María, Creyente fiel
María era humana, pero profundamente creyente en el Dios de sus padres. Era humana, pero preparada misteriosamente para acoger sin reservas la Palabra en su corazón y en su seno. Se sobresaltó -¿y quién no?- al oír al ángel el mensaje que para ella traía: “¿Por qué a mí? o ¿por qué yo?”
Creyó al ángel porque ya antes creía en el Dios vivo. Y creer en el Dios vivo significa e implica vivir en relación íntima con Él y experimentar permanentemente su amor y su fideli-dad. Y creer también a las mediaciones del mismo Dios (Cf. Lc 1, 38). Y el ángel Gabriel lo era. Así era su fe y así la vivía.
Por la fe, María acogió la palabra del ángel y creyó en el anuncio de que sería la Madre de Dios . Y la Palabra se hizo carne en ella. San Agustín habla de una doble concepción de Cristo, una en su corazón y la otra en su vientre: María concibió antes a Cristo por la fe en su corazón que físicamente en su vientre; María creyó y se cumplió en ella lo que creía (Cf S 215,4).
Así pues, al creer al ángel y aceptar la Palabra, ésta, que es el Hijo del Padre, se hizo carne en su seno. En adelante, su fe sería, además, cristiana, es decir, su vida quedaría íntimamente ligada a su hijo, en una unión íntima y fuerte.
Si la fe cristiana es la experiencia gozosa de un encuentro personal y permanente entre el creyente y Cristo, ¿cabe un encuentro más íntimo, más estable y gozoso que el de María con su hijo Jesús? ¡Feliz tú que has creído!, le dirá su pariente Isabel (Lc 1, 45). Y en ese momento ella entona, agradecida, un cántico de alabanza al Señor por las maravillas que en ella ha hecho, sólo por ser humilde , sencilla y creyente.
Esta experiencia de fe la vivió María, con toda certeza y seguridad, en todas las etapas de su vida:
• A lo largo de los nueve meses en los que el hijo estaba en su seno.
No cabe mayor intimidad que la de una madre con su hijo dentro de ella. Lo siente den-tro, le habla, acaricia su vientre, le canta y sueña con él. Ama y espera. Y María sabía que quien se alojaba en ella era Hijo del Altísimo, -y no sólo de ella-, que había sido fecundada por obra del Espíritu Santo y que sería rey de un reino nuevo.
Cabe imaginar -y aquí la imaginación no es fantasía- sus momentos de oración contemplativa, sus diálogos frecuentes con Él en el silencio más elocuente, su experiencia ininte-rrumpida de un amor recibido de lo alto y volcado hacia el hijo, su gozo íntimo a pesar de las penas que no fueron pocas, sus silencios prolongados para conservar mejor lo que en su corazón oía y sentía…
Al fin y al cabo, la fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con él . Su decisión de ser madre, de acoger al hijo y vivir siempre unida a él, además de personal y libre, era firme. Sin miedos ni dudas que pudieran producir vacilaciones, sin condiciones que empobrecen la relación en quien se dice creer, sin desánimos muy propios de la condición humana pero que impiden avanzar y crecer.
María, la Madre, está en contacto con la verdad de su Hijo únicamente en la fe y por la fe. Es, por tanto, bienaventurada, porque « ha creído » y cree cada día en medio de todas las pruebas y contrariedades del período de la infancia de Jesús y luego durante los años de su vida oculta en Nazaret, donde « vivía sujeto a ellos .
Su fe iba creciendo día a día. Era firme desde el principio, pero que, como don sembrado en ella y humana que era, crecía y maduraba al ritmo de la vida creciente que sentía dentro de sí. Su fe era amor y también esperanza. Amor agradecido y esperanza en el Dios de la promesa. Y también fuerza para seguir siendo fiel en todo y hasta el final, ya que, como dice san Agustín, los creyentes “se fortalecen creyendo”(Cf. Lc 1, 46-55) .
Consuelo es su nombre
P. Teodoro Baztán Basterra
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