Sermón de la Montaña (2)
Dichosos los sufridos, porque ellos serán consolados (Mateo 5, 4)
1. Otra “bienaventuranza” desconcertante.
Te preguntarás también aquí: ¿cómo se pueden llamar dichosos a los que sufren y lloran? El dolor, lo mismo que la pobreza, no es ningún bien. Dios no quiere que el hombre sufra. Pero el dolor y el sufrimiento han estado, están y estarán siempre presentes en el mundo.
Sufrimos porque tenemos un cuerpo y un alma. El cuerpo, por muy robusto que sea, es frágil y está expuesto a mil enfermedades, y es mortal. El alma es igual-mente vulnerable.
Sufrimos y “lloramos” porque tenemos una memoria que recuerda los hechos dolorosos, ya lejanos o muy recientes, que nos han estremecido y conmovido seriamente.
Sufrimos y “lloramos” porque tenemos un entendimiento que piensa, pero se desazona, duda porque no ve, cae frecuentemente en el error, se frustra por no poder encontrar la verdad de las cosas o el porqué de lo que le sucede.
Sufrimos y “lloramos” porque tenemos una voluntad, firme muchas veces, pero endeble casi siempre, y nos angustiamos porque no conseguimos lo que preten-demos, nos deprime la frustración, nos aplasta el miedo a lo que nos pueda so-brevenir y nos hundimos angustiados y tristes.
Sufrimos y “lloramos” porque somos limitados y débiles, por lo que ocurre en nuestro entorno o más lejos: muertes de familiares muy queridos o de seres inocentes, fracasos propios o ajenos, catástrofes y tragedias. Sufrimos de verdad.
Sufrimos y “lloramos” porque amamos. Amor y dolor están íntimamente unidos. Pregúntaselo si no a cualquier madre. Y tú mismo lo habrás comprobado más de una vez.
Cristo no amaba el sufrimiento; amaba a los que sufrían. Y por eso sufría él tam-bién. Los redimió, y nos redime, con dolor, no por el dolor, sino por el amor. No buscó para sí el sufrimiento y el dolor. Por eso le pedía al Padre que “pasara de él el cáliz”, pero que se hiciera su voluntad. Se limitó a amar con un amor que le llevó a la pasión y a la muerte.
2. Posibles actitudes ante el sufrimientoAnte el sufrimiento
Ante el sufrimiento y el dolor caben tres actitudes: a) desesperanza o desespe-ración, rechazo y rebeldía, b) conformismo, resignación pasiva, fatalismo y c) aceptación sufrida pero positiva del dolor, sentido cristiano de la cruz personal asociada a la de Cristo, experiencia de fe.
¿Cuál es tu experiencia en este sentido? ¿Cómo reaccionas ante el dolor que llamas insufrible, un problema que te supera, la muerte trágica de alguien muy allegado a ti, un fracaso familiar y económico, etc.? ¿Cómo actúa entonces tu fe? ¿Y tu esperanza cristiana? ¿Qué te dice la cruz de Cristo?
El sufrimiento no es un castigo impuesto por Dios por los pecados cometidos. Dios no es ningún tirano o un déspota. Es un Padre. Dios es amor. Él quiere que seas feliz, que es lo mismo que decir dichoso. Dichoso el que llora, pero ¿por qué? No porque sufre, sino porque será consolado. ¿Cómo se compaginan ambos términos?
Jesús proclama dichosos a los que lloran y están afligidos porque sabe y demuestra con su vida, con su palabra, con sus gestos, que Dios ha tomado partido por ellos, que se ha decidido a consolarlos, a enjugar sus lágrimas. Jesús mismo es esta Consolación que el Padre envía. Su palabra y sus gestos la hacen presente cerca de aquellos que la necesitan y seca sus lágrimas causadas por el mal y la opresión.
3. Amplitud de la bienaventuranza
La expresión “dichosos los sufridos o los que lloran” quiere abarcar todo tipo de sufrimientos y de infelicidades, y afirma que puede haber dicha incluso en medio de las lágrimas, que el sufrimiento no cesa pero que seremos consolados, que Alguien nos acompañará para que descubramos que ni el sufrimiento ni el mal experimentado pueden destruirnos si Dios está de nuestra parte.
El Señor veía ante sí, en el pueblo de Israel, muchos hambrientos de pan, enfermos de toda clase, leprosos excluidos de la sociedad, viudas desamparadas, pobres sin esperanza, marginados de toda clase. Se acerca a ellos, hace suyo su dolor, sufre con ellos, consuela y cura.
Se apropia de las palabras de Isaías que dice: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para dar la buena noticia a los pobres; me ha enviado a anunciar la libertad a los cautivos, y la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor” (Lc 4, 18-9).
