martes, junio 14, 2016

Domingo XI del Tiempo Ordinario (C) -Reflexión-

    Hay varias formas de dar: es entrega de algo, es dar gracias, es… ¡perdonar! Perdonar es todo lo contrario de ofenderse, es la forma más elevada de donar, de dar; al perdonar, estás quitando la culpa del medio.

    En la Palabra de Dios, hoy, todo rezuma al perdón. Y de verdad que necesitamos escuchar esa palabra maravillosa desde Jesús: “tus pecados están perdonados”. La referencia es clara en el evangelio a la mujer “pecadora” y, ojala suene hoy en nuestros corazones como la expresión más real y amorosa que Dios nos concede y siempre que nosotros nos sintamos necesitados de perdón: “Tú perdonaste mi culpa y mi pecado”. Sentir en nuestro interior esa confesión de fe es encontrarnos bendecidos y, a la vez, invitados a mirar el presente y el futuro hacia una esperanza: “oh  Dios, fuerza de los que en  ti esperan, escucha nuestras súplicas, y pues el hombre es frágil y sin ti nada puede, concédenos la ayuda de tu gracia para guardar tus mandamientos y agradarte con nuestras acciones y deseos” (Oración colecta).

    Esta oración en la Eucaristía de hoy tiene que llevarnos a sentir y vivir el  amor de Dios que jamás se aleja de nosotros y nos sostiene con su gracia, es la fuerza única que fortalece nuestras vidas, nos lleva a una fe total en Cristo Jesús que nos justifica. El hecho mismo de sentirnos necesitados de perdón y misericordia nos adentra a descubrir, desde Dios, el sentido de nuestra vida y la orientación que debemos dar a nuestra fe.
    Pero, de verdad, ¿creemos en Cristo? ¿Quién es Él en nuestra vida? Porque el “hombre solo se justifica por creer en Cristo Jesús? Y esto  plantea una decisión convencida y consecuente. Nosotros tenemos capacidad para percibir los límites y los contornos que estructuran nuestra vida pero la fe nos conduce a la comprensión acertada de los límites: a Dios no le puede limitar nada ni nadie y, sin embargo, nosotros estamos invitados a vivir en continua esperamza y con la mirada puesta en el misterio. De hecho, el plan de Dios sobre nosotros es el de la salvación y solo así miramos a lo eterno de una manera nueva ya que recibimos en cada momento a Dios que nos llama y nos saca de la rutina del tiempo para ir hacia lo eterno y descansar.

    En el evangelio de hoy descubrimos desde la fe las diferencias entre la actitud de Dios, siempre dispuesto al perdón, y nuestra rapidez a dejar de lado, después de haberla condenado, a la persona que creemos como pecadora. Dios no tiene ningún límite en el perdón y eso lo deberíamos tener siempre en cuenta a la hora de no anticiparnos al juicio contra nadie y sí aprender el tratamiento de Jesús a los pecadores. ¿Quiénes somos para juzgar a los demás? En el momento en que Jesús toma la iniciativa en la escena de la mujer pecadora se pierden todos los prejuicios humanos; solo brilla el actor movido por la misericordia y el perdón. La palabra poderosa del Maestro tranforma la denuncia en amor, la muerte en vida, la tristeza y la vergüenza en alegría y paz, la desesperación en esperanza renovada.

    Hay que partir de un hecho importante: la mujer que entró en la casa donde se encontraba Jesús viene en plan de adoración y con rectitud de intención. Quiere ofrecer desde un corazón sencillo y agradecido lo que otros, muy imbuidos es sus grandes méritos y en superioridad a los demás, no llegan o no quieren presentarse desde su corazón tales como son. No tienen luz para comprobar quién es el Mesías, son incapaces de alabar al Señor y menos considerarlo como Buen  Pastor que busca las ovejas perdidas. No quieren escuchar que Él ha venido en nombre de Dios a perdonar, a liberar del pecado que lleva  a la muerte…

    Así las cosas, no se puede -¡no se quiere-! contemplar la mirada de amor que el Mesías tiene ante la mujer, la que los demás creen que es una pecadora y que ellos son justos. En este ambiente, doloroso e injusto, Jesús tiene qne manifestar la misercordia divina: “tus pecados te son perdonados”. Inmediatamente surge la reacción: “Quien des este,  que hasta perdonas pecados?”. ¡Qué reacción más hermosa hubiera sido: Maestro, perdónanos también a nosotros! El no creer en  el perdón divino tiene también en el fondo un corazón incapaz de no querer descubrir su propia malicia, sentirse mejor que los demás y negar la misericordia divina.

    Pero, por encima de los vaivenes humanos a la hora de emitir juicios negativos respecto de los demás, el Señor encuentra la realidad de una persona, tal como se describe en el evangelio y, que dejando de lado las opiniones de culpabilidad que los cercanos manifiestan, la voz del Señor se hace gracia, perdón y esperanza: “ Tu fe te ha salvado, vete en paz”. Queda así definida la misericordia divina, queda iluminada la voluntad de Dios y en el futuro las personas perdonadas se convertirán en vida que sea anuncio de perdón.

Sería bueno que nosotros, en  una carga de rebeldías, olvidos y pecados, siguiéramos a Jesús en su camino y dejándonos ver por Él, nos postráramos y pidiéramos perdón por nuestros pecados a la vez que, en el futuro, nos convirtiéramos en mensajeros de la gracia en nosotros y testigos para creer y manifestar como lo hace el apóstol Pablo: “mientras vivo en esta carne, vivo de la fe en  el Hijo de Dios, que me amó para entregarse por mí”. Y un final muy hermoso: “El Señor ha perdonado ya tu pecado, no morirás”.

P. Imanol Larrínaga Bengoechea

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