domingo, marzo 27, 2016

Domingo de Pascua de la Resurrección del Señor

      ¡A L E L U I A!

El título es la definición exacta del “GRAN DOMINGO”: “este el Día en que actuó el Señor; sea nuestra alegría y nuestro gozo”(Salmo 117, 24). Lo afirmamos de una manera muy concreta: “Era verdad, ha resucitado el Señor, aleluia. A Él la gloria y el poder por toda la eternidad” (Lucas 24, 34; cf. Apocalipsis 1, 6).

Celebramos el gran misterio y damos gracias a Dios “porque es eterna su misericordia”. Todos nosotros estamos llamados porque Él ha roto para siempre el poder del mal y salva a su pueblo de la esclavitud del pecado. Cristo ha resucitado y nosotros, los que creemos en Él y le amamos, también hemos resucitado: “Señor Dios, que en este día has abierto las puertas de la vida por medio de tu Hijo, vencedor de la muerte; concédenos, al celebrar la solemnidad de su resurrección, que, renovados por el Espíritu, vivamos la esperanza de nuestra resurrección” (Oración colecta). Eso significa que nuestra vida, desde Cristo resucitado, se proyecta hacia lo eterno, ciertamente pisando tierra, pero aspirando a los bienes celestes: “ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios” (Colosenses 3, 1).
El horizonte de nuestra vida cambia totalmente; estamos llamados a “buscar”, a “aspirar” para aparecer, “juntamente con Cristo, en su gloria” (ib. 3, 4). La vida nuestra tiene desde la resurrección del Señor una perspectiva sin igual: prescindir de todo lo que supone una rémora, un peso que nos impide ver la vida nueva que es Cristo. El lenguaje es chocante ya que nos sitúa en una realidad que en el contexto de la sociedad nos induce a vivir en cada momento –y aquí queda definida la existencia- desde una realidad tan distinta como, también, tan impensable. Porque ¿cuáles son los criterios que creemos válidos y hasta casi absolutos en orden a un cambio total de nuestra vida? En un orden a nuestro entender “normal” es posible cohabitar con la corrupción, con la maldad, con una fe apacible, con sueños sin sentidos… Y, todo esto y mucho más, por supuesto, es una caricatura de lo que entendemos por una vida nueva, mejor, más acorde con la fe. Los criterios que acentuamos van más bien en función de carencia total de la experiencia del renacer en el corazón, de una vida orientada desde el amor sin medida. De ahí que la experiencia de “resucitar” se reduce, incluso en el ámbito creyente, a no plantear que la resurrección a una vida nueva, como hijos de Dios y miembros de la Iglesia, solo se entiende con la propia muerte al pecado.

La resurrección de Cristo implica la pasión y la muerte, la vida nueva es la consecuencia de la mirada a Cristo que nos indica el auténtico camino: “el discípulo no puede ser distinto del Maestro”. Esto supone que se nos abre un camino nuevo de ser y de vivir pero con la mirada puesta en la Escritura: “que Él había de resucitar de entre los muertos” (Juan 20, 9). La palabra resurrección es, incluso, en nuestro mundo, lo que más quisiéramos hacerla realidad. Estamos ahogados y no solo por una extensa crisis sino especialmente por una “bajada de mirada”, incapaz de encontrarse con un cielo limpio y una atmósfera que invita a sonreír. Es la estructura real de una muerte en seres vivientes, atascados en el barro del camino e incapaces de percibir que hay un cielo verdadero, una humanidad necesitada de amor puro y de paz que solo es posible desde un Dios que nos ama. Y la resurrección del Señor nos abre el panorama más maravilloso para nuestra vida: “ha sido inmolada nuestra víctima pascual: Cristo. Así pues, celebremos la Pascua” (1 Corintios 5, 7- 8).

Nuestra fe se apoya en la resurrección del Señor y podemos decir que, en última instancia, se apoya en el encuentro personal con Él después de la muerte. Tengamos muy presente, lo que dice el evangelio: que el Señor resucitado se presenta realmente a los discípulos y, en ellos, a nosotros. El encuentro de Jesús tiene reacciones muy significativas en las mujeres como en sus discípulos, y a todos les lleva a la afirmación más exacta: “ha resucitado el Señor”. En la experiencia personal de los que se han encontrado con el Señor Resucitado nace el gozo de una Luz nunca más olvidada, una presencia del Señor continua y permanente: “ha resucitado”, y la confesión de fe llevará consiguientemente a fundamentar el anuncio del Dios vivo en el encuentro con el Señor. Ya no pueden existir ni dudas ni búsqueda de argumentos; solo queda el “celebremos la Pascua con los panes ázimos de la sinceridad y la verdad” (1 Cor 5, 8). Y esta afirmación del apóstol Pablo lleva a exigir de los creyentes en Cristo que la vida debe tener siempre un signo propio: “dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia” (salmo 117). 

San Agustín nos regala una escena en la que el Señor resucitado se aparece a nosotros y nos dice: . Por tanto, ahora, mientras vivimos en esta carne corruptible, muramos con Cristo, mediante el cambio de vida y vivamos con Cristo mediante el amor a la justicia.  La vida feliz no hemos de recibirla más que cuando lleguemos a aquel que vino hasta nosotros y comencemos a vivir con quien murió por nosotros” (Sermón 231, 3- 5).
P. Imanol Larrínaga, OAR.
                ¡                                

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