Es verdad que el consuelo no siempre pone fin al sufrimiento. Solamente nos dice que éste no es para siempre, que no es definitivo, y que, en virtud de la cruz de Cristo, la tristeza y el sufrimiento no tienen la última palabra. O mejor, que la última palabra la tiene Jesús, quien es capaz, además, de ayudarnos a sacar el bien del mal.
4. Dichosos los que lloran también por sus pecados
Sus lágrimas son agradables a Dios porque son señal y prueba de una conversión sincera. Y ellos serán consolados porque recibirán el perdón de un Dios que los ama.
Al comentar Agustín el salmo 94, en el que se nos dice: Venid, adoremos al Señor…, nos pregunta: “¿Estáis acongojados por los pecados que os distanciaban de Dios? Hagamos lo que a continuación se nos indica: ‘Lloremos delante del Señor’. ¿Ardes por el remordimiento del pecado? Apaga su llama con lágrimas, llora ante el Señor. Llora confiado ante Dios, que te creó, pues no desprecia la obra de sus manos… Llora ante él; confiésate; prevé su rostro con la confesión. ¿Quién eres tú que lloras y confiesas? El hombre a quien él hizo” (En. in ps. 94, 10).
Como fueron también muy agradables a Dios las lágrimas de Mónica que lloraba “día y noche” por su hijo. La verdad es que no podía perderse un hijo de tantas lágrimas. Estas lágrimas, unidas a la oración constante por él, lograron del Dios que Agustín pudiera encontrar el camino de la verdad y de la fe.
¿Has sentido el consuelo de Cristo en los momentos más dolorosos y huma-namente insuperables que te han ocurrido? ¿Has asociado tu cruz a la suya para que él te ayudara a cargarla?
El Señor, no solamente se acerca a tu vida para animarte y consolarte con su palabra y su amor misericordioso, sino que, además, según las palabras proféticas de Isaías, “hizo suyas nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades” (Is 53, 4; Mt. 8, 17). No cabe mayor solidaridad ni un amor mayor.
¿Qué te dicen las palabras de Jesús: Venid a mí todos los que estáis cansados y ago-biados que yo os aliviaré? Si te has acercado a Cristo en tales momentos, ¿has en-contrado paz en tu corazón, consuelo y alivio? En tales momentos de dolor y sufrimiento, ¿ha crecido tu fe o, más bien, se ha debilitado? ¿Te sientes en verdad dichoso, según la bienaventuranza de Jesús, cuando has llorado y sufrido?
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¿Eres mediación del Señor para consolar a quienes sufren y lloran? ¿Te acercas a ellos, como lo hacía Jesús, para acompañarles, para hacer tuyo o compartir su dolor (eso significa la palabra compadecer), para ejercer el oficio del “buen samaritano”?
6. Palabras de Agustín
San Agustín habla en el texto siguiente de la solicitud del Buen Pastor que busca a la oveja descarriada. Son palabras que se pueden aplicar al que sufre, en la figura de la oveja descarriada, y al Señor que se preocupa de quien lo está pasando mal. Dice así:
“La lluvia y los nubarrones son los errores de este mundo. De las pasiones humanas se evapora una grande oscuridad, y la tiniebla espesa cubre toda la tierra. ¡Qué difícil es que las ovejas no se pierdan en medio de esta niebla! Pero el pastor no las abandona, las busca; con sus ojos agudísimos traspasa la oscuridad, sin que le impida verlas la caliginosa espesura. El ve y en todas partes vuelve al camino a la oveja descarriada. Densa es la niebla, opaco está el monte, pero a los ojos del Pastor nada se oculta. Ve y recoge al que anda errante” (Serm. 46, 11, 23).
7. Ora
Preséntale al Señor tus padecimientos y dolores, tu enfermedad y llanto, tu fra-gilidad y problemas.
Contempla a Cristo que sufre y comparte tus sufrimientos. Ponte, como él, en las manos del Padre.
Acepta serenamente, aun con dolor, la cruz que te veas obligado a cargar. Asóciala a la de Cristo, sentirás purificación interior y serás consolado. Ofrécete al Padre para aliviar el dolor de los demás. Así podrás ser tú también consuelo para muchos que sufren y lloran.
Oración final
Es cierto, Señor, ¡bienaventurados los que lloran! Nada más unido a la desgra-cia que el llanto, como nada más distante y contrario a la miseria que la felici-dad, y, sin embargo, tú hablas de los que lloran y los proclamas felices. Hazme entender, Señor, tus palabras. Llamas bienaventurados a los que lloran: biena-venturados en esperanza, tristes en la realidad. Puedo, pues, gozarme con la esperanza de ser consolado, si al presente lloro mi destierro. Amén.
San Agustín
Tomado de: Palabras para el Camino, 32, 204-209
P. Teodoro Baztán Basterra
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