EL COMBATE CISTIANO II
De cómo los espíritus malos habitan en el cielo
Decíamos que el apóstol San Pablo afirma que estamos en combate contra los gobernadores de las tinieblas y los espíritus malos que habitan en el cielo. Y ya hemos probado que se llama cielo incluso al aire próximo a la tierra. Ahora, es preciso creer que nosotros luchamos contra el diablo y sus ángeles que se gozan en nuestra perturbación. En efecto, el mismo Apóstol, en otro lugar, llama al diablo príncipe del poder del aire (Ef 2,2). Aunque este pasaje, en que dice: los espíritus malos del cielo, pueda entenderse de otro modo, para que no ponga en el cielo a los mismos ángeles prevaricadores, sino más bien a nosotros de quienes en otro lugar dice: nuestra conversación está en el cielo (Flp 3,20). Y para que aferrados a las cosas celestiales, es decir, caminando en los preceptos espirituales de Dios, luchemos contra los espíritus malos que tratan de arrojarnos de allí. Mucho nos hemos de preguntar cómo podemos luchar y vencer a los enemigos que no vemos, para que no piensen los necios que peleamos con el aire.
Para vencer al diablo y al mundo hay que someter el cuerpo.
El mismo Apóstol nos enseña cuando dice: No peleo como quien azota el aire, sino que castigo mi cuerpo y lo reduzco a servidumbre, no sea que, mientras predico a otros, yo sea encontrado réprobo (1Co 9,26-27). Y también dice: Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo (1Co 11,1). Por lo que hemos de entender que el Apóstol triunfó, en sí mismo, de los poderes de este mundo, como lo había dicho el Señor (2Co 2,14; Col 2,15), cuyo imitador se declara. Imitémosle, pues, nosotros, como él nos exhorta, y castiguemos nuestro cuerpo y reduzcámoslo a servidumbre si queremos vencer al mundo. Pues el mundo puede dominarnos con sus placeres ilícitos, con sus pompas y curiosidad malsana. Puesto que los placeres perniciosos de este mundo esclavizan a los amantes de las cosas temporales, y les obligan a servir al diablo y a sus ángeles. Pero si hemos renunciado a todas esas cosas, reduzcamos a servidumbre a nuestro propio cuerpo.
Agon. V-VI
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