domingo, enero 03, 2016

Solemnidad de la Epifanía del Señor

 A la solemnidad que celebramos hoy se le da el nombre griego de Epifanía en atención a la manifestación del Señor. En efecto, al manifestarse en el día de hoy, se ofrece a los magos, primicias de los gentiles, que lo adoran, el que hace pocos días se les entregaba al nacer. El es la piedra angular que juntó en su unidad a las dos como paredes que traían dirección contraria, es decir, la de la circuncisión y la del prepucio; con otras palabras: la de los judíos y la de los gentiles, y se convirtió en nuestra paz, él que hizo de los dos pueblos uno solo (Ef. 2,14). Para dar el anuncio a los pastores judíos, bajaron los ángeles del cielo, y para que los magos gentiles lo adorasen, brilló una estrella desde el cielo. Ya mediante los ángeles, ya mediante la estrella, los cielos pregonaron la gloria de Dios, para que por la gracia del nacido la pregonasen también los apóstoles, llevando al Señor como si fueran cielos, y su sonido llegase a toda la tierra, y sus palabras, al confín del orbe de la tierra (Sal 18,2.5). Palabras que llegaron también a nosotros; las creímos, y por eso hablamos (2Co 4,13).

Hay muchas cosas, hermanos, en la lectura evangélica escuchada que merecen consideración. Llegan los magos del Oriente, buscan al rey de los judíos quienes nunca antes habían buscado a tantos otros reyes judíos como hubo. Pero buscan no a alguien ya en edad viril o entrado en años, visible a los ojos humanos en un trono elevado, poderoso por sus ejércitos, terrorífico por sus armas, resplandeciente por su púrpura, de brillante diadema, sino a un recién nacido que yace en la cuna, ansia el pecho materno; que no destacaba ni por los adornos de su cuerpo, ni por la fuerza de sus miembros, ni por la riqueza de sus padres, ni por su edad, ni por el poder de los suyos. Y preguntan al rey de los judíos por el rey de los judíos, a Herodes por Cristo, al grande por el pequeño, al ilustre por el oculto, al elevado por el humilde, al que habla por el que no habla, al rico por el necesitado, al fuerte por el débil, y, no obstante, al que lo desprecia, por el que ha de ser adorado. Efectivamente, en él no se veía ninguna pompa real, pero se adoraba la auténtica majestad.

Además, Herodes teme, los magos desean; éstos desean encontrar al rey, aquél temió perder el reino. Por último, todos le buscan: aquéllos, para vivir por él; el otro, porque quiere darle muerte; Herodes, para cometer un gran pecado contra él; los magos, para que les perdone todos los suyos. Herodes da muerte a muchos niños con la intención de matar a uno preciso, y mientras causa tan cruel y sangrienta matanza en las personas de tantos inocentes, es él el primero en causarse la muerte con tanta maldad. Mientras tanto, nuestro rey, la Palabra que aún no habla, mientras los magos le adoraban y los niños morían por él, o bien yacía acostado o bien tomaba el pecho, y antes de hablar encontraba creyentes y antes de padecer hacía mártires también. ¡Oh niños dichosos, recién nacidos, nunca tentados, nunca forzados a luchar y ya coronados! Dude que habéis sido coronados al padecer por Cristo quien piense que de nada sirve a los niños el bautismo de Cristo. Aún no teníais la edad para creer en Cristo, que había de sufrir también su pasión, pero teníais carne en que padecerla por Cristo, que la sufriría posteriormente. En ningún modo abandonaría a estos niños la gracia del Salvador, niño que había venido a buscar lo que se había perdido no sólo mediante su nacimiento, sino también colgando de la cruz. Quien pudo tener como pregoneros de su nacimiento a los ángeles, como proclamadores a los cielos y como adoradores a los magos, pudo concederles el que no muriesen aquí por él si supiera que con aquella muerte iban a perecer y no a vivir en una felicidad mayor. Lejos, lejos de nosotros pensar que, viniendo a librar a los hombres, no se preocupase de la recompensa para aquellos que iban a morir por él quien, pendiente de la cruz, oró incluso por sus asesinos.

¿Qué decir de los desdichados judíos que mostraron el testimonio de la profecía a los magos, que preguntaban por Cristo, y les indicaron la ciudad de Belén? Fueron semejantes a los constructores del arca de Noé: dieron a los otros con qué escapar del diluvio y ellos perecieron en él; semejantes a las piedras miliares: mostraron el camino sin poder andarlo ellos. Les preguntaron dónde tenía que nacer Cristo, y respondieron: En Belén de Judá, pues así está escrito en el profeta: «Y tú Belén, tierra de Judá, no eres la menor entre los jefes de Judá. De ti saldrá un rey que ha de regir a mi pueblo de Israel» (Mt 2,16). Los que preguntaron, lo oyeron y se fueron; los doctores lo dijeron, y se quedaron; separados por los distintos afectos, unos se convirtieron en adoradores y otros en perseguidores. Aun ahora, los judíos no cesan de mostrarnos algo parecido. Cuando presentamos a algunos paganos los clarísimos testimonios de las Escrituras para hacerles saber que Cristo ya había sido profetizado, sospechando ellos que puedan ser invenciones de los cristianos, prefieren creer a los códices de los judíos. Como hicieron entonces los magos, los paganos se dirigen a adorarlo fielmente, dejándolos a ellos leyéndolos vanamente.
Sermón 373, 1-4

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