IV Domingo de Cuaresma (C) Reflexión

La parábola del hijo pródigo es una de las páginas más hermosas del evangelio y contiene unas enseñanzas de suma importancia. ¿Por qué la pronunció Jesús? Resulta que los fariseos y los escribas de entonces, que eran muy cumplidores de la Ley y se creían los únicos buenos, critican a Jesús porque se acercaba a los pecadores, comía con ellos y se mezclaba con los que ellos consideraban gentuza y lo más bajo del pueblo.

Jesús, que sabe aprovechar el momento oportuno para decir lo que tiene que decir, les presenta nada menos que tres parábolas en las que aparece la misericordia de Dios que ama, acoge y perdona a todos, que va en busca de quien se ha alejado y espera su regreso para abrazarle. Son las parábolas de la moneda perdida, la oveja perdida y la del hijo pródigo.

Esta última es la que presenta el evangelio de este domingo. La conocemos y la recordamos muy bien. No sé por qué la llaman del hijo pródigo, cuando lo que se resalta en ella es la misericordia de Dios Padre. Debería llamarse la parábola del Padre de la misericordia. El protagonista es Dios, aunque cada uno de los dos hijos, el menor y el mayor, desempeñan un papel importante.

Cuando uno comete pecado, da la espalda a Dios y se aleja de la casa paterna. ¿Qué parte de la fortuna se lleva? La libertad, la vida, también el amor… Dios no deja de amarle cuando el pecador se aleja, respeta totalmente la opción libre que acaba de tomar, y sufre y se entristece.

Pero llega un día en que el pecador, tristemente no todos, siente un vacío interior que con nada puede llenar, sufre de soledad, aunque no esté solo, de desencanto y angustia grande. Añora, entonces, la casa del Padre y siente necesidad de regresar en busca de reconciliación y perdón. 

Y aquí aparece la figura del Padre. Dios, que es Padre bueno, lo está esperando, ve que su hijo regresa, sale a su encuentro, lo abraza, le besa y manda hacer fiesta en la casa, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y lo hemos encontrado.

Es un Dios que todo amor, misericordia y perdón. En la casa del Padre, en el cielo, en la Iglesia, recibe con alegría la vuelta de un pecador arrepentido. Dios mantiene su amor, nos espera y perdona “sin tener en cuenta nuestros pecados”. 

Más de uno podrá pensar o decir: “Si Dios es todo amor, todo misericordia y perdona siempre, ¿qué importa pecar?”. La reconciliación del hijo pródigo con su padre no se hubiera producido, si se hubiera quedado tranquilamente donde estaba y no hubiera caminado al encuentro con el padre. 

Otros dirán, quizás, que no son como el hijo menor de la parábola, porque no se sienten alejados de Dios por el pecado. ¿Y qué nos dice la figura del hijo mayor? Porque podemos ser como él. El hijo mayor se mantenía en la casa, cumplidor exacto de sus obligaciones, trabajador…, pero no conocía la misericordia y el perdón. No sabe nada de cariño y de perdón 

Nos consideramos muy creyentes, y somos, quizás, muy practicantes. Y esperamos de Dios el premio por nuestra fidelidad, por nuestro trabajo, porque somos responsables en todo lo que hacemos. Pero nos puede faltar lo más importante, lo esencial en nuestra vida cristiana: el amor, la misericordia y el perdón. ¿De qué nos sirve todo lo demás, si nos falta esto? 

Acojamos con alegría el inmenso amor de Dios y su misericordia. Tengamos una auténtica relación filial con Él, de hijos de un Dios que nos quiere a pesar de nuestros fallos, pero que nos pide un gran esfuerzo para vivir según su ley, que es el amor. Y reconozcamos en cada persona a un hermano nuestro, hijo de Dios también, con el que poder compartir la alegría de su amor y su perdón.

P. Teodoro Baztán Basterra