domingo, junio 12, 2016

XI Domingo del Tiempo Ordinario (C) Reflexión

Los fariseos eran unos judíos estrictos observantes de la Ley de Moisés, muy familiarizados con las tradiciones y costumbres de Israel. Los evangelios presentan a Jesús siempre en conflicto con ellos. No podían admitir que Jesús hablara con autoridad propia, sin atender a lo que enseñaban otros maestros. Pero no todos pensaban lo mismo. Entre ellos hay algunos que se acercan a Jesús para conocerle mejor. Por ejemplo, Nicodemo.

Y también el fariseo de este evangelio, llamado Simón, invita a Jesús a comer. Y sucede algo imprevisto: se presenta “una mujer de la ciudad, pecadora”. Y se dirige a los pies de Jesús, se postra ante él llorando, y con su llanto y sus gestos está expresando el arrepentimiento de sus pecados. Jesús se deja hacer, es decir, la acoge con misericordia.

Y el fariseo dice para sí: “Si éste fuera profeta, sabría quién es esta mujer que lo está tocando y lo que es: una pecadora”. Pero Jesús, que adivina su pensamiento y ve el interior de cada cual, le dice, presentando una parábola, que los pecados de la mujer quedan perdonados y que agradece el perdón con quien tiene mucho amor. “Tus pecados quedan perdonados”, le dice ante el asombro de los que estaban presentes. Porque, ¿quién, sino Dios puede perdonar los pecados?

¿Qué lecciones encontramos en esta escena? Una: Que no somos quiénes para emitir juicios de valor y de condena. Dios es el único juez justo, imparcial y misericordioso. Quizás somos demasiado proclives a ser muy críticos con el prójimo, a fijarnos en sus defectos y comentarlos. Y esta crítica, muchas veces corrosiva, no arregla nada. Al contrario, hundimos mucho más al hermano.

Lo que salva al hermano es el respeto, la consideración de él como persona, y, si fuera preciso, hacernos prójimos a él con amor, para que pueda descubrir la misericordia de Dios que acoge, perdona y ama; y rezar por él. 

Otra: Que Cristo no se deja llevar por las apariencias, sino que mira el corazón arrepentido del que desea volver a él. 

Y otra más: Que es bueno y necesario reconocer nuestro pecado. Todos sabemos que el pecado del rey David fue que se “encaprichó” de una mujer, Betsabé, casada con un soldado suyo, Urías, al que mandó a la guerra para que lo mataran y quedarse con su mujer, a la que había dejado embarazada. David ha cometido un pecado de adulterio con Betsabé y otro, gravísimo, de asesinato, ya que hizo matar con astucia a su esposo. 

Sin embargo, Dios perdonó a David porque reconoció su pecado. En el salmo 50, atribuido a David, muestra su arrepentimiento cuando dice: “Misericordia, Señor, por tu bondad, pues yo reconozco mi culpa. Contra ti, contra ti solo pequé, crea en mí un corazón puro, devuélveme la alegría de la salvación”. Y nosotros hemos rezado, como David, el salmo 31: “Perdona, Señor, mi culpa y mi pecado”. 

El perdón, el amor, la acogida, el respeto, la dignidad de las personas, no se pueden adquirir a base de cumplir con una serie de leyes, como los fariseos. La fe nos da algo más. La fe es la que nos ayuda a reconocer que Dios está en notros, en mí y en cada uno de mis hermanos, en el prójimo, en los otros: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi”. Es Dios quien nos ha amado primero, nos ha perdonado, nos ha acogido tal y como somos; es él quien nos respeta y valora nuestra dignidad por encima de todas las leyes. Esa es la experiencia que nos lleva a la acción. Esa es la fe que nos lleva al compromiso. Las leyes, las normas nos ayudan, nos indican el camino, pero no salvan. Lo que salva es el amor de Cristo.

¿Por qué o para qué venimos a la Eucaristía cada domingo? ¿Para “cumplir con una obligación? Venimos por necesidad sentida, para alimentarnos de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo en la comunión. Para dar gracias, que eso es lo que verdaderamente significa la Eucaristía. 

Damos gracias a Dios por su Hijo Jesús que entregó su vida por nosotros sin esperar nada a cambio. Damos gracias a Dios porque nos ha amado desde el primer momento de nuestra vida y lo seguirá haciendo durante toda la eternidad. Damos gracias a Dios por lo que somos y tenemos, por su amor, su perdón, su acogida, su respeto, porque nos hace libres, porque somos su mejor obra, porque no consentirá nunca que nuestra dignidad sea menospreciada. Tenemos tantos motivos para darle gracias a Dios…
Y para recibir el alimento, que es el mismo Jesús.

Por eso venimos a la Eucaristía, por eso la celebramos en comunidad, y por eso nos sentimos enviados y comprometidos a extender esta Buena Noticia allá donde estemos. ¿Son esas tus motivaciones para asistir a la misa dominical?
P. Teodoro Baztán Basterra

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La Comunidad de Madres Mónicas es una Asociación Católica que llegó al Perú en 1997 gracias a que el P. Félix Alonso le propusiera al P. Ismael Ojeda que se formara la comunidad en nuestra Patria. Las madres asociadas oran para mantener viva la fe de los hijos propios y ajenos.

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