en sufrimiento y fatiga, lejos de aquella Jerusalén cuyos santos ciudadanos son los ángeles.
Carta 55, 8-10


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