NAVIDAD - Reflexiones
UNA NOCHE DIFERENTE
La Navidad encierra un secreto que, desgraciadamente, escapa a muchos de los que en esas fechas celebran «algo» sin saber exactamente qué. No pueden sospechar que la Navidad ofrece la clave para descifrar el misterio último de nuestra existencia.
Generación tras generación, los seres humanos han gritado angustiados sus preguntas más hondas.
¿Por qué tenemos que sufrir, si desde lo más íntimo de nuestro ser todo nos llama a la felicidad?
¿Por qué tanta frustración? ¿Por qué la muerte, si hemos nacido para la vida?
Las gentes preguntaban. Y preguntaban a Dios, pues, de alguna manera, cuando buscamos el sentido último de nuestro ser estamos apuntando hacia él. Pero Dios guardaba un silencio impenetrable.
En la Navidad, Dios ha hablado. Tenemos ya su respuesta. No nos ha hablado para decirnos palabras hermosas sobre el sufrimiento. Dios no ofrece palabras. «La Palabra de Dios se ha hecho carne». Es decir, más que darnos explicaciones, Dios ha querido sufrir en nuestra propia carne nuestros interrogantes, sufrimientos e impotencia.
Dios no da explicaciones sobre el sufrimiento, sino que sufre con nosotros. No responde al porqué de tanto dolor y humillación, sino que él mismo se humilla. No responde con palabras al misterio de nuestra existencia, sino que nace para vivir él mismo nuestra aventura humana.
Ya no estamos perdidos en nuestra inmensa soledad. No estamos sumergidos en pura tiniebla. Él está con nosotros. Hay una luz. «Ya no somos solitarios, sino solidarios» (Leonardo Boff). Dios comparte nuestra existencia.
Generación tras generación, los seres humanos han gritado angustiados sus preguntas más hondas.
¿Por qué tenemos que sufrir, si desde lo más íntimo de nuestro ser todo nos llama a la felicidad?
¿Por qué tanta frustración? ¿Por qué la muerte, si hemos nacido para la vida?
Las gentes preguntaban. Y preguntaban a Dios, pues, de alguna manera, cuando buscamos el sentido último de nuestro ser estamos apuntando hacia él. Pero Dios guardaba un silencio impenetrable.
En la Navidad, Dios ha hablado. Tenemos ya su respuesta. No nos ha hablado para decirnos palabras hermosas sobre el sufrimiento. Dios no ofrece palabras. «La Palabra de Dios se ha hecho carne». Es decir, más que darnos explicaciones, Dios ha querido sufrir en nuestra propia carne nuestros interrogantes, sufrimientos e impotencia.
Dios no da explicaciones sobre el sufrimiento, sino que sufre con nosotros. No responde al porqué de tanto dolor y humillación, sino que él mismo se humilla. No responde con palabras al misterio de nuestra existencia, sino que nace para vivir él mismo nuestra aventura humana.
Ya no estamos perdidos en nuestra inmensa soledad. No estamos sumergidos en pura tiniebla. Él está con nosotros. Hay una luz. «Ya no somos solitarios, sino solidarios» (Leonardo Boff). Dios comparte nuestra existencia.
Esto lo cambia todo. Dios mismo ha entrado en nuestra vida. Es posible vivir con esperanza. Dios comparte nuestra vida, y con él podemos caminar hacia la salvación. Por eso la Navidad es siempre para los creyentes una llamada a renacer. Una invitación a reavivar la alegría, la esperanza, la solidaridad, la fraternidad y la confianza total en el Padre.
Recordemos las palabras del poeta Angelus Silesius: «Aunque Cristo nazca mil veces en Belén, mientras no nazca en tu corazón estarás perdido para el más allá: habrás nacido en vano».
EL MISTERIO DE BELEN
La Navidad sólo se celebra de verdad cuando somos capaces de adorar el misterio de Belén.
Los «símbolos» de la Navidad
Durante las fiestas navideñas se ha hecho ya tradicional la colocación del «Belén» en los templos, hogares, plazas, escaparates... Su origen o, al menos, su desarrollo se remonta a San Francisco de Asís y a los franciscanos que lo extienden por toda Europa. En el siglo XVII lo encontramos ya en Nápoles, España, Portugal, Francia, Alemania del Sur.
Alrededor del Belén surge todo un mundo de villancicos, nanas, bailes, cuentos de Navidad, recorridos por las calles... En cada pueblo se entremezclan luego otros elementos autóctonos como nuestro «Olentzaro», personaje de origen difícil de precisar, al que la tradición cristiana ha convertido en embajador del nacimiento de Jesús.
Más recientemente han llegado también hasta nosotros dos elementos importados de otros países: el cirio y el árbol. Es probable que su origen se remonte a las fiestas paganas en las que se rendía culto a los emperadores el día en que se conmemoraba su nacimiento. La luz era encendida como símbolo de la vida y el ramo verde era utilizado como símbolo de eternidad.
