Jn 14, 23-29: Es la vida la que llama a las puertas del Señor
Gran misterio es conocer cómo es al mismo tiempo Señor e hijo de David, cómo una persona es hombre y Dios; cómo en la forma humana es menor que el Padre y en la divina igual a él; cómo conjugar estas dos afirmaciones suyas: El Padre es mayor que yo y yo y el Padre somos una sola cosa. Es un gran misterio y, por eso, para poder comprenderlo, hay que acomodar las costumbres. El misterio está cerrado a los indignos y se abre a los que lo merecen. No llamamos a la puerta del Señor ni con piedras, ni con picaportes, ni con los puños ni a patadas. Es la vida la que llama; es a la vida a la que se le abre. Se pide, se busca, se llama con el corazón; al corazón se le abre. Corazón que ha de ser piadoso para que su petición, su búsqueda y su llamada sean adecuadas. La primera condición es amar a Dios gratuitamente; ésta es la auténtica piedad: no buscar otra recompensa fuera de él, aunque la esperemos de él. Nada hay mejor que él.
¿Qué cosa de valor puede pedir a Dios aquel para quien Dios es cosa vil? Te otorga un trozo de tierra y te gozas, en cuanto amante de la tierra, hecho de tierra. Si te gozas cuando te da tierra, ¡cuánto más debes alegrarte cuando se te da el mismo que hizo el cielo y la tierra! Dios, por tanto, ha de ser amado gratuitamente…
Para comprender el misterio de Dios, es decir, cómo Cristo es Dios y hombre al mismo tiempo, hay que purificar el corazón. Y se purifica con las costumbres, con la vida, con la castidad, con la santidad, con el amor y con la fe que obra mediante la caridad. Lo que estoy diciendo, lo entenderéis si pensáis en un árbol que tuviera sus raíces en el corazón; de ningún otro lugar proceden las acciones sino de la raíz del corazón. Si has plantado en él la codicia, brotarán espinas; si, en cambio, has plantado el amor, brotarán frutos.
San Agustín, Sermón 91, 3.5
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