domingo, mayo 15, 2016

Pentecostés (C) Reflexión


La fiesta de Pentecostés tiene para los cristianos una importancia de primer orden. Hay mucha gente, incluso cristianos, a quienes les interesa poco tener o no tener el Espíritu Santo. No saben valorarlo. Viven pendientes de otros valores, si es que son valores, como son el bienestar por encima de todo, o el dinero, o la salud como obsesión permanente, o el poder político, o el placer cueste lo que cueste, etc. Y se pierden el don mejor, sin el cual lo demás vale poco o nada. Y con él, todo, aun lo humano, vale mucho.

El Espíritu Santo es el regalo que nos hace nuestro Padre Dios, la fuente profunda de la vida mejor, más plena y más feliz. Es el Espíritu quien viene en ayuda de nuestra debilidad, lo único capaz de llenar nuestra aspiraciones más profundas, la fuente de todo consuelo, la fuerza de nuestra fe, el amor de Dios en nosotros, la luz que nos ayuda a conocer mejor el mensaje de Jesús en el Evangelio, el impulso que necesitamos en cada momento para caminar en el seguimiento de Jesús, el dinamismo para trabajar por la causa del Evangelio, la misericordia de Dios que nos acoge y nos perdona, el gozo por ser hijos de Dios.

Resulta, por tanto, incomprensible que los cristianos valoremos tan poco este don, lo miremos con tanta indiferencia y le dediquemos tan poca atención. 

¿Qué ocurrió en el primer Pentecostés de la historia? Nos lo cuenta al detalle la primera lectura. Los apóstoles tenían todavía el miedo metido en sus cuerpos, pues podían matarlos como habían matado el maestro. Vivían encerrados y escondidos. No entendían todavía el mensaje que habían oído de labios de Jesús. Estaban desanimados y abatidos, sin esperanza, puesto que el Maestro, a quien habían seguido, a quien habían amado tanto, ya no estaba presente; se sentían solos. Es verdad que mantenían una ligera esperanza en que se cumplirían las palabras de Jesús acerca de venida del Espíritu Santo sobre ellos. Una esperanza alimentada y sostenida por la presencia de la Madre, María, en medio de ellos.

Y de pronto sienten  que ocurre algo extraordinario en ellos. El Libro de los Hechos utiliza imágenes muy expresivas para presentar este hecho: Un ruido del cielo, un viento recio, llamaradas de fuego que se posan sobre sus cabezas... Pero experimentan, sobre todo,  un cambio radical en sus vidas. Su miedo se transforma en valentía, su ignorancia se llena de sabiduría, su soledad ya no es tal, su debilidad se hace fuerza..., y salen a las calles y plazas a proclamar el Evangelio de la salvación. Ya nadie ni nada los detendrá. Hasta dar la vida, también, como el Maestro.

Su palabra es fuego que penetra y purifica. Son muchos los que se convierten a la fe al oírles hablar. ¿Qué tenemos que hacer?, les preguntan.  Se convierten en testigos de Jesús por la fuerza del Espíritu. Es decir, testimonian su fe con su vida y su palabra.

Fue el primer Pentecostés de la Historia. Hoy es también Pentecostés para nosotros. Hoy también viene sobre nosotros la fuerza del Espíritu, su luz, su amor, su consuelo, su gozo... No necesitamos el viento recio, ni las llamaradas de fuego, ni el ruido fuerte. Lo recibimos en nuestro bautismo, en la confirmación de nuestra fe, en el perdón que, en su nombre, nos brinda la Iglesia, en la Eucaristía que celebramos, en la Palabra de Dios que escuchamos, en la oración, en el ejemplo de la gente buena y en muchos momentos de nuestra vida.

¡Lástima que no caigamos en la cuenta de este regalo que nos hace Dios! Es un pena que no echemos en falta la necesidad del Espíritu para vivir mejor nuestra vida, para vigorizar nuestra fe, para afrontar y superar las dificultades y contratiempos que se nos presentan, para vencer las tentaciones, para entender mejor el mensaje del Evangelio de Jesús y proclamarlo, para amar más y mejor. 

No lo vemos, pero ahí está. No lo sentimos, pero actúa en nosotros. No lo apreciamos, pero lo necesitamos. Es necesario que nos abramos permanentemente a Él. De ahí esta oración tan hermosa y tan breve, y que deberíamos repetir siempre: Ven, Espíritu Santo
P. Teodoro Baztán Basterra.

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La Comunidad de Madres Mónicas es una Asociación Católica que llegó al Perú en 1997 gracias a que el P. Félix Alonso le propusiera al P. Ismael Ojeda que se formara la comunidad en nuestra Patria. Las madres asociadas oran para mantener viva la fe de los hijos propios y ajenos.

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