Ambos elementos han sido luego empleados con simbolismo hondamente cristiano. El cirio que se enciende la Nochebuena simboliza el nacimiento del Señor que viene a iluminar este mundo envuelto en tinieblas (Jn 1, 9; Is 9, 2-7; Is 60, 1-6). El árbol, por su parte, recuerda el árbol del paraíso perdido por el pecado del primer Adán y del que somos salvados por el nacimiento del segundo Adán. Cristo es Árbol de vida para la humanidad.
En concreto, el árbol iluminado y lleno de regalos, simboliza a Cristo, verdadero Árbol de vida, que nos trae la luz capaz de orientar nuestras vidas y el gran regalo de nuestra salvación.
Pero, con frecuencia, todo este simbolismo ha quedado banalizado y trivializado al perder su vigor original. Las calles se llenan de árboles y luces sin que apenas nadie lea su hondo significado. Muchas veces todo queda en mero adorno decorativo que oculta el misterio de Belén.
Ante el misterio del Belén
Sin embargo, el centro de todas las fiestas navideñas está en ese portal de Belén al que hemos de saber acercarnos.
No es tan equivocado afirmar que la Navidad es la fiesta de los niños y de aquellos que saben vivir con corazón de niño. Sólo ellos pueden disfrutar como nadie del regalo de un Dios niño.
A los adultos se nos hace más difícil disfrutar del contenido entrañable de estas fiestas. Lo que nos impide gozar como los niños no es la edad, sino nuestro corazón envejecido, autosuficiente, lleno de egoísmos e intereses; nuestra vida agitada, dispersa, polarizada por la búsqueda obsesiva de eficacia, rendimiento, seguridad y bienestar a cualquier precio.
El teólogo A. Delp veía en el «endurecimiento interior» el mayor peligro para el hombre moderno: «La incapacidad del hombre actual para adorar, amar, venerar, tiene su causa en su desmedida ambición y en el endurecimiento de la existencia.»
El niño es un hombre que todavía no ha «endurecido» su existencia, no ha cerrado todavía las puertas de su ser a lo bueno, lo hermoso, lo admirable. Sabe admirar, acoger y disfrutar. Su vida es acogida y crecimiento.
A. Saint-Exupery dice en el prólogo de su delicioso «Principito» que «todas las personas mayores han sido niños antes, pero pocas lo recuerdan». La Navidad nos invita a despertar lo que queda en nosotros de ese niño que fuimos, capaces de admirar, escuchar y acoger con sorpresa y gozo el regalo de la vida.
A pesar de nuestra aterradora superficialidad, nuestro desencanto y, sobre todo, nuestro inconfesable egoísmo y mezquindad de «adultos», siempre hay en nuestro corazón un rincón secreto en el que todavía no hemos dejado de ser niños.
Atrevámonos a acercarnos con corazón sencillo al portal de Belén. Dios está ahí. No es un ser tenebroso, inquietante y temible, sino alguien que se nos ofrece cercano, indefenso y entrañable desde la ternura y transparencia de un niño.
Este es el mensaje de la Navidad: hay que salir al encuentro de ese Dios, hay que cambiar el corazón, hacerse niños, nacer de nuevo, recuperar la transparencia, abrirse confiados a la gracia.
Paul Claudel, describiendo su conversión, nos recuerda cómo sintió un día de Navidad en la catedral de Notre Dame de París «el sentimiento desgarrador de la inocencia, revelación inefable de la eterna infancia de Dios». Sorprendido ante «la eterna infancia de Dios» y sollozando, comenzó a salir de su «estado habitual de asfixia y desesperanza».
La celebración sencilla pero honda de la Navidad puede despertar en nosotros la fe. Una fe que no esteriliza sino que rejuvenece; que no nos encierra en nosotros mismos sino que nos abre; que no separa sino une; que no recela sino confía; que no entristece sino que ilumina; que no teme sino que ama.
Felices los que, en medio del bullicio y aturdimiento de estas fiestas, sepan acoger con corazón creyente y agradecido el regalo de un Dios Niño. Para ellos habrá sido Navidad.
NOTA: Una pequeña reflexión ante misterios tan hermosos para cada uno de nosotros.
Recordemos las palabras del poeta Angelus Silesius: «Aunque Cristo nazca mil veces en Belén, mientras no nazca en tu corazón estarás perdido para el más allá: habrás nacido en vano».
EL MISTERIO DE BELEN
La Navidad sólo se celebra de verdad cuando somos capaces de adorar el misterio de Belén.
Los «símbolos» de la Navidad
Durante las fiestas navideñas se ha hecho ya tradicional la colocación del «Belén» en los templos, hogares, plazas, escaparates... Su origen o, al menos, su desarrollo se remonta a San Francisco de Asís y a los franciscanos que lo extienden por toda Europa. En el siglo XVII lo encontramos ya en Nápoles, España, Portugal, Francia, Alemania del Sur.
Alrededor del Belén surge todo un mundo de villancicos, nanas, bailes, cuentos de Navidad, recorridos por las calles... En cada pueblo se entremezclan luego otros elementos autóctonos como nuestro «Olentzaro», personaje de origen difícil de precisar, al que la tradición cristiana ha convertido en embajador del nacimiento de Jesús.
Más recientemente han llegado también hasta nosotros dos elementos importados de otros países: el cirio y el árbol. Es probable que su origen se remonte a las fiestas paganas en las que se rendía culto a los emperadores el día en que se conmemoraba su nacimiento. La luz era encendida como símbolo de la vida y el ramo verde era utilizado como símbolo de eternidad.
Ambos elementos han sido luego empleados con simbolismo hondamente cristiano. El cirio que se enciende la Nochebuena simboliza el nacimiento del Señor que viene a iluminar este mundo envuelto en tinieblas (Jn 1, 9; Is 9, 2-7; Is 60, 1-6). El árbol, por su parte, recuerda el árbol del paraíso perdido por el pecado del primer Adán y del que somos salvados por el nacimiento del segundo Adán. Cristo es Árbol de vida para la humanidad.
En concreto, el árbol iluminado y lleno de regalos, simboliza a Cristo, verdadero Árbol de vida, que nos trae la luz capaz de orientar nuestras vidas y el gran regalo de nuestra salvación.
Pero, con frecuencia, todo este simbolismo ha quedado banalizado y trivializado al perder su vigor original. Las calles se llenan de árboles y luces sin que apenas nadie lea su hondo significado. Muchas veces todo queda en mero adorno decorativo que oculta el misterio de Belén.
Ante el misterio del Belén
Sin embargo, el centro de todas las fiestas navideñas está en ese portal de Belén al que hemos de saber acercarnos.
No es tan equivocado afirmar que la Navidad es la fiesta de los niños y de aquellos que saben vivir con corazón de niño. Sólo ellos pueden disfrutar como nadie del regalo de un Dios niño.
A los adultos se nos hace más difícil disfrutar del contenido entrañable de estas fiestas. Lo que nos impide gozar como los niños no es la edad, sino nuestro corazón envejecido, autosuficiente, lleno de egoísmos e intereses; nuestra vida agitada, dispersa, polarizada por la búsqueda obsesiva de eficacia, rendimiento, seguridad y bienestar a cualquier precio.
El teólogo A. Delp veía en el «endurecimiento interior» el mayor peligro para el hombre moderno: «La incapacidad del hombre actual para adorar, amar, venerar, tiene su causa en su desmedida ambición y en el endurecimiento de la existencia.»
El niño es un hombre que todavía no ha «endurecido» su existencia, no ha cerrado todavía las puertas de su ser a lo bueno, lo hermoso, lo admirable. Sabe admirar, acoger y disfrutar. Su vida es acogida y crecimiento.
A. Saint-Exupery dice en el prólogo de su delicioso «Principito» que «todas las personas mayores han sido niños antes, pero pocas lo recuerdan». La Navidad nos invita a despertar lo que queda en nosotros de ese niño que fuimos, capaces de admirar, escuchar y acoger con sorpresa y gozo el regalo de la vida.
A pesar de nuestra aterradora superficialidad, nuestro desencanto y, sobre todo, nuestro inconfesable egoísmo y mezquindad de «adultos», siempre hay en nuestro corazón un rincón secreto en el que todavía no hemos dejado de ser niños.
Atrevámonos a acercarnos con corazón sencillo al portal de Belén. Dios está ahí. No es un ser tenebroso, inquietante y temible, sino alguien que se nos ofrece cercano, indefenso y entrañable desde la ternura y transparencia de un niño.
Este es el mensaje de la Navidad: hay que salir al encuentro de ese Dios, hay que cambiar el corazón, hacerse niños, nacer de nuevo, recuperar la transparencia, abrirse confiados a la gracia.
Paul Claudel, describiendo su conversión, nos recuerda cómo sintió un día de Navidad en la catedral de Notre Dame de París «el sentimiento desgarrador de la inocencia, revelación inefable de la eterna infancia de Dios». Sorprendido ante «la eterna infancia de Dios» y sollozando, comenzó a salir de su «estado habitual de asfixia y desesperanza».
La celebración sencilla pero honda de la Navidad puede despertar en nosotros la fe. Una fe que no esteriliza sino que rejuvenece; que no nos encierra en nosotros mismos sino que nos abre; que no separa sino une; que no recela sino confía; que no entristece sino que ilumina; que no teme sino que ama.
Felices los que, en medio del bullicio y aturdimiento de estas fiestas, sepan acoger con corazón creyente y agradecido el regalo de un Dios Niño. Para ellos habrá sido Navidad.
NOTA: Una pequeña reflexión ante misterios tan hermosos para cada uno de nosotros.
P. Julián Montenegro Sáenz
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